miércoles, 14 de diciembre de 2011

La casa de papel



Había dos cosas que le iluminaban el rostro a Darío: los libros y las mujeres. No todos los libros, claro. Tampoco todas las mujeres. Sufría decepciones con ambos, como todos, pero se entregaba a una novela o a una piel con pasión idéntica. A menudo lo oía tocar ansioso la puerta, dispuesto a detallarme el ponto de emociones que le había hecho sentir el penúltimo capítulo de La fiesta del Chivo, el Ayer de Dalton o algún párrafo de Paradiso. Yo nunca he sido un lector como Dios manda, pero trataba de seguirle el ritmo y de leer sus recomendaciones (que siempre eran demasiadas). Para Darío muchos autores eran El Autor; muchas novelas, La Novela; muchos versos, El Verso. Con las mujeres era distinto; siempre ocurría algo que echaba todo por la borda.  Y no es que tuviera mala suerte con las mujeres. En realidad, creo que eran ellas quienes tenían mala suerte con Darío; se interesaban en él, pero por más que lo intentara, Darío no se enamoraba nunca de nadie. Durante años lo vi saltar de una relación a otra (aunque no con la celeridad con que saltaba de una novela a otra), atribuyendo siempre sus fracasos amorosos a causas que sobrepasaban su capacidad de entregarse plenamente a una mujer que siempre parecía ser la adecuada.  Lo veía regresar al cabo de tres semanas, cabizbajo y pensativo.

-¿Y ahora qué pasó? -le preguntaba.

-No era ella- decía melancólico-, resultó ser una Claudia gris cuando yo quería una Angélica de Alquézar-. O algo así.

A veces me parecía que mi amigo era un personaje de novela, y que por un extraño azar había venido a parar en este mundo que no entendía; era como el buen Ulises Lima, un salvaje detective. Un rondacafés. Un buscador. O un perseguidor, como el Johnny de Cortázar. Era, cómo decirlo, una especie de Diógenes posmoderno, pues cuando uno le preguntaba qué era lo que buscaba en una mujer, respondía: busco una mujer de la que valga la pena enamorarse hasta la muerte. Y agregaba apasionado: tocar su boca, con un dedo tocar el borde de su boca, ir dibujándola como si saliera de mi mano… y amalarle el noema y ver cómo se le agolpa el clémiso y cae en hidromurias, en salvajes ambonios… y tordularle los urgalios y aproximarle mis orfelunios…

Era imposible no contagiarse de esa pasión por la Literatura. Con los años fui conociendo aquellos libros que habían puesto esa chispa en Darío. Fui entendiendo –creo- ese afán suyo de conocer a una mujer de novela. Tienes que conocer a Remedios la bella, a la chica de la cola de caballo, a Aura. ¡Carajo, a Estefanía!
Pero como sucede con muchos espíritus aventureros, con el paso de los años Darío fue desanimándose, fue perdiendo la fe en su loable empresa. Comenzó a pensar que quizá esa mujer de la que podría enamorarse no existía.

Sigue buscando –le decía yo-. Y entonces Darío me sonreía y me decía que sí, que no quedaba sino seguir buscando.

Yo comenzaba a entender por qué ninguna mujer era capaz de enamorar a mi amigo; aunque no buscaba una belleza abrumadora ni una notable inteligencia, aunque no le incomodaba si la chica en cuestión tenía un carácter fuerte o una mediocre timidez, buscaba una mujer completamente literaria. Una mujer, según él, de la que valiera la pena enamorarse hasta el vómito de la incongruencia. Y lo intentó. De verdad lo intentó, pero no la encontró nunca.

Un día Darío llegó a mi casa muy temprano. Me extendió las llaves de su departamento y me dijo:

-Ahí te dejo mis libros, ve por ellos cuando puedas, y si encuentras algo más que te sirva, llévatelo también. Ya me voy.

Yo, aún medio adormilado y sin entender nada de lo que decía, le pregunté que a dónde pensaba ir. Darío miró sus zapatos con una tristeza que no le había visto nunca, levantó los hombros ligeramente y me recitó un verso –que años después supe era de Sabines. Tengo ganas de llorar, estoy llorando. Quiero reunir mis cosas, algún libro, una caja de fósforos, cigarros, un pantalón, tal vez una camisa. Quiero irme. No sé a dónde ni para qué, pero quiero irme. Tengo miedo. No estoy a gusto. Y ya mirándome a los ojos, agregó:

-Quiero enamorarme hasta el delirio, hasta llorar a lágrima viva. Eso es todo lo que quiero, y no me importa dónde, pero voy a encontrarla.

Regresé a la cama pensando que no pasarían más de dos meses para que Darío regresara. Supuse que cuando había dicho “no voy a encontrarla aquí” se refería a este barrio en el que habíamos crecido, a la ciudad de México tal vez, o al país; aunque sabiendo que no tenía ni pasaporte ni dinero suficiente para llegar siquiera a Pachuca en autobús, andaría por ahí adentrándose en zonas de la ciudad que nunca había recorrido. Pero no volvió. Hace ya doce años que Darío se fue. Nadie supo a dónde. Nunca llamó a nadie, ni una carta, ni una llamada diciendo que estaba bien, o que aún estaba. Y jamás volví a verlo.

En efecto, me quedé con sus libros; una colección más que aceptable que incluía principalmente escritores latinoamericanos y algunos japoneses. Los llevé a mi casa seis meses después de que Darío se fue, cuando comencé a pensar que quizá no regresaría, aunque nunca los mezclé con mis cosas. Compré un par de libreros rústicos y los acomodé ahí, como esperando que un día regresara por ellos. Comencé a leerlos, siempre dentro de ese cuarto y siempre devolviéndolos a su lugar apenas los terminaba. Algunos tenían anotaciones ilegibles en los márgenes; otros bromas muy negras, como aquella que escribió Pierre de Fermat en una página de la Aritmética de Diofanto. Gracias a Darío leí a Bioy Casares, a Galeano, a Donoso, y al cabo de 8 años, todos los libros que Darío me había dejado. A veces me daba por tomar uno al azar y hojearlo, o dejarlo caer y leer la página en que quedaba abierto sobre el suelo. Una tarde, mientras hojeaba su ejemplar de Rayuela, encontré una nota que Darío escribió un año antes de irse (siempre le ponía fecha a sus anotaciones). Decía: Hay dos mujeres de las que vale la pena enamorarse. Una está enamorada de Oliveira; la otra, de Palinuro. Entendía la primera mitad de la nota; cuando entendí la segunda estuve casi totalmente de acuerdo con él.

