martes, 24 de enero de 2012

Que Marcos tenga razón



Y si tu ojo te fuere ocasión de caer, sácalo:
mejor te es entrar en el reino de Dios con un ojo,
que teniendo dos ojos ser echado al infierno; 
donde el gusano de ellos no muere,
y el fuego nunca se apaga.

Marcos: 9-47

 Escuchas el timbre. Siempre has tenido el sueño ligero, por lo que al menor ruido te despiertas. Lo oyes como si estuviera sobre tu cabeza. Maldices. Te das vuelta y te dispones a dormir de nuevo, pero unos segundos después el timbre vuelve a sonar, ahora dos veces. Abres los ojos y miras el reloj: 10:52 am. Quitas las sábanas con violencia y te levantas. La chica que duerme a tu lado lanza un leve suspiro y continúa durmiendo. Falta un par de metros para llegar a la puerta cuando el timbre suena de nuevo y tú lanzas un bufido, molesto porque algún idiota te inoportuna a tan temprana hora de un domingo. Hay tres mujeres frente a tu puerta. Llevan puestos lindos vestidos, sombrilla en mano y un libro en la otra, y basta un par de segundos para que sepas de qué va la cosa, y que lo que han venido a ofrecerte el día de hoy no es cortar el pasto, ni quesos ni tamales, sino la salvación de tu somnolienta alma. Parecen abuela, madre e hija, y tal vez lo sean; a quién le importa.

-¿Si?- preguntas con impaciencia.

-Buenos días joven- responde la mayor de ellas-. Mire, el día de hoy queremos compartir con usted La Palabra de Dios. ¿Nos regalaría unos minutos de su tiempo?

Habría que verte ahí parado, semidesnudo y con la cabeza asomada por la puerta, con cara de idiota y de sueño, o de idiota con sueño, y con dolor de cabeza y la panza vacía, y la boca pastosa y ganas de orinar. Y aun en ese lastimoso estado alguien ha venido hasta tu puerta a salvarte el alma, y tú, que además del sueño ligero, siempre has tenido también el carácter débil a la hora de decir no, sabes que eres incapaz de cerrarles la puerta en las narices y que no podrás conciliar el sueño nuevamente; tu domingo se ha ido al carajo, sin embargo logras poner una cara amable y dices con voz chillona espéreme tantito. Cierras la puerta y regresas a la habitación, tomas un pantalón y una camiseta sucia, echas un vistazo a la mujer que yace imperturbable sobre tu cama, miras su cuerpo desnudo a través de la sábana que a penas le cubre las caderas y deja asomar el resto de su piel. Regresas hacia la puerta, la abres y sales de la casa. 

Las mujeres parecen de piedra, incluso la menor, que no tendrá más de 8 años. Te saludan, tú haces lo propio, y sin darte tiempo de nada, la mayor de ellas abre su Biblia y te empieza a bombardear de versículos. Por supuesto, empieza con Juan: 3-16 (Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna), de ahí a Romanos: 10-9 (Si creyeres que Jesús es el señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo), a Salmos: 5-4 (Porque tú no eres un Dios que se complace en la maldad), etc., para terminar su homilía en el Apocalipsis de Juan, diciéndote lo que se ha venido diciendo desde hace siglos: que los tiempos están llegando a su fin y que hay que ser buenos. Por ello –interviene la otra mujer- debemos conducirnos siguiendo siempre La Palabra de Dios, obedeciendo sus Mandamientos para obtener la salvación, y la vida eterna.

-Sus Mandamientos- dices tú, escéptico.

-Así es, joven, mire – dice mientras retrocede algunas páginas-, en el libro de Éxodo, capítulo 1, encontramos los Mandamientos; son normas muy sencillas que debemos obedecer si queremos alcanzar la salvación y la vida eterna.

-Señora –interrumpes amablemente-, no creo que me vaya a salvar. De esos 10 solamente he cumplido el número 5.

