lunes, 31 de octubre de 2011

El alcoholímetro cracoviano




Magda me hospedó durante mis primeros días en Cracovia. Me orientó, me ayudó, me prestó una bicicleta para explorar un poco la ciudad. Un día me preguntó si quería ir a una fiesta. Podemos irnos en bici, dijo. Claro, respondí. Nunca había ido en bici a una fiesta. Así que sacamos sus dos bicicletas del sótano y nos dirigimos a Kazimierz, el barrio judío. En 15 minutos ya estábamos en el lugar; un bar con una terraza llena de árboles y enredaderas. Una pareja de amigos suyos se mudaban a Suecia, y al lugar fueron llegando más amigos para despedirse. Magda y yo fuimos a la barra por una cerveza. No recuerdo la marca, pero como muchas, era grande como una caguama y tenía 9.5 grados de alcohol, así que yo, que soy un bebedor mediocre, con una tuve suficiente. De hecho, la mayoría de los invitados llegaba, se tomaba una cerveza y se iba; los valientes pedían otra, y los más osados se tomaban tres. La chica que se iba a Suecia y un par de amigos suyos hablaban español, así que no lo pasé tan mal. No estuvimos ahí mucho tiempo, una hora tal vez. Salimos del bar y fuimos por las bicicletas, que estaban encadenadas a un poste. Yo estaba a punto de dar la primera pedaleada cuando Magda dijo:

-No. Tenemos que ir caminando. No podemos subirnos a la bici.

Mi gesto de confusión debió ser grande, pues agregó:

-No se puede andar en bici si has bebido alcohol. Nos pueden multar.

La miré unos segundos, y estaba a punto de picarle las costillas con un dedo y decirle ja ja ja, qué buen chiste, Magda, pero algo en su semblante se hizo pensar que la cosa iba en serio. Así que tomamos las bicicletas y caminamos con ellas hasta su casa. Llevábamos apenas unos metros de camino, cuando ella agregó:

-Además, no traemos luces.


A la siguiente semana encontré departamento y me mudé. Comencé a trabajar, me compré una bici usada. Durante dos meses escuché varias anécdotas sobre lo estrictos que pueden llegar a ser los policías si cometes una infracción. A una amiga la multaron por cruzar la calle por donde no había líneas blancas, a otro por caminar por el carril para bicicletas. Y más de una vez escuché que es verdad que si vas en bici con aliento alcohólico te pueden multar, y hasta quitar la bici; o que es obligatorio traer luces (blanca la delantera y roja la trasera), pero al ver que la gran mayoría de gente circula de noche sin luces en sus bicis, me parecía todo una exageración. Además, uno siempre se puede excusar alegando que es turista y que no conoce las leyes, o fingir que no entiendes lo que te dice el policía. I´m sorry I´m sorry no sabía, muchas gracias y hasta luego.

Seguí pensando que todo era leyenda urbana hasta que hace dos semanas, cuando iba en plena avenida Krasinskiego y sintiéndome Lance Armstrong a las tres de la tarde, un policía se me paró enfrente y me hizo detener. Buenas tardes joven, una revisión de rutina, si me permite, sóplele aquí por favor. Todo esto en polaco, pero supongo que más o menos era eso lo que me decía mientras sacaba la maquinita delataborrachos y un chupón nuevo y esterilizado –según me mostró sacándolo de la envoltura-. Cero punto cero grados. Muchas gracias joven, disculpe las molestias, que pase un buen día. O eso quiero pensar, porque bien pudo decirme jebani imigranci y yo ni me enteré.

Supe entonces que lo del alcoholímetro iba en serio. Supe que tenía que comprarle luces a la bici de inmediato. El problema es que siempre me acuerdo en las noches y las tiendas ya están cerradas, así que estas dos semanas, cuando salgo del trabajo y recuerdo nuevamente que no traigo luces, tengo que caminar con la bici hasta mi casa, con un frío que te cagas. Mi visa de turista ya se venció, así que no puedo alegar que estoy de vacaciones y que no sabía; mi visa de trabajo aún no ha sido aprobada, por lo que en estos momentos mi situación legal está en una laguna.