Los cientos de anotaciones en los libros de Darío me llevaron a otros autores. Ése fue su mejor regalo. Sus comentarios en Memoria de mis putas tristes me llevaron a Kawabata, éste a Mishima, éste a Oé, y hace unos días comencé una novela de Haruki Murakami. Me pareció más que curioso que entre aquellas páginas fuera apareciendo, casi a fuerzas, como si el autor no hubiera podido evitarlo, un personaje mexicano. Es Darío. Contra toda lógica, lo único que pude hacer cuando lo encontré, fue reír. Ahí está mi amigo, viviendo en Tokio en los años sesenta, apañándoselas como puede para comunicarse, para hacerse de un trabajo, para comer tofu de supermercado. Darío se ha encontrado en varias ocasiones con Reyko, una amiga de la novia del protagonista. Cada vez que la historia recupera su cauce, Darío aparece, casi a empujones entre las páginas, arruinándole al autor la trama de varias páginas; mi amigo es un personaje secundario en una novela japonesa. No sé si sea casualidad que Darío se haya metido precisamente en esa novela, pero es irónico: dicha novela se titula igual que una canción de los Beatles, y la primera frase dice I once had a girl, or should I say she once had me. Lo cierto es que los ojos de Reyko parecen brillar cuando Darío aparece. Nada de eso me asombra demasiado; lo maravilloso es que la mirada de Darío también es distinta. Se está enamorando. Es ahí donde he cerrado la novela y la he puesto en la repisa con otros libros. Mucha suerte, amigo.


Después de todo, Darío lo logró. No me pregunten cómo, pero el maldito lo logró. Y por primera vez en su vida, se le ve casi feliz. 





miércoles, 30 de noviembre de 2011

La huelga que se llevó a Gisela



No recuerdo si alguien nos presentó. Debió ser así, porque yo nunca me hubiera acercado a ella (ya desde entonces era un cobarde). No tengo ningún recuerdo de nuestras primeras pláticas; me recuerdo únicamente a mí, a los 16 años, enamorado hasta la incongruencia de Gisela.

Durante más de un año imaginé la forma de decirle que la quería. La miraba de lejos, o buscaba coincidir con ella en los pasillos o en las horas libres –me sabía mejor su horario que el mío-. Tenía el cabello muy negro y muy lacio, y casi siempre se hacía una cola de caballo. No tenía una belleza extraordinaria; vestía siempre muy simple y me encantaba, pero tenía novio: un tipo de 1.80 m que jugaba basquetbol y tenía cara de asesino (en realidad, su novio era lo de menos, pues aún si no hubiera tenido, mi cobardía hubiera sido igual). Sin embargo Gisela siempre se mostró amable y sonriente. Platicábamos a menudo, y cada vez que la tenía cerca pensaba que no me podría gustar más. Pero cada día descubría que sí, que Gisela siempre me podía gustar más.

Me fui enamorando de ella como sólo podemos hacerlo a esa edad, es decir, sencilla y pendejamente; sin pedir nada ni pensar a futuro, sin preocuparme de si ella sentiría lo mismo y sin esperar que lo hiciera; sin pensar, ni por un momento, que lo justo sería que ella también se enamorara de mí. No. Me enamoré de Gisela completamente consciente de que ella no estaba ni cerca de hacer lo mismo, y no importaba.

Nunca he sabido si ella notó mi brutal enamoramiento. Supongo que sí -los hombres somos torpes para ocultar esas cosas-, pero Gisela nunca cambió sus actitudes, y nunca insinuó nada, ni interesarse por mí, ni incomodarse porque yo estuviera pendejamente enamorado de ella.

Un día la profesora de literatura nos mandó a la Feria Internacional del Libro. Ya saben, traer el boletito y sacarte una foto para que viera que habías ido. Había un escritor en una mesa firmando libros (era gordo, bigotón y fumaba sin parar). Leí su nombre en una pequeña placa: Paco Ignacio Taibo II. Había unos chicos, más o menos de mi edad, entrevistándolo, y cuando yo pasé a su lado escuché la frase más terrible, infausta y lapidaria de toda mi existencia, la cual memoricé al instante: “Mira cabrón –así le dijo Taibo II al chico de la grabadora-, yo te aseguro que cualquier hombre, cualquiera, puede conquistar a cualquier mujer, con los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda”…

No escuché el resto de la entrevista. Cuando le hicieron la siguiente pregunta yo ya estaba corriendo por toda la feria, buscando el famoso libro de ese tal Pablo Neruda. Lo encontré, lo compré, lo leí, todo en menos de una hora. Lo leí de nuevo en el metro y en el camión, de regreso a casa. Ya en mi cuarto, cuando terminé de leer los veintiún textos por cuarta vez -pues las primeras tres no había entendido un carajo-, cerré el libro y sonreí, satisfecho y seguro de tener en mis manos el arma infalible para enamorar a Gisela.


Seguro de mi éxito, decidí no apresurarme. Me lo tomé con calma. Pensé transcribir alguno de los poemas del libro y dárselo, o fotocopiar una página. Pensé si sería mejor hacerlo deliberada o anónimamente. Pensé muchas formas de hacerle llegar el libro a Gisela. Pero todas parecían pretenciosas. Seguí pensándolo un par de semanas. Quería que pareciera natural, espontáneo. Al final decidí comentárselo un día, como si fuera una cosa más. ¿Y qué hiciste el fin? Pues nada, fui a la Feria del Libro a ver qué encontraba. Compré unos que ya tenía tiempo buscando. ¿Ah sí? Sí, mira, qué casualidad, aquí en mi mochila tengo uno de los que compré, ah, es el de Neruda. ¿Neruda? Sí, de hecho, me acordé de ti en una parte. ¿De mí? ¿Por qué? No sé, pero si quieres llévatelo, luego me dices qué te pareció, ah caray, qué raro, mira, tiene una página doblada, no sé por qué, bueno, tengo clase, luego me dices.

Me alejé deprisa, sonriendo, convencido de mi espontaneidad, aunque ahora que lo recuerdo, años después, con ese cuento no hubiera engañado ni a Helen Keller.

Supe que el efecto sería inmediato, así que a la una de la tarde esperé en una jardinera que era paso obligatorio para ella. Esperé. La escuela se vació, y al no verla aparecer pensaba que seguramente estaría en ese momento diciéndole a su novio que estaba enamorada de alguien más, y que eso era todo entre ellos. Seguro que ahorita su novio le está pidiendo que no lo corte pero ella está firme en su decisión –me decía a mí mismo-, por eso no ha salido aún. Así de grande era mi fe en Paco Ignacio Taibo II.

