viernes, 30 de septiembre de 2011

El punto G del terror




Las librerías no abundan en Tuxtla. Hay 3 o 4 en toda la ciudad, y conozco a un par de personas que tiene en sus casas más libros que todas ellas juntas. Luego de recorrerlas todas varias veces he perdido la esperanza de encontrar algo que valga la pena, así que tengo que exprimir al máximo la modesta biblioteca del colegio donde trabajo; tampoco hay mucho de dónde elegir, pero es algo.

Mientras recorro una de las horrendas calles de Tuxtla, maldiciendo los asquerosos 40 grados que me hacen sudar como marchista olímpico, leo a contra esquina un letrero que dice Armageddon Books. Cruzo la calle y me acerco al pequeño establecimiento de fachada negra. No es exactamente una librería, sino una tienda de discos, playeras y películas. Metal Zone, se lee a la entrada, con letras escurriendo sangre.

Un montón de playeras negras, con nombres de bandas de heavy metal, cuelga en una pared; en la otra, discos de esas mismas bandas y, al fondo, películas, en su mayoría de terror, y en su mayoría piratas. En un rincón hay una caja con una veintena de libros viejos. Me agacho y comienzo a sacarlos uno a uno. Son ediciones baratas, viejas y en mal estado. Hay algo de Orwell, de Huxley, de Lovecraft. Casi todos rotos. Estoy a punto de incorporarme sin haber visto los últimos de la caja, cuando leo en uno de los lomos un título que me resulta inverosímil. No creo que sea lo que estoy pensando, pero tomo el libro y lo saco del fondo de la caja. No puedo verme el rostro, pero estoy seguro que parezco más que sorprendido, porque aquel libro es una verdadera rareza, y contra toda probabilidad, está en una miserable pseudo-librería, en una ciudad de lo más cutre como es Tuxtla Gutiérrez.

No me lo creo. Durante mis años en la preparatoria, cuando no tenía un puto peso pero sí mucho tiempo libre, recorrí todas las librerías de la calle Donceles buscando ese libro –o debo decir uno de esos libros-, y cuando años después llegaba a pasar por aquella calle del centro, me metía en alguna de las librerías de viejo y preguntaba, más por inercia que por convicción, si tenían alguno de los 7 tomos de aquella colección que se editó a finales de los 80, y de la cual los amantes del género hablan con una mezcla de interés y escepticismo, pues parece que nadie posee los 7 tomos, y muchos ni siquiera los han visto jamás.

Para los que gustamos del género fantástico, esa colección, de la ya desaparecida editorial Martínez-Roca, es el Santo Grial de lo macabro; el Manto Sagrado de la literatura de terror. Una antología de cuentos que no se publicaron en ningún otro libro o revista, y que se titula simplemente Horror. Yo poseo únicamente un ejemplar, el número 7; un amigo bibliófilo y verdadero devoto de lo terrorífico, que posee auténticas rarezas literarias, tiene en su habitación, casi bajo llave, los tomos 4 y 6 de la famosa colección, y una chica dark que conocí en la universidad tenía el número 1, el cual, obviamente, nunca quiso prestarme. Esos 7 libros reúnen los mejores cuentos de terror que se hayan escrito. La única edición en español se imprimió en Argentina (un tiraje escaso) y algunos cientos de ejemplares llegaron a México. No hay segundas ediciones ni reimpresiones; la editorial quebró pocos años después, y la verdad es que el diseño de los libros –calaveras, ratas, bocas torcidas y guadañas en las portadas- hace pensar que se trata de un compendio de historias de Carlos Trejo.

Sigo mirando el libro, le doy la vuelta, lo abro casi ritualmente, leo la solapa, busco el índice y trato de reconocer autores o títulos. A la mayoría de ellos solo los ubico por referencias, y únicamente a un par de ellos los he leído antes. Encuentro en el índice un cuento de Mort Castle que he buscado durante años, y un relato muy breve de Stuart Kaminski que da escalofríos tan solo con el título. Por increíble que me parezca, acabo de encontrar el tomo 3 de la colección Horror, de editorial Martínez-Roca, en un remedo de librería que está en una ciudad horrible, mugrosa y endiabladamente caliente, a la que odio con todas mis fuerzas. Encontrar este libro es lo único bueno que ha tenido para mí –y tendrá- la capital chiapaneca.

-¿Tienes alguno de los otros tomos?- me pregunta el dueño del local, que se ha puesto a mis espaldas sin que yo lo note. Es un hombre de unos 45 años, con rala cola de caballo, jeans rotos, botas y playera de AC/DC, y bajo el brazo se asoma una revista muy vieja con Dimebag Darrel en la portada. Todo un papá rockero.

-Sí. Tengo el 2, el 5 y el 7 -miento descaradamente. Quiero aparentar que para mí es muy normal encontrar tomos de esta colección, y así evitar que me lo quiera vender demasiado caro. El papá rockero asiente sin decir nada, y yo le ruego en silencio al dios Poe que el tipo no sepa la joya de libro que tengo en las manos. Entonces dejo el libro sobre un mueble que hay cerca y sigo mirando los otros, fingiendo que no me interesa tanto. El hombre se echa en un sillón que hay al fondo mientras yo doy una vuelta por los dos únicos estantes que hay, y al final tomo desganadamente el libro, haciendo gestos de no estar del todo convencido, y le pregunto el precio.

-Ochenta- responde después de pensarlo unos segundos, y vuelve a su revista.

Ochenta pesos. Y yo que pensaba empeñarle el Chevy.

Llego a mi casa y abro el libro. Voy de nuevo al índice y leo un título que me hace entornar los ojos como si fuera un adolescente viendo por primera vez a Silvia Saint. Este tomo -el tomo 3 que ahora es mío y lo será hasta el fin de mis días, pues ni a mi hijo se lo voy a prestar- contiene un relato casi mítico de Fredric Brown, al que el mismísimo Clive Barker se ha referido como el mejor cuento de terror jamás escrito. No voy a esperar hasta la noche para leerlo, pues esta historia de solo 6 páginas aterra igual a las 4 de la tarde. Las primeras líneas de este cuento me confirman que es verdad todo lo que se dice sobre esta colección. Estos 7 tomos son el punto G de la literatura de terror. Y aunque quisiera compartirles o contarles más, es tarde. He abierto el libro y comenzado a leer:


“Y ahora, acomódate en tu sillón y ponte a gusto. Procura disfrutarlo, porque éste será el último cuento que leerás en tu vida. En cuanto lo hayas acabado puedes, si quieres, sentarte y haraganear durante un rato, puedes buscar todas las excusas que se te ocurran para dar vueltas por tu casa, por tu habitación, o por tu oficina, sea donde fuere que estuvieses leyendo esto; pero, más pronto o más tarde, tendrás que levantarte de tu sillón, y salir. Naturalmente, estás pensando que todo esto es una broma. Crees que esto es sólo un cuento más del libro, y que no me refiero expresamente a ti. Continúa pensándolo. Pero sé honrado; admite que yo estoy jugando limpio contigo. Éste será el último cuento que leerás en tu vida. Procura disfrutarlo…”