-Aun así, joven, –agrega con tono tranquilizador- podemos encontrar la salvación si nos arrepentimos de nuestros pecados. Si usted se arrepiente de sus faltas, el Señor le dará vida eterna.

Casi siempre te divierte hablar con los emisarios de La Palabra del Señor, hacerte el ingenuo, el hereje, el ateo, el escéptico. Pero esta vez tienes demasiado sueño y quieres volver a la cama.

-Señora, orgasmo y arrepentimiento son dos términos contradictorios.

La niña te mira intrigada, como queriendo preguntar qué es un orgasmo, pero su madre, o lo que sea, le pasa un brazo alrededor de los hombros. Las mujeres se miran un momento. La mayor arremete:

-Esos placeres son falsos, joven. Si usted sigue por el camino de la fornicación, tal vez crea que lo disfruta, pero se está condenando. Y no es bueno que renuncie a la vida eterna que le ofrece El Señor sólo por un rato de placer.

Suspiras por lo bajo. Sabes que nada bueno va a salir de esto.

-Señoras –les dices con una amplia sonrisa-, no les quito más su tiempo. Feliz celibato.

Sin esperar respuesta das media vuelta y caminas. Cierras la puerta tras de ti. Camino a la recámara te detienes frente a un librero. Te toma apenas unos segundos encontrar el indicado; lo abres casi al final, y comienzas a leer algunas líneas que escribiera Juan en su destierro de Patmos:

Los siete ángeles que tenían las siete trompetas se prepararon para tocarlas. El primero tocó la trompeta, y vino granizo y fuego mezclados con sangre, y fueron arrojados a la tierra; y se quemó la tercera parte de la tierra, se quemó la tercera parte de los árboles y se quemó toda la hierba verde. El segundo ángel tocó la trompeta, y algo como una gran montaña ardiendo en llamas fue arrojado al mar, y la tercera parte del mar se convirtió en sangre. Y murió la tercera parte de los seres que estaban en el mar y que tenían vida; y la tercera parte de los barcos fue destruida. El tercer ángel tocó la trompeta, y cayó del cielo una gran estrella, ardiendo como una antorcha, y cayó sobre la tercera parte de los ríos y sobre los manantiales de las aguas. Y la tercera parte de las aguas se convirtió en ajenjo, y muchos hombres murieron por causa de las aguas, porque se habían vuelto amargas. El cuarto ángel tocó la trompeta, y fue herida la tercera parte del sol, la tercera parte de la luna y la tercera parte de las estrellas, para que la tercera parte de ellos se oscureciera y el día no resplandeciera en su tercera parte, y asimismo la noche.

Cierras el libro un momento. Así pinta la cosa; vaya panorama el que nos espera. Lo abres de nuevo y, como siempre, relees algunos que conoces bien. Gálatas: 5-16 (Digo, pues: andad en el espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne), I Corintios: 6-13 (Pero el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo), Hebreos: 13-4 (Pero a los fornicarios y a los adúlteros los juzgará Dios). Y como haces a menudo, vas a tus dos favoritos. Los encuentras ya sin ninguna dificultad; las páginas están marcadas: Mateo: 16-23 (Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: ¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres) y 2 Corintios: 11-14 (Y no es maravilla, porque el mismo Satanás se disfraza como ángel de luz). 


Cierras el libro y lo devuelves a su lugar. Caminas hacia la habitación. La miras. Y ahí, debajo de esas sábanas, está el abismo, con fuego y sangre y montañas ardiendo; ahí está el infierno mismo, encarnado en esa piel. Ahí está ese ángel de luz. Sin duda Satanás pone la mira en las cosas de los hombres. ¿Será verdad? ¿Será una más de sus formas? Ese rebelde fue sin duda un ángel de belleza apabullante. Y si en verdad está ahí, entre esas sábanas, vale la pena entregarse al abismo, y caer, y arder, si el precio es una belleza como la suya. Recorres todo su cuerpo con la mirada, y una mínima sonrisa se te asoma en el rostro mientras murmuras otro de tus preferidos, Apocalipsis: 9-21 (Y no se arrepintieron de sus homicidios, ni de sus hechicerías, ni de su fornicación ni de sus hurtos)

La chica ha despertado y te mira sin que tú lo notes.