Total que Gisela no salió, o no la vi salir o se fue antes. Y yo tenía mucha hambre así que me fui. Pero regresé a casa tan contento, que por primera vez el trayecto de dos horas entre Tacubaya y Cuautitlán me pareció hermoso. Tal cual. Así de feliz estaba la tarde del lunes 19 de abril de 1999, cuando volví a casa.

Al siguiente día -20 de abril de 1999- me levanté temprano y procuré llegar a la escuela antes de lo normal. Subí a pie por Avenida Observatorio como todos los días, y al llegar a la puerta de la preparatoria me encontré con cientos de estudiantes amontonados junto a la entrada. Había cadenas, sillas rotas, pancartas, un par de antorchas, gente colgada de la reja gritando algo sobre los derechos de los estudiantes, y banderas rojinegras. Y ahí, afuera de la prepa, mientras los líderes del movimiento decían por sus altavoces que lo hacían por nuestro bien, y yo asimilaba lo que una huelga le iba a hacer a mis planes de ese día, lo único que podía pensar era: Chinguen a su madre. Hoy no, cabrones.

Aquello era un caos. Comenzaron a llegar porros y granaderos, y hubo que correr. Regresé a casa para confirmar en las noticias que la UNAM estaba en huelga. Ese día me di cuenta que no tenía forma de contactar a Gisela. No había celulares ni email. Y lo único que yo sabía de ella era su primer apellido (que afortunadamente era muy raro) y que vivía en Naucalpan. Ni su dirección ni su teléfono. La huelga continuó varios meses, y no parecía que fuera a terminar pronto. Muchos estudiantes buscaron otra escuela para no perder el año escolar, por lo que en febrero de 2000, cuando por fin terminó la huelga, muchos estudiantes no volvieron.

Ahí es donde todo se vuelve borroso. Los meses que siguieron al término de la huelga se me aparecen a medias. Sé que yo volví a la prepa y que en un par de meses recuperamos todo un año. Pero no sé qué pasó con Gisela. No sé si volvió, si se cambió de escuela. O de casa. O de ciudad.

Seguí pensando en Gisela durante varios años. Pienso, en realidad. Pienso de vez en cuando en si habrá leído aquel texto de Neruda que le di (nunca he podido recordar si la hoja que doblé en el libro era el poema X, el XV o el XX, pero sé que era uno de esos tres. Y a pesar de haberlos releído decenas de veces, nunca estoy seguro cuál fue); en si pensaba decirme algo –lo que fuera- ese martes 20 de abril, cuando empezó la huelga.

Mis intentos por buscarla fueron vanos. Con los años, muy despacio, fui reconstruyendo algunas cosas sobre ella. Supe, cinco o seis años después, y casi por casualidad, por el amigo de un amigo, que había estudiado Arquitectura. Otro amigo de otro amigo la vio alguna vez en Acatlán, y así, referencias fugaces que nunca me sirvieron. Pude averiguar, con mucho esfuerzo (no había redes sociales) que fue editora de una revista cuando terminó su carrera, pero cuando por fin di con las oficinas, la revista tenía dos años de haber desaparecido.

Por último supe, hace un par de años, que vive en Baja California con su pareja, y que es feliz. No siento alegría ni tristeza por ello. Son ya doce años. Sé muy bien que ya no estoy enamorado de ella. Pero lo estuve. Y era genial estarlo. Y a veces pienso en el poema XX de Neruda, en la huelga, en las mentiras de Paco Ignacio Taibo II, en los ojos oscuros de Gisela.


Nunca la he vuelto a ver. Nunca volví a hablar con ella. 
Y nunca me he vuelto a enamorar como lo hice a los 16 años.

¿Acaso alguien lo hace?





jueves, 24 de noviembre de 2011

¿En qué nos parecemos?

Darina llegó a Cracovia para hacer una estancia laboral casi el mismo día que yo. Se interesaba mucho por Latinoamérica, y me contaba historias sobre su ciudad, su gente y sus costumbres. Siempre encontramos más diferencias que similitudes. Un día antes de marcharse a su natal San Petesburgo me preguntó: ¿Crees que los rusos y los mexicanos se parezcan en algo, quiero decir, en algo de verdad esencial?
No lo sé, le dije. Mentira. No sólo rusos y mexicanos. Todos, todos los pueblos del mundo nos parecemos en lo mismo:


Beslán, República de Osetia del Norte. 1 de septiembre de 2004.

Ausheva, de 9 años, está ansiosa por presentar su proyecto de ciencias en la Feria del Saber. Le acompaña su madre, Zalina Itzkayeva. La escuela está repleta de alumnos y padres de familia que han acudido a presenciar el evento. Más de 1500 personas. Las discrepancias políticas generadas por las elecciones de hace tres días se olvidan por momentos. Al menos los padres ahí presentes las olvidan. No así los 32 miembros de un grupo de separatistas radicales chechenos, quienes están a punto de tomar la escuela para hacer cumplir sus demandas. Ausheva, junto con cientos de niños más, está por experimentar la justicia en una de sus formas más atroces; una justicia mal planteada, mal entendida, mal ejecutada. Una justicia primitiva, abyecta. La única que la Historia conoce…


San Juan Ixtayopan, Tláhuac, México D. F. 23 de noviembre de 2004.

El chico no se ha portado bien últimamente. En las últimas dos semanas han mandado llamar a María 3 veces porque Carlitos se ha peleado. Es una edad difícil. El subinspector de la Coordinación de Inteligencia para la Prevención de la Policía Federal Preventiva, Víctor Mireles, sabe que no está exento de culpa; pasa muy poco tiempo con el chico, y María tiene demasiado trabajo en el puesto. Les gustaría dedicarle más tiempo a su hijo; lo han platicado muchas veces. Esperan que las cosas mejoren, y que si Víctor consigue el asenso María no tenga que trabajar más y pueda dedicarse enteramente a Carlitos. Todo esto piensa el subinspector Mireles mientras se dirige hacia la escuela primaria Popol Vuh, en la colonia Jaime Torres Bodet, donde le ha sido asignado tomar evidencias (fotografías) de la venta de droga a menores y narcomenudeo. Lo acompañan los suboficiales Cristóbal Bonilla y Edgar Moreno. Van de civiles. Esta misión es importante para Mireles; de salir airoso, podría representar el asenso. Deben tener cuidado de pasar inadvertidos. Es una zona de alto riesgo.



Lo que el chico necesita es atención, piensa Mireles mientras se acercan al lugar. No sabe –no puede saber- que nunca volverá a ver a su hijo…






Beslán, República de Osetia del Norte. 1 de septiembre de 2004.

