miércoles, 14 de diciembre de 2011

La casa de papel



Había dos cosas que le iluminaban el rostro a Darío: los libros y las mujeres. No todos los libros, claro. Tampoco todas las mujeres. Sufría decepciones con ambos, como todos, pero se entregaba a una novela o a una piel con pasión idéntica. A menudo lo oía tocar ansioso la puerta, dispuesto a detallarme el ponto de emociones que le había hecho sentir el penúltimo capítulo de La fiesta del Chivo, el Ayer de Dalton o algún párrafo de Paradiso. Yo nunca he sido un lector como Dios manda, pero trataba de seguirle el ritmo y de leer sus recomendaciones (que siempre eran demasiadas). Para Darío muchos autores eran El Autor; muchas novelas, La Novela; muchos versos, El Verso. Con las mujeres era distinto; siempre ocurría algo que echaba todo por la borda.  Y no es que tuviera mala suerte con las mujeres. En realidad, creo que eran ellas quienes tenían mala suerte con Darío; se interesaban en él, pero por más que lo intentara, Darío no se enamoraba nunca de nadie. Durante años lo vi saltar de una relación a otra (aunque no con la celeridad con que saltaba de una novela a otra), atribuyendo siempre sus fracasos amorosos a causas que sobrepasaban su capacidad de entregarse plenamente a una mujer que siempre parecía ser la adecuada.  Lo veía regresar al cabo de tres semanas, cabizbajo y pensativo.

-¿Y ahora qué pasó? -le preguntaba.

-No era ella- decía melancólico-, resultó ser una Claudia gris cuando yo quería una Angélica de Alquézar-. O algo así.

A veces me parecía que mi amigo era un personaje de novela, y que por un extraño azar había venido a parar en este mundo que no entendía; era como el buen Ulises Lima, un salvaje detective. Un rondacafés. Un buscador. O un perseguidor, como el Johnny de Cortázar. Era, cómo decirlo, una especie de Diógenes posmoderno, pues cuando uno le preguntaba qué era lo que buscaba en una mujer, respondía: busco una mujer de la que valga la pena enamorarse hasta la muerte. Y agregaba apasionado: tocar su boca, con un dedo tocar el borde de su boca, ir dibujándola como si saliera de mi mano… y amalarle el noema y ver cómo se le agolpa el clémiso y cae en hidromurias, en salvajes ambonios… y tordularle los urgalios y aproximarle mis orfelunios…

Era imposible no contagiarse de esa pasión por la Literatura. Con los años fui conociendo aquellos libros que habían puesto esa chispa en Darío. Fui entendiendo –creo- ese afán suyo de conocer a una mujer de novela. Tienes que conocer a Remedios la bella, a la chica de la cola de caballo, a Aura. ¡Carajo, a Estefanía!
Pero como sucede con muchos espíritus aventureros, con el paso de los años Darío fue desanimándose, fue perdiendo la fe en su loable empresa. Comenzó a pensar que quizá esa mujer de la que podría enamorarse no existía.

Sigue buscando –le decía yo-. Y entonces Darío me sonreía y me decía que sí, que no quedaba sino seguir buscando.

Yo comenzaba a entender por qué ninguna mujer era capaz de enamorar a mi amigo; aunque no buscaba una belleza abrumadora ni una notable inteligencia, aunque no le incomodaba si la chica en cuestión tenía un carácter fuerte o una mediocre timidez, buscaba una mujer completamente literaria. Una mujer, según él, de la que valiera la pena enamorarse hasta el vómito de la incongruencia. Y lo intentó. De verdad lo intentó, pero no la encontró nunca.

Un día Darío llegó a mi casa muy temprano. Me extendió las llaves de su departamento y me dijo:

-Ahí te dejo mis libros, ve por ellos cuando puedas, y si encuentras algo más que te sirva, llévatelo también. Ya me voy.

