domingo, 28 de octubre de 2012

La chica que me arruinó los otoños





Me lleva tiempo evocar su rostro. Y conforme vayan pasando los años, más tiempo me llevará. Es triste, pero cierto. Al principio era capaz de recordarla en cinco segundos, luego éstos se convirtieron en diez, en treinta segundos, en un minuto. El tiempo fue alargándose paulatinamente, igual que las sombras en el crepúsculo. Puede que pronto su rostro desaparezca absorbido por las tinieblas de la noche. Sí, es cierto. Mi memoria se está distanciando del lugar donde se hallaba Naoko. De la misma forma que se está distanciando del lugar donde estaba mi yo de entonces. Sólo el paisaje, aquella imagen del prado en octubre, vuelve una y otra vez a mi mente como la escena simbólica de una película.

Pero este paisaje está desierto. No hay nadie. No está Naoko, ni estoy yo. «¿Adónde hemos ido?», pienso. «¿Cómo ha podido ocurrir una cosa así? Todo lo que parecía tener más valor –ella, mi yo de entonces, nuestro mundo–, ¿adónde ha ido a parar todo eso?». Lo cierto es que ya no recuerdo el rostro de Naoko. Conservo un decorado sin personajes.

Haruki Murakami. Tokio blues


Es tal como lo escribe Murakami. Estás desapareciendo, inevitablemente. Primero se fueron borrando los detalles más triviales que rodeaban nuestro mundo de entonces. No recuerdo ya, por ejemplo, si el cabello te llegaba hasta los hombros o solo hasta la mitad del cuello, si tomabas el café con mucha azúcar, si tu coche era blanco o gris,  o si llevabas dos o tres anillos en las manos.

Después –y casi sin darme cuenta- se fueron borrando los detalles del último día que te vi con vida. Aquella nítida fotografía se fue gastando, y hoy quedan solo fragmentos. ¿De qué hablamos aquella noche, además de tu viaje a Buenos Aires?, ¿cómo se llamaba esa cafetería que tanto nos gustaba?, ¿me dijiste hasta mañana o hasta el viernes (aunque ni mañana ni el viernes llegaron para ti)?, ¿me pediste que te acompañara a tu entrevista del día siguiente?, y si te hubiera acompañado, ¿hoy estarías viva, o estaríamos muertos los dos?

Hoy, cinco años después de tu muerte, me doy cuenta que ya no recuerdo la ropa que llevabas aquel último día que nos vimos; todos esos detalles que podía reconstruir de memoria son ahora borrosos. El camino desde mi casa de entonces hasta tu casa de entonces se me ha olvidado por completo. Tu voz también está desapareciendo; me cuesta mucho recordar el tono que tenía, o los detalles de tus manos.

Es natural, supongo. Te me estás olvidando, Katherine. Y esto de escribir nuevamente sobre ti, y de escribírtelo a ti, como si aún pudieras leerlo –como si algún día hubieras leído algo de lo que te escribí-, es también un intento de que el tiempo no te borre, aunque sepa que sí, que tu voz, que tu risa, apenas cinco años después, se me están yendo definitivamente.

Tu rostro no. Aún no. Tu rostro permanece, pero igual se irá borrando con los años. Cuántos, no lo sé, pero sé que también se irá, y tal vez, en 30 años, sea incapaz de cerrar los ojos y recordar a detalle tu rostro.

La rabia, el silencio, la tristeza por tu muerte, también se fueron yendo. Y no volvieron. Lo que sí ha vuelto es el otoño, y es hermoso, pero se parece demasiado al de aquella ciudad donde estuvimos. Quizá por eso estos días te recuerdo un poco más –lo que aún recuerdo-, porque estos magníficos colores, estos días cortos y un poco fríos, son como aquellos que envolvieron tus últimos días. Quizá por eso, también, releo a Murakami, y me doy cuenta, Katherine, que me arruinaste un poco los otoños, que Benedetti no tenía razón en eso de que el olvido está lleno de memoria, al menos no el mío. Mi olvido solo tiene eso, olvido. Y es triste, pero cierto, te seguirás diluyendo en el tiempo. 

Tu voz ya se me está yendo, luego será tu rostro, tu cuerpo. Tu nombre tal vez sea lo último. Tal vez sea lo único que me quede sin temor a equivocarme. Tu nombre, el nombre de la maravillosa chica que me arruinó los otoños más bellos.






martes, 23 de octubre de 2012

Más negro que un somalí




Anoche soñé con mis hijos. Qué miedo.

Eran dos, niño y niña, de diez y de ocho años aproximadamente.

No recuerdo sus nombres. Mi sueño ocurre en una habitación que tampoco me es familiar; es un poco oscura, hay un sofá y alfombra. Tampoco puedo recordar la ropa que llevan, ni el color de su pelo. No sé quién es su madre; solo mis hijos y yo en una habitación. Qué miedo.