Los terroristas se han apoderado de la escuela y han tomado como rehenes a todos los presentes. Los conducen al gimnasio. Los niños, aterrados por los primeros disparos, no entienden lo que sucede. Los padres sí; ha sido el pan de cada día del Cáucaso desde hace años: terroristas chechenos, militares rusos, y detrás de los enfrentamientos, el petróleo del mar caspio, intolerancia étnica y odios centenarios. Naturaleza humana. Algunos rezan, otros se mantienen callados y observan detenidamente a sus captores; alguien más trata de escapar con un niño en brazos y es sometido por los terroristas. Se hace un silencio absoluto en el enorme gimnasio; el único sonido es el de las botas del líder de los terroristas, mientras camina por entre la gente y observa los rostros de los niños que ahora tiene como garantía para sus demandas. Sabe que los medios de comunicación no tardarán mucho en aparecer. Sólo entones será momento de hablar. Se detiene en el centro de la duela. Pronuncia una sola palabra, y su orden se escucha claramente en todo el lugar mientras eleva su rifle Kalashnikov en señal de amenaza. Una sola palabra: Desvístanse…


San Juan Ixtayopan, Tláhuac, México D. F. 23 de noviembre de 2004.

Los tres oficiales se miran de lejos, comunicándose mediante levísimos gestos o movimientos. Están en sus posiciones, esperando que los chicos salgan para tomar fotografías de la venta de drogas. Los chicos no tienen la culpa, piensa Mireles mientras los ve salir corriendo; son una herramienta más en la cadena del narcotráfico. No entienden que para otros son meros medios para llevar el producto al mercado. No entienden de drogas, de cárteles y disputas territoriales. De oferta y demanda.

Sus cámaras son pequeñas. Deben ser discretos. Los oficiales toman las fotografías con la cámara a la altura de la cintura para no ser descubiertos. Caminan entre la multitud de padres de familia, entre vendedores de golosinas disfrazadas, entre los dealers de poca monta que ahí operan. Han obtenido ya varias imágenes. Se disponen a marcharse cuando un padre de familia repara en sus cámaras y da voces de que hay unos tipos sacando fotos a los niños. Quieren secuestrarlos, grita. Varios padres más se acercan a los sospechosos. Es el inicio de un calvario atroz para los tres oficiales; el inicio de un material triple A para las televisoras mexicanas…


Beslán, República de Osetia del Norte. 1 de septiembre de 2004.

El ejército ruso que rodea la escuela espera órdenes. Saben que hay más de mil rehenes en ese gimnasio. Una decena de cadáveres yace en las afueras de la escuela; son las víctimas del primer enfrentamiento entre rehenes y captores. Los medios han llegado al lugar y transmiten las imágenes del exterior de la escuela a todo el país. El líder de los terroristas habla por primera vez: explica que él y su grupo actúan bajo las órdenes de Shamil Basáyev, conocido caudillo responsable de varios atentados en territorio ruso; anuncia también que por cada miembro de su grupo que sea herido o asesinado por algún francotirador ruso, matarán a 20 niños, que no permitirán la entrada de alimentos, agua ni medicinas para los rehenes, y que no serán liberados hasta que sus compañeros capturados en octubre de 2002 en el atentado al teatro Dubrovka de Moscú sean puestos en libertad y el presidente Putin anuncie por televisión la independencia de Chechenia. Ausheva, en el regazo de su madre, tiembla de miedo. 
Ha visto su primer cadáver: un hombre que trató de huir y que, luego de golpear a un par de terroristas fue asesinado con varios tiros en la espalda a escasos metros de la entrada al gimnasio. Ausheva llora en silencio. Tiene miedo. Mucho miedo. Por primera vez, y apenas con nueve años, piensa que va a morir…



San Juan Ixtayopan, Tláhuac, México D. F. 23 de noviembre de 2004.

El suboficial Edgar Moreno trata de calmar los ánimos enardecidos de la multitud. Somos oficiales de policía, les explica. Estamos en una misión de reconocimiento por la posible venta de drogas. Pero la multitud no escucha. Alguien empuja a uno de los oficiales. Éste cae. Alguien más lo patea y lo insulta. Sus compañeros tratan de levantarlo y son también golpeados por agresores anónimos. En un instante se ven presas de golpes e insultos. Les gritan nuevamente que son oficiales de policía. Es inútil. El vulgo se ha erigido juez. Alguien más grita que los vio subiendo a un niño a un auto. No hay duda de que son secuestradores. Cada intento de diálogo por parte de los oficiales se responde con nuevos golpes e insultos. El pueblo está harto de que sus instituciones de procuración de justicia hagan mutis ante el crimen organizado. La justicia, la verdadera justicia, piensan, está en sus manos. Hay que lincharlos, deciden democráticamente. Eso sí que es justo…


Beslán, República de Osetia del Norte. 2 de septiembre de 2004.

Las negociaciones entre las autoridades rusas y los terroristas chechenos no pintan bien. Luego de 30 horas se han liberado apenas 26 rehenes. No hay comida ni agua para quienes aún están en el gimnasio de la escuela. El comando checheno ha colocado explosivos en el techo del gimnasio y minas antipersonales en las afueras del inmueble. Si el ejército ruso intenta una operación de rescate, como lo hizo en el teatro Dubrovka hace dos años, volarán el gimnasio con todos los rehenes dentro.

Rusia sigue tratando de negociar, pero no hay nada más qué negociar. 16 rebeldes a cambio de 1500 rehenes. Es un trato más que “justo”.

El sofocante calor acelera la descomposición de los cuerpos que yacen en las afueras. Se comienza a percibir un olor pútrido. Muchos niños comienzan a deshidratarse. Los padres y profesores suplican a los rebeldes que liberen a los niños. Ninguno de los rebeldes responde, sino que apuntan con sus armas para acallar a todo aquel que los cuestione. Incluso han matado a un par de rehenes. Ni siquiera se molestan en sacar sus cuerpos del gimnasio. Los cadáveres siempre ayudan a hacer callar a los demás…


San Juan Ixtayopan, Tláhuac, México D. F. 23 de noviembre de 2004.

En pocos minutos aquello se vuelve un infierno para los oficiales de la PFP. La multitud embravecida los golpea con saña, los patea, los insulta, los veja. Piedras, palos, botellas, manos, cualquier arma parece insuficiente para dar castigo a aquellos tres hombres. Las cámaras de televisión han llegado hasta el lugar de los hechos. El reportero se acerca hasta uno de los oficiales –está bastante maltratado, semiinconsciente, y sangra por la nariz y la boca-. Es Mireles. Logra decir ante la cámara que son elementos de la PFP y que están investigando narcomenudeo en la zona. Se identifica con su número de placa, teléfono y extensión de su dependencia. 