Mañana sin falta le compro las luces, pienso mientras camino los 4 kilómetros que hay del trabajo a mi casa, temblando de frío mientras otras bicicletas pasan veloces a mi lado y sin luces. Busco policías por toda la calle, y estoy tentado a subirme y pedalear, pero me contengo. Ya me imagino lo penoso y ridículo que sería la escena:

-¿Qué pasó, Merino? ¿Por qué te regresaste?

-…

-¿No te gustó Polonia?

-Me deportaron por no traer luces en la bicicleta.





lunes, 10 de octubre de 2011

Patético revolucionario



El propósito, al principio, era organizar algunas actividades culturales para cerrar el ciclo escolar. Junto con un par de románticos-pelotudos profesores se habló de ciclos de cine, recitales de poesía, teatro, trova, etc. Eso, ríanse de nuestra ingenuidad; queríamos, de pronto, convertir aquella prepa perdida en un barrio gris y violento de Naucalpan en el café Les Deux Magots. Luego de dos semanas todos nuestros proyectos se estaban yendo al diablo, pero persistimos en la idea de hacer una pequeña obra de teatro. No había muchos voluntarios para participar, así que teníamos que elegir una obra con dos personajes, los cuales haríamos el profesor de Física y yo.

Pedro y el Capitán, de Mario Benedetti, es una obra de teatro breve en la que aparecen precisamente dos personajes, y fue ésa la que elegimos para representar en el auditorio escolar como actividad de fin de curso. En dicha obra, Pedro, un activista, un revolucionario que vive en medio de una de las tantas dictaduras que ha habido en América Latina, ha sido detenido por el ejército (aunque esta parte solo se narra) y se encuentra en una sala de interrogatorios, donde, después de cada madriza que le dan, el Capitán se encarga de persuadirlo para que le dé toda la información sobre los demás activistas. La obra está construida mediante largos diálogos entre los dos personajes. Pedro casi siempre aparece encapuchado, maniatado y visiblemente golpeado, sentado en una silla. El Capitán camina por la estancia mientras habla –a veces con Pedro, a veces consigo mismo-, pero en ningún momento golpea al prisionero; ése es un trabajo que hacen otros a quienes no vemos en el escenario.

La ventaja de representar esta obra era que no necesitábamos mucha utilería, la desventaja era que había que memorizar monólogos de hasta 5 páginas. Algunos alumnos nos ayudaron a montar el telón, conectar algunas luces, preparar el sonido y conseguir el escaso mobiliario que usaríamos. Preparamos un video como introducción a la obra ( http://www.youtube.com/watch?v=q2LIpjCGa8U ). A veces dormíamos en la escuela, e incluso en la hora de la comida, entre bocado y bocado, el profesor de Física y yo nos recitábamos los diálogos. Durante ese mes previo a la función, mientras ensayábamos en el auditorio vacío, mientras me sentaba en esa silla, encapuchado, con las manos atadas, y escuchaba al Capitán hablar sobre lo que podría pasarme a mí, a mi esposa y a mi hijo, si no cooperaba; mientras le respondía -primero con rencor, después con ironía y al final con indiferencia- que no me harían hablar nunca, mientras me despedía de mi hijo y le explicaba por qué su padre no iba a volver a casa esa noche, mientras el Capitán iba entendiendo que Pedro iba a morirse sin decirle un solo nombre de los que él buscaba, en fin, mientras ensayábamos una obra que a nadie le interesaba, el Capitán y yo entendimos un par de cosas. O quizá solo las confirmamos.

Creo que muchos de nosotros hemos querido, alguna vez, vivir la vida de alguien más; ideales de vida tremendamente trillados como ser un rockstar, millonario, delantero estrella, vagabundo y hasta fotógrafo de Playboy –como dice esa canción, La del pirata cojo-. También, muchos de nosotros, probablemente en nuestros años universitarios, hemos querido hacer nuestra Primavera de Praga (y ponerle florecitas a los tanques, porque nosotros somos diferentes a ellos, porque nosotros sí sabemos cuál es la solución, aunque en realidad no sepamos un carajo), y hemos gritado que el 2 de octubre no se olvida; hemos leído y defendido a Marx, quizá hemos sostenido pancartas en alguna marcha, hemos deseado ser El Che aunque sea por un día y luchar por causas justas (aunque ni siquiera tengamos claro lo que consideramos justo), y hemos creído que se puede cambiar el mundo. Claro que muchos lo siguen creyendo, muchos no lo han creído nunca y muchos lo hemos dejado de creer. Y las tres posturas son igualmente loables.

