miércoles, 30 de noviembre de 2011

La huelga que se llevó a Gisela



No recuerdo si alguien nos presentó. Debió ser así, porque yo nunca me hubiera acercado a ella (ya desde entonces era un cobarde). No tengo ningún recuerdo de nuestras primeras pláticas; me recuerdo únicamente a mí, a los 16 años, enamorado hasta la incongruencia de Gisela.

Durante más de un año imaginé la forma de decirle que la quería. La miraba de lejos, o buscaba coincidir con ella en los pasillos o en las horas libres –me sabía mejor su horario que el mío-. Tenía el cabello muy negro y muy lacio, y casi siempre se hacía una cola de caballo. No tenía una belleza extraordinaria; vestía siempre muy simple y me encantaba, pero tenía novio: un tipo de 1.80 m que jugaba basquetbol y tenía cara de asesino (en realidad, su novio era lo de menos, pues aún si no hubiera tenido, mi cobardía hubiera sido igual). Sin embargo Gisela siempre se mostró amable y sonriente. Platicábamos a menudo, y cada vez que la tenía cerca pensaba que no me podría gustar más. Pero cada día descubría que sí, que Gisela siempre me podía gustar más.

Me fui enamorando de ella como sólo podemos hacerlo a esa edad, es decir, sencilla y pendejamente; sin pedir nada ni pensar a futuro, sin preocuparme de si ella sentiría lo mismo y sin esperar que lo hiciera; sin pensar, ni por un momento, que lo justo sería que ella también se enamorara de mí. No. Me enamoré de Gisela completamente consciente de que ella no estaba ni cerca de hacer lo mismo, y no importaba.

Nunca he sabido si ella notó mi brutal enamoramiento. Supongo que sí -los hombres somos torpes para ocultar esas cosas-, pero Gisela nunca cambió sus actitudes, y nunca insinuó nada, ni interesarse por mí, ni incomodarse porque yo estuviera pendejamente enamorado de ella.

Un día la profesora de literatura nos mandó a la Feria Internacional del Libro. Ya saben, traer el boletito y sacarte una foto para que viera que habías ido. Había un escritor en una mesa firmando libros (era gordo, bigotón y fumaba sin parar). Leí su nombre en una pequeña placa: Paco Ignacio Taibo II. Había unos chicos, más o menos de mi edad, entrevistándolo, y cuando yo pasé a su lado escuché la frase más terrible, infausta y lapidaria de toda mi existencia, la cual memoricé al instante: “Mira cabrón –así le dijo Taibo II al chico de la grabadora-, yo te aseguro que cualquier hombre, cualquiera, puede conquistar a cualquier mujer, con los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda”…

No escuché el resto de la entrevista. Cuando le hicieron la siguiente pregunta yo ya estaba corriendo por toda la feria, buscando el famoso libro de ese tal Pablo Neruda. Lo encontré, lo compré, lo leí, todo en menos de una hora. Lo leí de nuevo en el metro y en el camión, de regreso a casa. Ya en mi cuarto, cuando terminé de leer los veintiún textos por cuarta vez -pues las primeras tres no había entendido un carajo-, cerré el libro y sonreí, satisfecho y seguro de tener en mis manos el arma infalible para enamorar a Gisela.


Seguro de mi éxito, decidí no apresurarme. Me lo tomé con calma. Pensé transcribir alguno de los poemas del libro y dárselo, o fotocopiar una página. Pensé si sería mejor hacerlo deliberada o anónimamente. Pensé muchas formas de hacerle llegar el libro a Gisela. Pero todas parecían pretenciosas. Seguí pensándolo un par de semanas. Quería que pareciera natural, espontáneo. Al final decidí comentárselo un día, como si fuera una cosa más. ¿Y qué hiciste el fin? Pues nada, fui a la Feria del Libro a ver qué encontraba. Compré unos que ya tenía tiempo buscando. ¿Ah sí? Sí, mira, qué casualidad, aquí en mi mochila tengo uno de los que compré, ah, es el de Neruda. ¿Neruda? Sí, de hecho, me acordé de ti en una parte. ¿De mí? ¿Por qué? No sé, pero si quieres llévatelo, luego me dices qué te pareció, ah caray, qué raro, mira, tiene una página doblada, no sé por qué, bueno, tengo clase, luego me dices.