El reportero se hace a un lado para que continúe la golpiza. Carlitos y María, en su casa, apagan el televisor apenas 5 minutos antes de que se interrumpa la programación para enlazarse con los reporteros que cubren el linchamiento. María se enterará de que su esposo ha sido asesinado hasta varias horas más tarde. Carlitos tendrá que ayudar a su mamá en el puesto y no irá más a la escuela…



Beslán, República de Osetia del Norte. 3 de septiembre de 2004.

El fétido olor de los cadáveres llena el inmueble, aún al encontrarse varios metros fuera. El comando checheno anuncia que dejarán que una ambulancia entre hasta el patio a recoger los cadáveres, pero que no deberán intentar nada más, o de lo contrario comenzarán a matar rehenes. Luego de 50 horas sin alimento ni agua, cientos de niños desfallecen. Algunos han muerto ya. Zalina sopla sobre la perlada frente de Ausheva. Ambas están semidesnudas, como todos los rehenes. Sus labios secos y grisáceos apenas se mueven. La ambulancia se acerca a los cadáveres. Desde una ventana del gimnasio, una mujer con su hijo en brazos observa el vehículo. Vienen a rescatarnos, piensa mientras se incorpora discretamente. Sabe que su única posibilidad es llegar hasta la ambulancia. Se acerca a la puerta. Ningún rebelde repara en ella. Las puertas son viejas, bastará con empujar fuerte para abrirla. Con todas sus fuerzas la mujer arremete contra la puerta, ésta se abre y ella cae, todavía con el niño en brazos. La han visto. La ambulancia está ahí, a unos metros. Les grita, corre hacia el vehículo, y es entonces cuando pisa la mina.

Nadie sabe con certeza qué ocurre. El comando checheno piensa que se trata de una operación de rescate, y el ejército ruso cree que los terroristas han empezado a ejecutar a los rehenes, por lo que decide entrar a la escuela. Al ver a los soldados rusos acercarse, los rebeldes comienzan a disparar contra los rehenes y contra los soldados por igual. Los rehenes se encuentran en un fuego cruzado. 



Los cuerpos caen uno tras otro; el líder de los terroristas, al ver la superioridad numérica de los soldados rusos, da la orden de detonar los explosivos del techo. Ausheva no mira más la escena; esconde la cabeza en el regazo de su madre que ha muerto de un tiro en el pecho –aunque Ausheva no se ha dado cuenta-, y llora desconsolada. El gimnasio ha comenzado a incendiarse, el techo se desploma. Cientos de personas están aún adentro, a punto de quemarse vivas. Ausheva, de nueve años, entre ellas.


San Juan Ixtayopan, Tláhuac, México D. F. 23 de noviembre de 2004.

Damián Canales, director de la Policía Judicial, Marcelo Ebrard, titular de la policía capitalina y demás directores de los cuerpos policiales están al tanto de que un linchamiento se está llevando a cabo en San Juan Ixtayopan. Todos ellos envían a sus cuerpos a la zona. Nadie interviene. Las cámaras de televisión muestran a la turba encolerizada mientras los cuerpos policiales miran cómo tres elementos son brutalmente torturados. Los cuerpos de los oficiales apenas dan signos de vida. Son arrastrados de un lugar a otro tan sólo para recibir nuevos golpes. Sus ropas son harapos ensangrentados. Y mientras el dolor se hace cada vez más lejano, el subinspector Mireles piensa en Carlitos y en su mala conducta en la escuela; en María y en lo que pensará cuando se entere de lo ocurrido. Será duro para ambos, piensa Mireles. 


De algún lugar le llega un olor a gasolina. Los están rociando. Aún tiene tiempo de escuchar el sonido de las brazas, de su propia carne quemándose y de sus propios gritos.





sábado, 12 de noviembre de 2011

Ella se equivoca



Nos hemos visto una vez a la semana en el mismo café de la calle Józefa. Casi siempre yo llego primero, y casi siempre ella me envía un mensaje diciendo que llegará 5 minutos tarde, y que lo siente. No me molesta en lo más mínimo; me da tiempo de pedir otro café y preparar el material que traigo para ella en fotocopias (imperativo irregular, pretérito imperfecto de subjuntivo, vocabulario, etc.).

Ella avanza con rapidez; forma bien los participios irregulares, recuerda las reglas de nuestra clase anterior, usa expresiones nuevas que aprendió durante la semana. Apenas le indico dos o tres errores a lo largo de la primera hora de nuestra clase. Luego cambiamos los papeles y yo soy alumno y ella profesora. La clase da un cambio manifiesto. Una y otra vez, con infinita paciencia, me corrige la pronunciación de los dígrafos dz, sz, ść, y yo los vuelvo a pronunciar mal; me repite por enésima vez la terminación się de los verbos reflexivos. No desespera. Pone su mano sobre la mía, apenas un segundo, un roce, y sonríe y me dice que sí, que el polaco es muy difícil, pero que no lo hago tan mal (qué bello eufemismo el suyo para decirme que hay otros más ineptos).

Durante dos horas la miro. Mientras ella mejora su español; mientras yo no mejoro mi polaco, la miro. Trato de memorizar cada rasgo de su rostro, cada borde, cada pequeñísima (im)perfección. Y lo logro, y puedo, en cualquier momento, reconstruir su rostro; pero soy incapaz de describirlo. No es un rostro extraordinario, pero es hermoso; su voz no es angelical, pero es bella; sus manos no son inmaculadas, pero me gustan. La miro procurando no evidenciar el hipnótico estado en que me encuentro. Quizá algún lunes me preguntará: ¿Se puede combinar en una sola oración el pretérito imperfecto y el pluscuamperfecto de subjuntivo? Y yo pensaré: Claro que se puede, por ejemplo, “si tú no tuvieras ese rostro yo ya hubiera memorizado las 1500 palabras que contiene mi libro de polaco para extranjeros.” Si no estoy aprendiendo ni madres de este endemoniado idioma es por culpa de su rostro.

Al final de nuestra sesión semanal -cuando nos despedimos y nos ponemos los guantes, la bufanda y el abrigo, y salimos y ella maldice el frío-, yo no recuerdo ni una sola palabra nueva en polaco. He avanzado 6 páginas de mi Polaco para dummies, y lo único que tengo en la cabeza, lo único que quisiera decir en polaco, es la misma frase de todas las semanas, y que obviamente no me la enseñó ella, Jesteś zajebiście ładna, que es algo así como ¡Qué pinche guapas estás!


Nos vamos de ahí. Desaparece por una semana. Creo que nunca había deseado tanto que fuera otra vez lunes.




Ella cree que mi única intención es aprender polaco. 
Se equivoca terriblemente.