Yo, aún medio adormilado y sin entender nada de lo que decía, le pregunté que a dónde pensaba ir. Darío miró sus zapatos con una tristeza que no le había visto nunca, levantó los hombros ligeramente y me recitó un verso –que años después supe era de Sabines. Tengo ganas de llorar, estoy llorando. Quiero reunir mis cosas, algún libro, una caja de fósforos, cigarros, un pantalón, tal vez una camisa. Quiero irme. No sé a dónde ni para qué, pero quiero irme. Tengo miedo. No estoy a gusto. Y ya mirándome a los ojos, agregó:

-Quiero enamorarme hasta el delirio, hasta llorar a lágrima viva. Eso es todo lo que quiero, y no me importa dónde, pero voy a encontrarla.

Regresé a la cama pensando que no pasarían más de dos meses para que Darío regresara. Supuse que cuando había dicho “no voy a encontrarla aquí” se refería a este barrio en el que habíamos crecido, a la ciudad de México tal vez, o al país; aunque sabiendo que no tenía ni pasaporte ni dinero suficiente para llegar siquiera a Pachuca en autobús, andaría por ahí adentrándose en zonas de la ciudad que nunca había recorrido. Pero no volvió. Hace ya doce años que Darío se fue. Nadie supo a dónde. Nunca llamó a nadie, ni una carta, ni una llamada diciendo que estaba bien, o que aún estaba. Y jamás volví a verlo.

En efecto, me quedé con sus libros; una colección más que aceptable que incluía principalmente escritores latinoamericanos y algunos japoneses. Los llevé a mi casa seis meses después de que Darío se fue, cuando comencé a pensar que quizá no regresaría, aunque nunca los mezclé con mis cosas. Compré un par de libreros rústicos y los acomodé ahí, como esperando que un día regresara por ellos. Comencé a leerlos, siempre dentro de ese cuarto y siempre devolviéndolos a su lugar apenas los terminaba. Algunos tenían anotaciones ilegibles en los márgenes; otros bromas muy negras, como aquella que escribió Pierre de Fermat en una página de la Aritmética de Diofanto. Gracias a Darío leí a Bioy Casares, a Galeano, a Donoso, y al cabo de 8 años, todos los libros que Darío me había dejado. A veces me daba por tomar uno al azar y hojearlo, o dejarlo caer y leer la página en que quedaba abierto sobre el suelo. Una tarde, mientras hojeaba su ejemplar de Rayuela, encontré una nota que Darío escribió un año antes de irse (siempre le ponía fecha a sus anotaciones). Decía: Hay dos mujeres de las que vale la pena enamorarse. Una está enamorada de Oliveira; la otra, de Palinuro. Entendía la primera mitad de la nota; cuando entendí la segunda estuve casi totalmente de acuerdo con él.

Los cientos de anotaciones en los libros de Darío me llevaron a otros autores. Ése fue su mejor regalo. Sus comentarios en Memoria de mis putas tristes me llevaron a Kawabata, éste a Mishima, éste a Oé, y hace unos días comencé una novela de Haruki Murakami. Me pareció más que curioso que entre aquellas páginas fuera apareciendo, casi a fuerzas, como si el autor no hubiera podido evitarlo, un personaje mexicano. Es Darío. Contra toda lógica, lo único que pude hacer cuando lo encontré, fue reír. Ahí está mi amigo, viviendo en Tokio en los años sesenta, apañándoselas como puede para comunicarse, para hacerse de un trabajo, para comer tofu de supermercado. Darío se ha encontrado en varias ocasiones con Reyko, una amiga de la novia del protagonista. Cada vez que la historia recupera su cauce, Darío aparece, casi a empujones entre las páginas, arruinándole al autor la trama de varias páginas; mi amigo es un personaje secundario en una novela japonesa. No sé si sea casualidad que Darío se haya metido precisamente en esa novela, pero es irónico: dicha novela se titula igual que una canción de los Beatles, y la primera frase dice I once had a girl, or should I say she once had me. Lo cierto es que los ojos de Reyko parecen brillar cuando Darío aparece. Nada de eso me asombra demasiado; lo maravilloso es que la mirada de Darío también es distinta. Se está enamorando. Es ahí donde he cerrado la novela y la he puesto en la repisa con otros libros. Mucha suerte, amigo.


Después de todo, Darío lo logró. No me pregunten cómo, pero el maldito lo logró. Y por primera vez en su vida, se le ve casi feliz.