Me alejé deprisa, sonriendo, convencido de mi espontaneidad, aunque ahora que lo recuerdo, años después, con ese cuento no hubiera engañado ni a Helen Keller.

Supe que el efecto sería inmediato, así que a la una de la tarde esperé en una jardinera que era paso obligatorio para ella. Esperé. La escuela se vació, y al no verla aparecer pensaba que seguramente estaría en ese momento diciéndole a su novio que estaba enamorada de alguien más, y que eso era todo entre ellos. Seguro que ahorita su novio le está pidiendo que no lo corte pero ella está firme en su decisión –me decía a mí mismo-, por eso no ha salido aún. Así de grande era mi fe en Paco Ignacio Taibo II.

Total que Gisela no salió, o no la vi salir o se fue antes. Y yo tenía mucha hambre así que me fui. Pero regresé a casa tan contento, que por primera vez el trayecto de dos horas entre Tacubaya y Cuautitlán me pareció hermoso. Tal cual. Así de feliz estaba la tarde del lunes 19 de abril de 1999, cuando volví a casa.

Al siguiente día -20 de abril de 1999- me levanté temprano y procuré llegar a la escuela antes de lo normal. Subí a pie por Avenida Observatorio como todos los días, y al llegar a la puerta de la preparatoria me encontré con cientos de estudiantes amontonados junto a la entrada. Había cadenas, sillas rotas, pancartas, un par de antorchas, gente colgada de la reja gritando algo sobre los derechos de los estudiantes, y banderas rojinegras. Y ahí, afuera de la prepa, mientras los líderes del movimiento decían por sus altavoces que lo hacían por nuestro bien, y yo asimilaba lo que una huelga le iba a hacer a mis planes de ese día, lo único que podía pensar era: Chinguen a su madre. Hoy no, cabrones.

Aquello era un caos. Comenzaron a llegar porros y granaderos, y hubo que correr. Regresé a casa para confirmar en las noticias que la UNAM estaba en huelga. Ese día me di cuenta que no tenía forma de contactar a Gisela. No había celulares ni email. Y lo único que yo sabía de ella era su primer apellido (que afortunadamente era muy raro) y que vivía en Naucalpan. Ni su dirección ni su teléfono. La huelga continuó varios meses, y no parecía que fuera a terminar pronto. Muchos estudiantes buscaron otra escuela para no perder el año escolar, por lo que en febrero de 2000, cuando por fin terminó la huelga, muchos estudiantes no volvieron.

Ahí es donde todo se vuelve borroso. Los meses que siguieron al término de la huelga se me aparecen a medias. Sé que yo volví a la prepa y que en un par de meses recuperamos todo un año. Pero no sé qué pasó con Gisela. No sé si volvió, si se cambió de escuela. O de casa. O de ciudad.

Seguí pensando en Gisela durante varios años. Pienso, en realidad. Pienso de vez en cuando en si habrá leído aquel texto de Neruda que le di (nunca he podido recordar si la hoja que doblé en el libro era el poema X, el XV o el XX, pero sé que era uno de esos tres. Y a pesar de haberlos releído decenas de veces, nunca estoy seguro cuál fue); en si pensaba decirme algo –lo que fuera- ese martes 20 de abril, cuando empezó la huelga.

Mis intentos por buscarla fueron vanos. Con los años, muy despacio, fui reconstruyendo algunas cosas sobre ella. Supe, cinco o seis años después, y casi por casualidad, por el amigo de un amigo, que había estudiado Arquitectura. Otro amigo de otro amigo la vio alguna vez en Acatlán, y así, referencias fugaces que nunca me sirvieron. Pude averiguar, con mucho esfuerzo (no había redes sociales) que fue editora de una revista cuando terminó su carrera, pero cuando por fin di con las oficinas, la revista tenía dos años de haber desaparecido.

Por último supe, hace un par de años, que vive en Baja California con su pareja, y que es feliz. No siento alegría ni tristeza por ello. Son ya doce años. Sé muy bien que ya no estoy enamorado de ella. Pero lo estuve. Y era genial estarlo. Y a veces pienso en el poema XX de Neruda, en la huelga, en las mentiras de Paco Ignacio Taibo II, en los ojos oscuros de Gisela.