Yo creo que su única intención es mejorar su español.


Y así es.





lunes, 31 de octubre de 2011

El alcoholímetro cracoviano




Magda me hospedó durante mis primeros días en Cracovia. Me orientó, me ayudó, me prestó una bicicleta para explorar un poco la ciudad. Un día me preguntó si quería ir a una fiesta. Podemos irnos en bici, dijo. Claro, respondí. Nunca había ido en bici a una fiesta. Así que sacamos sus dos bicicletas del sótano y nos dirigimos a Kazimierz, el barrio judío. En 15 minutos ya estábamos en el lugar; un bar con una terraza llena de árboles y enredaderas. Una pareja de amigos suyos se mudaban a Suecia, y al lugar fueron llegando más amigos para despedirse. Magda y yo fuimos a la barra por una cerveza. No recuerdo la marca, pero como muchas, era grande como una caguama y tenía 9.5 grados de alcohol, así que yo, que soy un bebedor mediocre, con una tuve suficiente. De hecho, la mayoría de los invitados llegaba, se tomaba una cerveza y se iba; los valientes pedían otra, y los más osados se tomaban tres. La chica que se iba a Suecia y un par de amigos suyos hablaban español, así que no lo pasé tan mal. No estuvimos ahí mucho tiempo, una hora tal vez. Salimos del bar y fuimos por las bicicletas, que estaban encadenadas a un poste. Yo estaba a punto de dar la primera pedaleada cuando Magda dijo:

-No. Tenemos que ir caminando. No podemos subirnos a la bici.

Mi gesto de confusión debió ser grande, pues agregó:

-No se puede andar en bici si has bebido alcohol. Nos pueden multar.

La miré unos segundos, y estaba a punto de picarle las costillas con un dedo y decirle ja ja ja, qué buen chiste, Magda, pero algo en su semblante se hizo pensar que la cosa iba en serio. Así que tomamos las bicicletas y caminamos con ellas hasta su casa. Llevábamos apenas unos metros de camino, cuando ella agregó:

-Además, no traemos luces.


A la siguiente semana encontré departamento y me mudé. Comencé a trabajar, me compré una bici usada. Durante dos meses escuché varias anécdotas sobre lo estrictos que pueden llegar a ser los policías si cometes una infracción. A una amiga la multaron por cruzar la calle por donde no había líneas blancas, a otro por caminar por el carril para bicicletas. Y más de una vez escuché que es verdad que si vas en bici con aliento alcohólico te pueden multar, y hasta quitar la bici; o que es obligatorio traer luces (blanca la delantera y roja la trasera), pero al ver que la gran mayoría de gente circula de noche sin luces en sus bicis, me parecía todo una exageración. Además, uno siempre se puede excusar alegando que es turista y que no conoce las leyes, o fingir que no entiendes lo que te dice el policía. I´m sorry I´m sorry no sabía, muchas gracias y hasta luego.

Seguí pensando que todo era leyenda urbana hasta que hace dos semanas, cuando iba en plena avenida Krasinskiego y sintiéndome Lance Armstrong a las tres de la tarde, un policía se me paró enfrente y me hizo detener. Buenas tardes joven, una revisión de rutina, si me permite, sóplele aquí por favor. Todo esto en polaco, pero supongo que más o menos era eso lo que me decía mientras sacaba la maquinita delataborrachos y un chupón nuevo y esterilizado –según me mostró sacándolo de la envoltura-. Cero punto cero grados. Muchas gracias joven, disculpe las molestias, que pase un buen día. O eso quiero pensar, porque bien pudo decirme jebani imigranci y yo ni me enteré.

Supe entonces que lo del alcoholímetro iba en serio. Supe que tenía que comprarle luces a la bici de inmediato. El problema es que siempre me acuerdo en las noches y las tiendas ya están cerradas, así que estas dos semanas, cuando salgo del trabajo y recuerdo nuevamente que no traigo luces, tengo que caminar con la bici hasta mi casa, con un frío que te cagas. Mi visa de turista ya se venció, así que no puedo alegar que estoy de vacaciones y que no sabía; mi visa de trabajo aún no ha sido aprobada, por lo que en estos momentos mi situación legal está en una laguna.

Mañana sin falta le compro las luces, pienso mientras camino los 4 kilómetros que hay del trabajo a mi casa, temblando de frío mientras otras bicicletas pasan veloces a mi lado y sin luces. Busco policías por toda la calle, y estoy tentado a subirme y pedalear, pero me contengo. Ya me imagino lo penoso y ridículo que sería la escena:

-¿Qué pasó, Merino? ¿Por qué te regresaste?

-…

-¿No te gustó Polonia?

-Me deportaron por no traer luces en la bicicleta.





lunes, 10 de octubre de 2011

Patético revolucionario



El propósito, al principio, era organizar algunas actividades culturales para cerrar el ciclo escolar. Junto con un par de románticos-pelotudos profesores se habló de ciclos de cine, recitales de poesía, teatro, trova, etc. Eso, ríanse de nuestra ingenuidad; queríamos, de pronto, convertir aquella prepa perdida en un barrio gris y violento de Naucalpan en el café Les Deux Magots. Luego de dos semanas todos nuestros proyectos se estaban yendo al diablo, pero persistimos en la idea de hacer una pequeña obra de teatro. No había muchos voluntarios para participar, así que teníamos que elegir una obra con dos personajes, los cuales haríamos el profesor de Física y yo.

Pedro y el Capitán, de Mario Benedetti, es una obra de teatro breve en la que aparecen precisamente dos personajes, y fue ésa la que elegimos para representar en el auditorio escolar como actividad de fin de curso. En dicha obra, Pedro, un activista, un revolucionario que vive en medio de una de las tantas dictaduras que ha habido en América Latina, ha sido detenido por el ejército (aunque esta parte solo se narra) y se encuentra en una sala de interrogatorios, donde, después de cada madriza que le dan, el Capitán se encarga de persuadirlo para que le dé toda la información sobre los demás activistas. La obra está construida mediante largos diálogos entre los dos personajes. Pedro casi siempre aparece encapuchado, maniatado y visiblemente golpeado, sentado en una silla. El Capitán camina por la estancia mientras habla –a veces con Pedro, a veces consigo mismo-, pero en ningún momento golpea al prisionero; ése es un trabajo que hacen otros a quienes no vemos en el escenario.