Mis hijos y yo hablamos sobre un lugar al que vamos a ir más tarde. Es un parque histórico, un museo, o algún monumento relacionado con la Segunda Guerra Mundial. Creo que Treblinka, pero no estoy seguro.
No es un sueño memorable, pero hay dos cosas en las que he estado pensando todo el día. La primera es un comentario que hace mi hijo. Al parecer solo él y yo vamos a salir, y como mi hija se va a quedar en casa, le pide a su hermano que le traiga algo de ese lugar al que vamos a ir, una postal o algo así, y entonces mi hijo –sangre de mi sangre, luz de mi vida- hace el chiste más negro que yo haya escuchado jamás. No puedo recordarlo exactamente, pero es algo así como:

-Me traes algo de Treblinka (o Auschwitz o lo que sea).

-Sí, vamos a traer el kit oficial de jabones pa´l baño y un cenicero.

Algo así es lo que dice mi hijo en mi sueño.


La segunda cosa –y la que más me intriga- es que mis hijos no tienen rostro. Ni ojos, ni boca ni nada. Hablan, ven y se mueven, pero su cara es un trozo de piel completamente lisa, un poquito abultada, como un glúteo. Qué horror, mis hijos tienen cara de nalga.

Yo no sé si a la gente, en general, le provoca tanta curiosidad sus sueños, o qué tipo de cosas sueñan, pero a mí me intrigan mucho y me sumen en profundas e inútiles reflexiones. Recuerdo algunos muy raros, por ejemplo uno en el que Milla Jovovich me preguntaba cómo llegar a la estación del metro Pino Suárez, y yo la llevaba a comer tacos de canasta y ninguno de los dos tenía dinero para pagar y corríamos, todavía con dos tacos en la mano cada uno. En otro sueño, Alex Ferguson me contrataba para diseñar el nuevo uniforme del Manchester United, y yo le llamaba por teléfono a Eric Cantona muerto de miedo. Y ahora éste, donde mis hijos tienen una nalga en el rostro y un humor más negro que un somalí.

Hace algún tiempo tuve a mi lado a una mujer bella, inteligente y psicoanalista, y durante meses le insistí que me diera una ligera opinión sobre mis sueños, a lo que ella profesionalmente siempre se negó, hasta que un día la harté y me dijo: A ver, cabrón, ¿qué soñaste? Y yo, recontento, le describí con pelos y señales un par de escenas muy raras que había soñado unos días antes, con la esperanza –idiota de mí- de que su “interpretación” me iba a aclarar un par de cosas.

Nunca lo hubiera hecho. Quiero decir, contarle mis sueños. Nunca lo hubiera hecho. Después de escucharla, esas escenas que antes me parecían completamente bizarras tenían bastante sentido, aunque debo decir que no me gustaba lo que ahora significaban. Me habló de proyección, desplazamientos, regresiones, elaboración secundaria y otros términos psicoanalíticos que me asustaron un poco y que obviamente ahora confundo. Pero recuerdo que en mis sueños a veces yo no era yo, sino otra de las personas que aparecían en él, y que en ocasiones el inconsciente trivializa lo más importante y viceversa. Ella me hacía preguntas sobre lo que yo pensaba de mis propios sueños, y aunque algunas de las conclusiones fueron muy feas, quise seguir preguntando (cuánta razón tiene Javier Marías cuando dice que siempre preguntamos cosas de más, cosas que no necesitamos saber, y que ése es uno de los más grandes errores en las relaciones humanas, preguntar de más, querer saberlo todo).

Hoy esa bella psicoanalista está a ocho mil kilómetros de aquí, y yo pienso todo el día en mis hijos-cara-de-nalga. Trato de reconstruir el sueño a detalle y pensar qué diablos significa, qué diablos dijo mi hijo exactamente; y es que después de ella ya ninguno de mis sueños me parece trivial; sé que algo de mi inconsciente se esconde ahí y soy incapaz de entenderlo. Ella me dejó, entre otras cosas, una terrible obsesión onírica.

¿Yo soy yo en mi sueño?, ¿soy yo el que tiene cara de nalga?, ¿y quién es la otra nalga, entonces?, ¿Milla Jovovich, Alex Ferguson? Dios mío, ¿estoy enamorado de Alex Ferguson?,  ¿significa esto que me asusta tener hijos, que tengo miedo que nazcan deformes, que no quiero ver sus rostros?, ¿o son mis padres los que tienen cara de nalga?, ¿tengo miedo que mi hija tenga un culo muy bonito?, ¿quiero quemar a mis hijos en un horno?, ¿mi padre me quemó una nalga cuando era pequeño y no lo recuerdo? O tal vez… ¿mi hijo va a ser un Hitler y va a llevar a cabo un exterminio contra los somalíes, y después va a fabricar ceniceros, pero no van a parecer de cristal, sino de obsidiana?

Carajo, esto es muy complicado, pero ya recordé exactamente el chiste de mi hijo-nalga.

Es demasiado cruel para contarlo. Demasiado, y me pueden cerrar el blog.

Ése es m´ijo, chingá.