Nunca la he vuelto a ver. Nunca volví a hablar con ella. 
Y nunca me he vuelto a enamorar como lo hice a los 16 años.

¿Acaso alguien lo hace?





jueves, 24 de noviembre de 2011

¿En qué nos parecemos?

Darina llegó a Cracovia para hacer una estancia laboral casi el mismo día que yo. Se interesaba mucho por Latinoamérica, y me contaba historias sobre su ciudad, su gente y sus costumbres. Siempre encontramos más diferencias que similitudes. Un día antes de marcharse a su natal San Petesburgo me preguntó: ¿Crees que los rusos y los mexicanos se parezcan en algo, quiero decir, en algo de verdad esencial?
No lo sé, le dije. Mentira. No sólo rusos y mexicanos. Todos, todos los pueblos del mundo nos parecemos en lo mismo:


Beslán, República de Osetia del Norte. 1 de septiembre de 2004.

Ausheva, de 9 años, está ansiosa por presentar su proyecto de ciencias en la Feria del Saber. Le acompaña su madre, Zalina Itzkayeva. La escuela está repleta de alumnos y padres de familia que han acudido a presenciar el evento. Más de 1500 personas. Las discrepancias políticas generadas por las elecciones de hace tres días se olvidan por momentos. Al menos los padres ahí presentes las olvidan. No así los 32 miembros de un grupo de separatistas radicales chechenos, quienes están a punto de tomar la escuela para hacer cumplir sus demandas. Ausheva, junto con cientos de niños más, está por experimentar la justicia en una de sus formas más atroces; una justicia mal planteada, mal entendida, mal ejecutada. Una justicia primitiva, abyecta. La única que la Historia conoce…


San Juan Ixtayopan, Tláhuac, México D. F. 23 de noviembre de 2004.

El chico no se ha portado bien últimamente. En las últimas dos semanas han mandado llamar a María 3 veces porque Carlitos se ha peleado. Es una edad difícil. El subinspector de la Coordinación de Inteligencia para la Prevención de la Policía Federal Preventiva, Víctor Mireles, sabe que no está exento de culpa; pasa muy poco tiempo con el chico, y María tiene demasiado trabajo en el puesto. Les gustaría dedicarle más tiempo a su hijo; lo han platicado muchas veces. Esperan que las cosas mejoren, y que si Víctor consigue el asenso María no tenga que trabajar más y pueda dedicarse enteramente a Carlitos. Todo esto piensa el subinspector Mireles mientras se dirige hacia la escuela primaria Popol Vuh, en la colonia Jaime Torres Bodet, donde le ha sido asignado tomar evidencias (fotografías) de la venta de droga a menores y narcomenudeo. Lo acompañan los suboficiales Cristóbal Bonilla y Edgar Moreno. Van de civiles. Esta misión es importante para Mireles; de salir airoso, podría representar el asenso. Deben tener cuidado de pasar inadvertidos. Es una zona de alto riesgo.



Lo que el chico necesita es atención, piensa Mireles mientras se acercan al lugar. No sabe –no puede saber- que nunca volverá a ver a su hijo…






Beslán, República de Osetia del Norte. 1 de septiembre de 2004.

Los terroristas se han apoderado de la escuela y han tomado como rehenes a todos los presentes. Los conducen al gimnasio. Los niños, aterrados por los primeros disparos, no entienden lo que sucede. Los padres sí; ha sido el pan de cada día del Cáucaso desde hace años: terroristas chechenos, militares rusos, y detrás de los enfrentamientos, el petróleo del mar caspio, intolerancia étnica y odios centenarios. Naturaleza humana. Algunos rezan, otros se mantienen callados y observan detenidamente a sus captores; alguien más trata de escapar con un niño en brazos y es sometido por los terroristas. Se hace un silencio absoluto en el enorme gimnasio; el único sonido es el de las botas del líder de los terroristas, mientras camina por entre la gente y observa los rostros de los niños que ahora tiene como garantía para sus demandas. Sabe que los medios de comunicación no tardarán mucho en aparecer. Sólo entones será momento de hablar. Se detiene en el centro de la duela. Pronuncia una sola palabra, y su orden se escucha claramente en todo el lugar mientras eleva su rifle Kalashnikov en señal de amenaza. Una sola palabra: Desvístanse…


San Juan Ixtayopan, Tláhuac, México D. F. 23 de noviembre de 2004.