La ventaja de representar esta obra era que no necesitábamos mucha utilería, la desventaja era que había que memorizar monólogos de hasta 5 páginas. Algunos alumnos nos ayudaron a montar el telón, conectar algunas luces, preparar el sonido y conseguir el escaso mobiliario que usaríamos. Preparamos un video como introducción a la obra ( http://www.youtube.com/watch?v=q2LIpjCGa8U ). A veces dormíamos en la escuela, e incluso en la hora de la comida, entre bocado y bocado, el profesor de Física y yo nos recitábamos los diálogos. Durante ese mes previo a la función, mientras ensayábamos en el auditorio vacío, mientras me sentaba en esa silla, encapuchado, con las manos atadas, y escuchaba al Capitán hablar sobre lo que podría pasarme a mí, a mi esposa y a mi hijo, si no cooperaba; mientras le respondía -primero con rencor, después con ironía y al final con indiferencia- que no me harían hablar nunca, mientras me despedía de mi hijo y le explicaba por qué su padre no iba a volver a casa esa noche, mientras el Capitán iba entendiendo que Pedro iba a morirse sin decirle un solo nombre de los que él buscaba, en fin, mientras ensayábamos una obra que a nadie le interesaba, el Capitán y yo entendimos un par de cosas. O quizá solo las confirmamos.

Creo que muchos de nosotros hemos querido, alguna vez, vivir la vida de alguien más; ideales de vida tremendamente trillados como ser un rockstar, millonario, delantero estrella, vagabundo y hasta fotógrafo de Playboy –como dice esa canción, La del pirata cojo-. También, muchos de nosotros, probablemente en nuestros años universitarios, hemos querido hacer nuestra Primavera de Praga (y ponerle florecitas a los tanques, porque nosotros somos diferentes a ellos, porque nosotros sí sabemos cuál es la solución, aunque en realidad no sepamos un carajo), y hemos gritado que el 2 de octubre no se olvida; hemos leído y defendido a Marx, quizá hemos sostenido pancartas en alguna marcha, hemos deseado ser El Che aunque sea por un día y luchar por causas justas (aunque ni siquiera tengamos claro lo que consideramos justo), y hemos creído que se puede cambiar el mundo. Claro que muchos lo siguen creyendo, muchos no lo han creído nunca y muchos lo hemos dejado de creer. Y las tres posturas son igualmente loables.

Pues esa frustración, la de no ser un revolucionario, la pude paliar durante un mes con ayuda del Capitán. Durante ese mes fui un patético revolucionario fingiendo ser interrogado, fingiendo ser torturado y fingiendo despedirse de su hijo, mientras quizá, en ese mismo momento, cuando el Capitán y yo terminábamos nuestro diálogo y él me desataba las manos y encendíamos las luces del auditorio vacío y después nos íbamos a los tacos El Guapo por unos de suadero, había otro Pedro en algún lugar al que de verdad le estaban electrocutando los huevos, o arrancando las uñas, o los dientes; un Pedro al que de verdad le estaban obligando a mirar cómo violaban a su hijo y a su esposa, un Pedro cualquiera (en el mismo Naucalpan, en Morelos, en Juárez, en Guantánamo, en Abu Ghraib, lo mismo da) al que no le iban a desatar las manos, ni decirle mañana seguimos ensayando. Un Pedro cualquiera al que no iban a llevar con El Guapo a echarse 5 campechanos y una fanta.

No sé si a los alumnos que asistieron a nuestras tres únicas funciones les gustó la obra, o si les dijo algo. Pienso que es posible que alguno de esos chicos se convierta, en un par de años, en un sicario (¡Sí, sí es posible, carajo!), y quizá, algún día tenga que ejecutar a un Pedro cualquiera (cualquier alumno tiene más probabilidades de convertirse en La Barbie que en Benedetti o en El Che, y el Estado de México no es Oslo como para que alguien se sorprenda si eso pasara). Tal vez, si me pongo optimista, puedo creer que algún alumno, después de ver la obra, quiera ser Pedro, y luchar por convertir esta mierda de mundo en el bosquecito de Bambi.  


Pero tal vez alguno quiera ser Capitán.


A los pocos días dejé de trabajar en aquella escuela. El auditorio volvió a su quietud de siempre. Seguramente el profesor de Física y yo no volveremos a subirnos a un escenario escolar jamás, y seguramente esa obra no cambió la vida de nadie, ni sembramos nada, ni hicimos del mundo un lugar mejor ni esas mierdas idealistas.

A mí me deprimió muchísimo, y aún me deprime acordarme de ese mes en el que fui un patético revolucionario. Un Che de clóset que fingió entender lo que le pasa a todos los Pedros del mundo. Pero la experiencia me confirmó un par de cosas: estoy muy lejos de entender lo que es ser un Pedro, y esta mierda jamás será el bosquecito de Bambi. Hay demasiados -pero de verdad demasiados- capitanes de verdad.

A veces, el Capitán, cuando tiene una hora libre, se mete en el auditorio, el cual ha convertido en su oficina particular, pues nadie entra ahí ni por error. Ahí califica sus exámenes de Física. Mide, registra, incendia cosas que luego muestra en la clase, y a veces –esto lo sé por alguien que lo ha sorprendido en un par de ocasiones-, mientras escribe números o construye un modelo con popotes para explicar el Principio de Pascal, habla solo. Sin interrumpir lo que hace, habla solo y en voz alta. Dice, con una tristeza inconmensurable, aquello que tantas veces, desde la oscuridad de mi capucha de prisionero, de patético revolucionario, le oí decir mientras me tomaba del brazo:

“No tengas miedo, es solo para mostrarte dónde está la silla. Te golpearon un poco, parece. Y no hablaste, claro. Siempre pasa eso en la primera sesión. Yo tampoco hablaría en la primera. Después de todo, no es tan difícil aguantar algunas trompadas, y además ayuda a que uno se sienta bien. ¿Verdad que te sentís bien por no haber hablado? Pero luego las cosas cambian. Los castigos van siendo, progresivamente más duros. Y al final todos hablan, Pedro. Lo único que tenés que decidir, es si vas a hablar cuando te rompan los dientes, o cuando te arranquen las uñas, o cuando te hagan vomitar sangre, o cuando… ¿para qué seguir? Vos conocés bien el repertorio.

Todos hablan, Pedro. Pero unos terminan más enteros que otros. Todo depende de en qué etapa decidas abrir la boca.

¿Vos ya lo decidiste?”








viernes, 30 de septiembre de 2011

El punto G del terror




Las librerías no abundan en Tuxtla. Hay 3 o 4 en toda la ciudad, y conozco a un par de personas que tiene en sus casas más libros que todas ellas juntas. Luego de recorrerlas todas varias veces he perdido la esperanza de encontrar algo que valga la pena, así que tengo que exprimir al máximo la modesta biblioteca del colegio donde trabajo; tampoco hay mucho de dónde elegir, pero es algo.