Pues esa frustración, la de no ser un revolucionario, la pude paliar durante un mes con ayuda del Capitán. Durante ese mes fui un patético revolucionario fingiendo ser interrogado, fingiendo ser torturado y fingiendo despedirse de su hijo, mientras quizá, en ese mismo momento, cuando el Capitán y yo terminábamos nuestro diálogo y él me desataba las manos y encendíamos las luces del auditorio vacío y después nos íbamos a los tacos El Guapo por unos de suadero, había otro Pedro en algún lugar al que de verdad le estaban electrocutando los huevos, o arrancando las uñas, o los dientes; un Pedro al que de verdad le estaban obligando a mirar cómo violaban a su hijo y a su esposa, un Pedro cualquiera (en el mismo Naucalpan, en Morelos, en Juárez, en Guantánamo, en Abu Ghraib, lo mismo da) al que no le iban a desatar las manos, ni decirle mañana seguimos ensayando. Un Pedro cualquiera al que no iban a llevar con El Guapo a echarse 5 campechanos y una fanta.

No sé si a los alumnos que asistieron a nuestras tres únicas funciones les gustó la obra, o si les dijo algo. Pienso que es posible que alguno de esos chicos se convierta, en un par de años, en un sicario (¡Sí, sí es posible, carajo!), y quizá, algún día tenga que ejecutar a un Pedro cualquiera (cualquier alumno tiene más probabilidades de convertirse en La Barbie que en Benedetti o en El Che, y el Estado de México no es Oslo como para que alguien se sorprenda si eso pasara). Tal vez, si me pongo optimista, puedo creer que algún alumno, después de ver la obra, quiera ser Pedro, y luchar por convertir esta mierda de mundo en el bosquecito de Bambi.  


Pero tal vez alguno quiera ser Capitán.


A los pocos días dejé de trabajar en aquella escuela. El auditorio volvió a su quietud de siempre. Seguramente el profesor de Física y yo no volveremos a subirnos a un escenario escolar jamás, y seguramente esa obra no cambió la vida de nadie, ni sembramos nada, ni hicimos del mundo un lugar mejor ni esas mierdas idealistas.

A mí me deprimió muchísimo, y aún me deprime acordarme de ese mes en el que fui un patético revolucionario. Un Che de clóset que fingió entender lo que le pasa a todos los Pedros del mundo. Pero la experiencia me confirmó un par de cosas: estoy muy lejos de entender lo que es ser un Pedro, y esta mierda jamás será el bosquecito de Bambi. Hay demasiados -pero de verdad demasiados- capitanes de verdad.

A veces, el Capitán, cuando tiene una hora libre, se mete en el auditorio, el cual ha convertido en su oficina particular, pues nadie entra ahí ni por error. Ahí califica sus exámenes de Física. Mide, registra, incendia cosas que luego muestra en la clase, y a veces –esto lo sé por alguien que lo ha sorprendido en un par de ocasiones-, mientras escribe números o construye un modelo con popotes para explicar el Principio de Pascal, habla solo. Sin interrumpir lo que hace, habla solo y en voz alta. Dice, con una tristeza inconmensurable, aquello que tantas veces, desde la oscuridad de mi capucha de prisionero, de patético revolucionario, le oí decir mientras me tomaba del brazo:

“No tengas miedo, es solo para mostrarte dónde está la silla. Te golpearon un poco, parece. Y no hablaste, claro. Siempre pasa eso en la primera sesión. Yo tampoco hablaría en la primera. Después de todo, no es tan difícil aguantar algunas trompadas, y además ayuda a que uno se sienta bien. ¿Verdad que te sentís bien por no haber hablado? Pero luego las cosas cambian. Los castigos van siendo, progresivamente más duros. Y al final todos hablan, Pedro. Lo único que tenés que decidir, es si vas a hablar cuando te rompan los dientes, o cuando te arranquen las uñas, o cuando te hagan vomitar sangre, o cuando… ¿para qué seguir? Vos conocés bien el repertorio.

Todos hablan, Pedro. Pero unos terminan más enteros que otros. Todo depende de en qué etapa decidas abrir la boca.

¿Vos ya lo decidiste?”