-¿De qué te ríes?- pregunta mientras se acomoda sobre la almohada y la sábana se le escurre un poco dejando entrever sus senos.

-De nosotros- respondes inclinándote hacia su boca. Y mientras la besas y tus manos la acarician como si te fuera la vida en ello, y sus sexos comienzan lentamente a buscarse, piensas que ojalá Marcos: 9-47 sea cierto.

Que el fuego nunca se apague.







lunes, 9 de enero de 2012

P. D: Mátalos a todos




Hijo,

lo que va a pasar es inevitable, y te tomará muchos años comprenderlo en su totalidad. Ahora mismo, mientras te escribo esta carta, eres incapaz de entenderlo, y seguramente algún día –creo saber cuál será ese día- me juzgues, me increpes, y quizá, incluso, dudes de lo mucho que te quiero. Eres aún muy pequeño para entender por qué hago lo que hago, pero aún con todos los riesgos que implica encomendarte esta difícil tarea, confío en tu perspicacia, en tu buen juicio, y sobre todo, en tu libertad para que, en el último momento, te convenzas plenamente de que lo que estás haciendo es lo que debe hacerse; para que acabes con todos ellos definitivamente.

Abandonarte –aunque esa es una palabra muy dura- ahora que eres solo un niño, me lastima enormemente como a cualquier padre. Sería presuntuoso decir que ningún padre jamás ha querido a un hijo como yo a ti, y seguramente muchos padres en el mundo dirían lo mismo, pero no puedo evitar sentirme así, como si efectivamente no hubiera otro padre en el mundo que profese un amor tan grande como el mío hacia ti, así que diré, entonces, que te quiero como solo un padre es capaz de querer, y por ello, por lo mucho que te quiero y por todo lo que está en juego, debes matarlos.

No pasará mucho tiempo para que empieces a darte cuenta de cómo funcionan realmente las cosas allá. No tendré que decirte nada y así evitaré que se piense que yo cargué la balanza a mi favor, o que influí en tus decisiones o en tus actos. No. No diré una sola palabra, ni moveré un dedo a tu favor, pues sé bien que pronto empezarás a darme la razón. Serás todavía un niño cuando experimentes, por primera vez, lo amargo que puede resultar vivir junto a ellos; comenzarás a identificar sus distintas voces, sus miradas, sus tactos, y te irás haciendo una idea muy clara de su vileza, de su hipocresía, pero sobre todo, de su mezquindad.

Si algún consejo puedo darte –y recalco que solamente es un consejo-, es este: No les creas absolutamente nada. De sus bocas no saldrán sino mentiras, promesas que olvidan con obscena facilidad, discursos que pronuncian con alarmante estupidez, y que, a la larga, no sirven sino para reforzar, un poco, su débil concepto de sí mismos. Basta mirar un poco atrás y ver lo que hicieron con tu hermano, quien –y me hiere nada más recordarlo- trató de excusarlos siempre, incluso cuando le manifestaron el más ingente desprecio, incluso cuando experimentó en su propia carne –y no estoy siendo poético- el verdadero carácter de ésos a los que pronto tú tendrás que conocer también; incluso cuando tu hermano se desangraba, y agonizaba, cuando se le estaba yendo la vida en tibios hilillos de sangre, y deliraba e incluso hacía un esfuerzo por sonreír mientras por dentro se le reventaban los tendones y se le dislocaban los hombros; incluso en esos momentos, tu hermano fue incapaz de entender lo que pasaba realmente, incapaz de comprender lo que siempre estuvo ahí, frente a él y frente a todos, lo que siempre ha sido y será hasta el día en que tú leas esta carta, y entiendas que todo esto fue un error, y los mates a todos.

