domingo, 23 de diciembre de 2012

Yo hablaba en serio






Qué mierda. A partir de ahora ya no se puede –ni se podrá- hablar seriamente sobre el fin del mundo. Todo son chistes, ironías, caricaturas. Quizá incluso ustedes que leen este blog, pensarán que bromeo. Les juro que no. Yo hablaba en serio. Yo sí esperaba –quizá, incluso, deseaba- el fin del mundo.


Cinematográficamente, soy un “cachorro del imperio”: de niño quería ser como Mad Max, y últimamente como Denzel Washington en The book of Eli, o como Viggo Mortensen en The road. Un mundo devastado, casi deshabitado, gris, y algunos humanos desperdigados por ahí, buscándose, o huyéndose. Son años de educación hollywoodense; decenas de películas post-apocalípticas que han alimentado esa idea. No sé, sencillamente me parece interesante. Una parte de mí fantasea con ese escenario. Pero hay otro; otra posibilidad en la que yo no tengo la suerte de ser uno de los que sobreviven. Otro escenario en el que nadie sobrevive, y también me parece interesante.


Hace unos años, en aquella cafetería donde un pequeño grupo de amigos nos reuníamos para hablar de libros, surgió una idea de la que no me he deshecho por completo, y a la que le estuve dando muchas vueltas durante la semana pasada. Aquella noche hablábamos sobre dos textos que plantean una situación similar, y una decisión complicada: La barca sin pescador, de Alejandro Casona, y Botón botón, de Richard Matheson.


La situación es la siguiente: un desconocido toca a tu puerta. Lleva una pequeña caja en las manos, como de regalo. Te ofrece una cantidad exorbitante de dinero y además, resolver todos tus problemas y los de tu familia (de salud, en el trabajo, etc.), a cambio de una sola cosa: aceptar matar a una persona que no conoces. Mucha atención: no tienes que matar a esa persona, solo tienes que decir que sí, que aceptas, y apretar el botón que está en la caja que lleva el desconocido. Si aprietas el botón, una persona, en algún lugar del mundo, va a morir por ello. Un pescador chino, un diputado húngaro, un niño ecuatoriano, un violador ucraniano, una ama de casa afgana, un preso que cumple cadena perpetua, no lo sabes. Esa persona morirá al instante; nunca sabrás quién fue, y nadie sabrá nunca que tú deseaste su muerte.


Yo sé que casi toda la gente practica una ética admirable y que no apretaría el botón (ni por todo el dinero del mundo, ¿verdad?). Bueno, pues en aquella plática hubo algún amigo que dijo que sí, que no, que solo si fuera el violador ucraniano, que solo si fuera un terrorista, o que solo si fuera Paulo Coelho. Otro más dijo que apretaría el botón, solo si con ello nos muriéramos todos, absolutamente todos los seres humanos (obviamente incluido él, mi amigo). Así, en un segundo, todos, sin enterarnos de nada, sin sufrir, sin tiempo para ver que se muere tu padre o tu bebé. Y puestos a fantasear con la literatura, y puestos a elegir, yo también me inclino por esta última opción. Ése sería el mejor de los fines del mundo posibles.


Pero nada pasó. Me fui a dormir esperando el fin del mundo, y a la mañana siguiente comprobé -decepcionado- que no hubo una muerte repentina de terroristas, y lo que es peor, que Paulo Coelho sigue vivo (y escribiendo). Nada pasó. No seré Mad Max, y eso me entristece un poco. 

Sí, ése hubiera sido un buen fin. Que de un tirón se acabaran todas las cosas que hacen de este mundo un lugar despreciable: las guerras, el hambre y la calvicie. Aunque también se fuera al diablo todo lo que hace que el mundo sea bello: los amigos, la poesía, el final de Breaking Bad, los orgasmos y los huevos con jamón.



Lo sé: hubiera sido una pena que se acabara el mundo.



Pero también es una pena que no se haya acabado.