Mientras recorro una de las horrendas calles de Tuxtla, maldiciendo los asquerosos 40 grados que me hacen sudar como marchista olímpico, leo a contra esquina un letrero que dice Armageddon Books. Cruzo la calle y me acerco al pequeño establecimiento de fachada negra. No es exactamente una librería, sino una tienda de discos, playeras y películas. Metal Zone, se lee a la entrada, con letras escurriendo sangre.

Un montón de playeras negras, con nombres de bandas de heavy metal, cuelga en una pared; en la otra, discos de esas mismas bandas y, al fondo, películas, en su mayoría de terror, y en su mayoría piratas. En un rincón hay una caja con una veintena de libros viejos. Me agacho y comienzo a sacarlos uno a uno. Son ediciones baratas, viejas y en mal estado. Hay algo de Orwell, de Huxley, de Lovecraft. Casi todos rotos. Estoy a punto de incorporarme sin haber visto los últimos de la caja, cuando leo en uno de los lomos un título que me resulta inverosímil. No creo que sea lo que estoy pensando, pero tomo el libro y lo saco del fondo de la caja. No puedo verme el rostro, pero estoy seguro que parezco más que sorprendido, porque aquel libro es una verdadera rareza, y contra toda probabilidad, está en una miserable pseudo-librería, en una ciudad de lo más cutre como es Tuxtla Gutiérrez.

No me lo creo. Durante mis años en la preparatoria, cuando no tenía un puto peso pero sí mucho tiempo libre, recorrí todas las librerías de la calle Donceles buscando ese libro –o debo decir uno de esos libros-, y cuando años después llegaba a pasar por aquella calle del centro, me metía en alguna de las librerías de viejo y preguntaba, más por inercia que por convicción, si tenían alguno de los 7 tomos de aquella colección que se editó a finales de los 80, y de la cual los amantes del género hablan con una mezcla de interés y escepticismo, pues parece que nadie posee los 7 tomos, y muchos ni siquiera los han visto jamás.

Para los que gustamos del género fantástico, esa colección, de la ya desaparecida editorial Martínez-Roca, es el Santo Grial de lo macabro; el Manto Sagrado de la literatura de terror. Una antología de cuentos que no se publicaron en ningún otro libro o revista, y que se titula simplemente Horror. Yo poseo únicamente un ejemplar, el número 7; un amigo bibliófilo y verdadero devoto de lo terrorífico, que posee auténticas rarezas literarias, tiene en su habitación, casi bajo llave, los tomos 4 y 6 de la famosa colección, y una chica dark que conocí en la universidad tenía el número 1, el cual, obviamente, nunca quiso prestarme. Esos 7 libros reúnen los mejores cuentos de terror que se hayan escrito. La única edición en español se imprimió en Argentina (un tiraje escaso) y algunos cientos de ejemplares llegaron a México. No hay segundas ediciones ni reimpresiones; la editorial quebró pocos años después, y la verdad es que el diseño de los libros –calaveras, ratas, bocas torcidas y guadañas en las portadas- hace pensar que se trata de un compendio de historias de Carlos Trejo.

Sigo mirando el libro, le doy la vuelta, lo abro casi ritualmente, leo la solapa, busco el índice y trato de reconocer autores o títulos. A la mayoría de ellos solo los ubico por referencias, y únicamente a un par de ellos los he leído antes. Encuentro en el índice un cuento de Mort Castle que he buscado durante años, y un relato muy breve de Stuart Kaminski que da escalofríos tan solo con el título. Por increíble que me parezca, acabo de encontrar el tomo 3 de la colección Horror, de editorial Martínez-Roca, en un remedo de librería que está en una ciudad horrible, mugrosa y endiabladamente caliente, a la que odio con todas mis fuerzas. Encontrar este libro es lo único bueno que ha tenido para mí –y tendrá- la capital chiapaneca.

-¿Tienes alguno de los otros tomos?- me pregunta el dueño del local, que se ha puesto a mis espaldas sin que yo lo note. Es un hombre de unos 45 años, con rala cola de caballo, jeans rotos, botas y playera de AC/DC, y bajo el brazo se asoma una revista muy vieja con Dimebag Darrel en la portada. Todo un papá rockero.

-Sí. Tengo el 2, el 5 y el 7 -miento descaradamente. Quiero aparentar que para mí es muy normal encontrar tomos de esta colección, y así evitar que me lo quiera vender demasiado caro. El papá rockero asiente sin decir nada, y yo le ruego en silencio al dios Poe que el tipo no sepa la joya de libro que tengo en las manos. Entonces dejo el libro sobre un mueble que hay cerca y sigo mirando los otros, fingiendo que no me interesa tanto. El hombre se echa en un sillón que hay al fondo mientras yo doy una vuelta por los dos únicos estantes que hay, y al final tomo desganadamente el libro, haciendo gestos de no estar del todo convencido, y le pregunto el precio.

-Ochenta- responde después de pensarlo unos segundos, y vuelve a su revista.

Ochenta pesos. Y yo que pensaba empeñarle el Chevy.

Llego a mi casa y abro el libro. Voy de nuevo al índice y leo un título que me hace entornar los ojos como si fuera un adolescente viendo por primera vez a Silvia Saint. Este tomo -el tomo 3 que ahora es mío y lo será hasta el fin de mis días, pues ni a mi hijo se lo voy a prestar- contiene un relato casi mítico de Fredric Brown, al que el mismísimo Clive Barker se ha referido como el mejor cuento de terror jamás escrito. No voy a esperar hasta la noche para leerlo, pues esta historia de solo 6 páginas aterra igual a las 4 de la tarde. Las primeras líneas de este cuento me confirman que es verdad todo lo que se dice sobre esta colección. Estos 7 tomos son el punto G de la literatura de terror. Y aunque quisiera compartirles o contarles más, es tarde. He abierto el libro y comenzado a leer:


“Y ahora, acomódate en tu sillón y ponte a gusto. Procura disfrutarlo, porque éste será el último cuento que leerás en tu vida. En cuanto lo hayas acabado puedes, si quieres, sentarte y haraganear durante un rato, puedes buscar todas las excusas que se te ocurran para dar vueltas por tu casa, por tu habitación, o por tu oficina, sea donde fuere que estuvieses leyendo esto; pero, más pronto o más tarde, tendrás que levantarte de tu sillón, y salir. Naturalmente, estás pensando que todo esto es una broma. Crees que esto es sólo un cuento más del libro, y que no me refiero expresamente a ti. Continúa pensándolo. Pero sé honrado; admite que yo estoy jugando limpio contigo. Éste será el último cuento que leerás en tu vida. Procura disfrutarlo…”