Pero no hace falta que te cuente nada. De tu hermano te enterarás tú solo, pues aún hay quien habla de él. Si aún sabiéndolo decides confiar en ellos, y sus destellos de mansedumbre nublan tu juicio, y sobre todo, si al final les quieres, entonces vas a sufrir. La pregunta es: ¿lograrán despertar tu simpatía, tu confianza, o peor aún, tu compasión? No lo sé. Creí saberlo cuando tu hermano se fue; confiaba en que él sería fuerte y haría lo que se suponía que debía hacer, pero ya ves. Al final, yo me equivoqué, y lo vi morir cuando eso no tenía que pasar. Así que ahora, al dejarte cuando aún eres un niño, ya no estoy tan seguro de que seas lo suficientemente fuerte para permanecer estoico y, al final, hacer lo que te estoy encomendando hacer. Lo que debes hacer.

Nada ha cambiado desde que tu hermano murió. Nada. Así que míralos bien, escúchalos bien, y entonces te darás cuenta que matarlos de una sola vez es más… digamos, piadoso.

¿Que por qué te abandono? No lo entenderías. Para entenderlo tendrías que quedarte conmigo, y si eso pasara, si te quedaras conmigo, entonces no te preguntarías por mi abandono, puesto que no habría ocurrido nunca. ¿Te das cuenta de lo paradójico del asunto? Al arrojar mi margarita entre los cerdos la imposibilito de cualquier entendimiento de su suerte. Quizá por eso es tan doloroso dejarte, porque sé que corro el riesgo de ver cómo te seducen sus palabras, cómo los compadeces y comienzas a quererlos. Quiera Dios que seas fuerte y cumplas lo que te pido.

Si con los años logras pasar como uno más de ellos y te mantienes atento, podrás comenzar a distinguir sus rasgos más auténticos, a leer sus rostros, sus sonrisas, su andar, sus silencios. Entenderás, poco a poco -luego de varios años de verlos ir y venir, mentir y reírse, saludarse y escupir-, que su naturaleza es de lo más simple, como sus deseos, y que en el fondo, todos, absolutamente todos, tienen el mismo brillo en los ojos y el mismo corazón. Quizá quieras, en algún momento, hacer una excepción; quizá te convenzas a ultranza de que hay un par de ellos verdaderamente distintos. Olvídalo. No estamos, ni tú ni yo, a estas alturas, para excepciones. Quítatelo de la cabeza; lo único que causarás es que tu tarea sea más difícil. Y quiero decir difícil para ti, pues mi tarea termina con esta carta.

Si tu condición para cumplir lo que te pido es una sincera y convincente explicación –la cual mereces más que nadie-, prometo dártela cuando hayas terminado, y te juro que entenderás de una vez y para siempre todo este asunto, que desafortunadamente, se nos ha salido de las manos. Pero tienes que confiar en mí. ¿En quién vas a confiar si no en tu padre?

Haz lo que estás destinado a hacer, y por tu bien, hazlo sin dudar, pues si te descubren, si perciben tus intenciones, si les das cualquier motivo de sospecha, entonces lo harán ellos contigo. Matar es práctica común entre ellos, así nadie se sorprenderá si un día, mientras haces un ensayo, se te va la mano con un par; descubrirás que matarlos es muy sencillo. Tendrás todos los medios para hacerlo. Así que elije el escenario que quieras, la forma que quieras, pero no dejes a uno solo con vida. No te detengas a darles explicaciones, ni intentes hacerte el sabio juzgándolos. No les escuches, no les compadezcas, y por lo que más quieras, no les creas. Sea lo que sea que te digan, no les creas.

¿Harás lo que te pido? Confío en que sí. Confío en tu fortaleza, en la libertad que te doy, en tu corazón intacto y puro.

Yo estaré esperándote aquí mismo, y todo estará bien. 
No habrá más errores. Te lo prometo.



No lo olvides: a todos.