Los tres oficiales se miran de lejos, comunicándose mediante levísimos gestos o movimientos. Están en sus posiciones, esperando que los chicos salgan para tomar fotografías de la venta de drogas. Los chicos no tienen la culpa, piensa Mireles mientras los ve salir corriendo; son una herramienta más en la cadena del narcotráfico. No entienden que para otros son meros medios para llevar el producto al mercado. No entienden de drogas, de cárteles y disputas territoriales. De oferta y demanda.

Sus cámaras son pequeñas. Deben ser discretos. Los oficiales toman las fotografías con la cámara a la altura de la cintura para no ser descubiertos. Caminan entre la multitud de padres de familia, entre vendedores de golosinas disfrazadas, entre los dealers de poca monta que ahí operan. Han obtenido ya varias imágenes. Se disponen a marcharse cuando un padre de familia repara en sus cámaras y da voces de que hay unos tipos sacando fotos a los niños. Quieren secuestrarlos, grita. Varios padres más se acercan a los sospechosos. Es el inicio de un calvario atroz para los tres oficiales; el inicio de un material triple A para las televisoras mexicanas…


Beslán, República de Osetia del Norte. 1 de septiembre de 2004.

El ejército ruso que rodea la escuela espera órdenes. Saben que hay más de mil rehenes en ese gimnasio. Una decena de cadáveres yace en las afueras de la escuela; son las víctimas del primer enfrentamiento entre rehenes y captores. Los medios han llegado al lugar y transmiten las imágenes del exterior de la escuela a todo el país. El líder de los terroristas habla por primera vez: explica que él y su grupo actúan bajo las órdenes de Shamil Basáyev, conocido caudillo responsable de varios atentados en territorio ruso; anuncia también que por cada miembro de su grupo que sea herido o asesinado por algún francotirador ruso, matarán a 20 niños, que no permitirán la entrada de alimentos, agua ni medicinas para los rehenes, y que no serán liberados hasta que sus compañeros capturados en octubre de 2002 en el atentado al teatro Dubrovka de Moscú sean puestos en libertad y el presidente Putin anuncie por televisión la independencia de Chechenia. Ausheva, en el regazo de su madre, tiembla de miedo. 
Ha visto su primer cadáver: un hombre que trató de huir y que, luego de golpear a un par de terroristas fue asesinado con varios tiros en la espalda a escasos metros de la entrada al gimnasio. Ausheva llora en silencio. Tiene miedo. Mucho miedo. Por primera vez, y apenas con nueve años, piensa que va a morir…



San Juan Ixtayopan, Tláhuac, México D. F. 23 de noviembre de 2004.

El suboficial Edgar Moreno trata de calmar los ánimos enardecidos de la multitud. Somos oficiales de policía, les explica. Estamos en una misión de reconocimiento por la posible venta de drogas. Pero la multitud no escucha. Alguien empuja a uno de los oficiales. Éste cae. Alguien más lo patea y lo insulta. Sus compañeros tratan de levantarlo y son también golpeados por agresores anónimos. En un instante se ven presas de golpes e insultos. Les gritan nuevamente que son oficiales de policía. Es inútil. El vulgo se ha erigido juez. Alguien más grita que los vio subiendo a un niño a un auto. No hay duda de que son secuestradores. Cada intento de diálogo por parte de los oficiales se responde con nuevos golpes e insultos. El pueblo está harto de que sus instituciones de procuración de justicia hagan mutis ante el crimen organizado. La justicia, la verdadera justicia, piensan, está en sus manos. Hay que lincharlos, deciden democráticamente. Eso sí que es justo…


Beslán, República de Osetia del Norte. 2 de septiembre de 2004.

Las negociaciones entre las autoridades rusas y los terroristas chechenos no pintan bien. Luego de 30 horas se han liberado apenas 26 rehenes. No hay comida ni agua para quienes aún están en el gimnasio de la escuela. El comando checheno ha colocado explosivos en el techo del gimnasio y minas antipersonales en las afueras del inmueble. Si el ejército ruso intenta una operación de rescate, como lo hizo en el teatro Dubrovka hace dos años, volarán el gimnasio con todos los rehenes dentro.

Rusia sigue tratando de negociar, pero no hay nada más qué negociar. 16 rebeldes a cambio de 1500 rehenes. Es un trato más que “justo”.

El sofocante calor acelera la descomposición de los cuerpos que yacen en las afueras. Se comienza a percibir un olor pútrido. Muchos niños comienzan a deshidratarse. Los padres y profesores suplican a los rebeldes que liberen a los niños. Ninguno de los rebeldes responde, sino que apuntan con sus armas para acallar a todo aquel que los cuestione. Incluso han matado a un par de rehenes. Ni siquiera se molestan en sacar sus cuerpos del gimnasio. Los cadáveres siempre ayudan a hacer callar a los demás…


San Juan Ixtayopan, Tláhuac, México D. F. 23 de noviembre de 2004.

En pocos minutos aquello se vuelve un infierno para los oficiales de la PFP. La multitud embravecida los golpea con saña, los patea, los insulta, los veja. Piedras, palos, botellas, manos, cualquier arma parece insuficiente para dar castigo a aquellos tres hombres. Las cámaras de televisión han llegado hasta el lugar de los hechos. El reportero se acerca hasta uno de los oficiales –está bastante maltratado, semiinconsciente, y sangra por la nariz y la boca-. Es Mireles. Logra decir ante la cámara que son elementos de la PFP y que están investigando narcomenudeo en la zona. Se identifica con su número de placa, teléfono y extensión de su dependencia. 

El reportero se hace a un lado para que continúe la golpiza. Carlitos y María, en su casa, apagan el televisor apenas 5 minutos antes de que se interrumpa la programación para enlazarse con los reporteros que cubren el linchamiento. María se enterará de que su esposo ha sido asesinado hasta varias horas más tarde. Carlitos tendrá que ayudar a su mamá en el puesto y no irá más a la escuela…



Beslán, República de Osetia del Norte. 3 de septiembre de 2004.

El fétido olor de los cadáveres llena el inmueble, aún al encontrarse varios metros fuera. El comando checheno anuncia que dejarán que una ambulancia entre hasta el patio a recoger los cadáveres, pero que no deberán intentar nada más, o de lo contrario comenzarán a matar rehenes. Luego de 50 horas sin alimento ni agua, cientos de niños desfallecen. Algunos han muerto ya. Zalina sopla sobre la perlada frente de Ausheva. Ambas están semidesnudas, como todos los rehenes. Sus labios secos y grisáceos apenas se mueven. La ambulancia se acerca a los cadáveres. Desde una ventana del gimnasio, una mujer con su hijo en brazos observa el vehículo. Vienen a rescatarnos, piensa mientras se incorpora discretamente. Sabe que su única posibilidad es llegar hasta la ambulancia. Se acerca a la puerta. Ningún rebelde repara en ella. Las puertas son viejas, bastará con empujar fuerte para abrirla. Con todas sus fuerzas la mujer arremete contra la puerta, ésta se abre y ella cae, todavía con el niño en brazos. La han visto. La ambulancia está ahí, a unos metros. Les grita, corre hacia el vehículo, y es entonces cuando pisa la mina.

Nadie sabe con certeza qué ocurre. El comando checheno piensa que se trata de una operación de rescate, y el ejército ruso cree que los terroristas han empezado a ejecutar a los rehenes, por lo que decide entrar a la escuela. Al ver a los soldados rusos acercarse, los rebeldes comienzan a disparar contra los rehenes y contra los soldados por igual. Los rehenes se encuentran en un fuego cruzado. 



Los cuerpos caen uno tras otro; el líder de los terroristas, al ver la superioridad numérica de los soldados rusos, da la orden de detonar los explosivos del techo. Ausheva no mira más la escena; esconde la cabeza en el regazo de su madre que ha muerto de un tiro en el pecho –aunque Ausheva no se ha dado cuenta-, y llora desconsolada. El gimnasio ha comenzado a incendiarse, el techo se desploma. Cientos de personas están aún adentro, a punto de quemarse vivas. Ausheva, de nueve años, entre ellas.


San Juan Ixtayopan, Tláhuac, México D. F. 23 de noviembre de 2004.

Damián Canales, director de la Policía Judicial, Marcelo Ebrard, titular de la policía capitalina y demás directores de los cuerpos policiales están al tanto de que un linchamiento se está llevando a cabo en San Juan Ixtayopan. Todos ellos envían a sus cuerpos a la zona. Nadie interviene. Las cámaras de televisión muestran a la turba encolerizada mientras los cuerpos policiales miran cómo tres elementos son brutalmente torturados. Los cuerpos de los oficiales apenas dan signos de vida. Son arrastrados de un lugar a otro tan sólo para recibir nuevos golpes. Sus ropas son harapos ensangrentados. Y mientras el dolor se hace cada vez más lejano, el subinspector Mireles piensa en Carlitos y en su mala conducta en la escuela; en María y en lo que pensará cuando se entere de lo ocurrido. Será duro para ambos, piensa Mireles. 


De algún lugar le llega un olor a gasolina. Los están rociando. Aún tiene tiempo de escuchar el sonido de las brazas, de su propia carne quemándose y de sus propios gritos.





sábado, 12 de noviembre de 2011

Ella se equivoca



Nos hemos visto una vez a la semana en el mismo café de la calle Józefa. Casi siempre yo llego primero, y casi siempre ella me envía un mensaje diciendo que llegará 5 minutos tarde, y que lo siente. No me molesta en lo más mínimo; me da tiempo de pedir otro café y preparar el material que traigo para ella en fotocopias (imperativo irregular, pretérito imperfecto de subjuntivo, vocabulario, etc.).

Ella avanza con rapidez; forma bien los participios irregulares, recuerda las reglas de nuestra clase anterior, usa expresiones nuevas que aprendió durante la semana. Apenas le indico dos o tres errores a lo largo de la primera hora de nuestra clase. Luego cambiamos los papeles y yo soy alumno y ella profesora. La clase da un cambio manifiesto. Una y otra vez, con infinita paciencia, me corrige la pronunciación de los dígrafos dz, sz, ść, y yo los vuelvo a pronunciar mal; me repite por enésima vez la terminación się de los verbos reflexivos. No desespera. Pone su mano sobre la mía, apenas un segundo, un roce, y sonríe y me dice que sí, que el polaco es muy difícil, pero que no lo hago tan mal (qué bello eufemismo el suyo para decirme que hay otros más ineptos).

Durante dos horas la miro. Mientras ella mejora su español; mientras yo no mejoro mi polaco, la miro. Trato de memorizar cada rasgo de su rostro, cada borde, cada pequeñísima (im)perfección. Y lo logro, y puedo, en cualquier momento, reconstruir su rostro; pero soy incapaz de describirlo. No es un rostro extraordinario, pero es hermoso; su voz no es angelical, pero es bella; sus manos no son inmaculadas, pero me gustan. La miro procurando no evidenciar el hipnótico estado en que me encuentro. Quizá algún lunes me preguntará: ¿Se puede combinar en una sola oración el pretérito imperfecto y el pluscuamperfecto de subjuntivo? Y yo pensaré: Claro que se puede, por ejemplo, “si tú no tuvieras ese rostro yo ya hubiera memorizado las 1500 palabras que contiene mi libro de polaco para extranjeros.” Si no estoy aprendiendo ni madres de este endemoniado idioma es por culpa de su rostro.

Al final de nuestra sesión semanal -cuando nos despedimos y nos ponemos los guantes, la bufanda y el abrigo, y salimos y ella maldice el frío-, yo no recuerdo ni una sola palabra nueva en polaco. He avanzado 6 páginas de mi Polaco para dummies, y lo único que tengo en la cabeza, lo único que quisiera decir en polaco, es la misma frase de todas las semanas, y que obviamente no me la enseñó ella, Jesteś zajebiście ładna, que es algo así como ¡Qué pinche guapas estás!


Nos vamos de ahí. Desaparece por una semana. Creo que nunca había deseado tanto que fuera otra vez lunes.




Ella cree que mi única intención es aprender polaco. 
Se equivoca terriblemente.



Yo creo que su única intención es mejorar su español.


Y así es.