domingo, 6 de octubre de 2013

Más larga que un cuento de Monterroso





Me gusta enviar postales. Que si el e-mail o Facebook son muy “impersonales”, que si el correo tradicional es más… cercano, más literario o cualquier patraña similar, no lo sé, ni me importa. Mando postales porque me gusta. Me gusta comprarlas, pensar qué cosas escribir en ellas, pegarles sellos de lugares extraños y finalmente echarlas a cualquier buzón, sin saber si llegarán. Me gusta y punto, y me parece que a las personas a quienes se las envío les gusta recibirlas, así que ya está. No tengo nada en contra de Facebook –lo uso casi a diario-, pero son cosas distintas.

De hecho, a través de Facebook les pedí a cuatro o cinco amigos que me enviaran su dirección completa para enviarles una postal. Sé que al hacerlo arruiné la sorpresa, pero qué le iba a hacer, no tenía su dirección.


Miodowa 7, Kraków, Polska, 31-0071.   
                                           

2130 Lake St, Madison, Wisconsin, 53703, USA.


Carretas  15, 28012, Madrid, España.




En general así funciona. Calle, número, ciudad –estado o región, a veces-, país y código postal. Cinco o seis datos, nada más. No es necesario agregar otra cosa, pero en México complicamos las cosas, y no sé si lo hacemos  porque somos idiotas, ignorantes, inocentes, o simplemente porque nos gusta joder al otro, o sea, por cabrones.

Escribí las tres direcciones anteriores en las postales que había comprado, y al final la de dos amigos en México:

                               Unidad habitacional Generalísimo José María Morelos y Pavón,                                                          edificio 12-G, departamento 306, col. Bosques de la Hacienda, segunda sección,                           San Felipe del Progreso, Estado de México, C.P. 52750-CR52705.


                                                     Avenida Héroes de la Independencia 203,                                                                   privada H, lote 10, manzana 3, casa 12B, Fraccionamiento Rinconada San Sebastián,                               Col. Ampliación Santa Catarina, Chimalhuacán, Estado de México, C.P. 56330.*


No es broma, y no es gracioso cuando uno quiere mandarle una postal a un amigo que tiene una dirección más larga que un cuento de Augusto Monterroso. Es indignante, es frustrante, es desesperantemente ridículo.

No tengo idea quiénes se encargan de asignar tales direcciones a las casas. ¿Ingenieros, arquitectos, topógrafos, empresarios, políticos? Ni idea, pero no hay que ser Stephen Hawking para entender que los números son infinitos. IN-FI-NI-TOS. Así que por muy grande que sea una unidad habitacional, por muchas casas que tenga un fraccionamiento, bastaría con indicar el número de la calle y el número interior (el de la casa).

No sé si en otros países las direcciones son así de ridículas, pero si es así, entonces ellos son igual de idiotas, o igual de cabrones, que en este caso no es muy distinto. Cuando un amigo español me preguntó que significaba “Col.” y le respondí que colonia, me miró entre burlón e incrédulo y me dijo: ¿Colonia? ¿Cómo en el siglo XVI? ¿No basta con escribir la ciudad?

Pues sí, como en el siglo XVI. 

Cuando por fin terminé de escribir la dirección de mi amigo en la postal y pegué los sellos, no quedaba prácticamente espacio para escribir nada más, así que agregué, ya bastante molesto.


Saludos. ¿Te puedo enviar postales a casa de tu mamá? Un abrazo.


La de España y la de Estados Unidos tardaron dos semanas en llegar; la de Polonia, un par de días más. Las de México aún no han llegado. Probablemente hay dos colonias que se llaman Bosques de la Hacienda segunda sección, u olvidé especificar si era segunda sección oriente o segunda sección poniente, o me faltó escribir el segundo código postal…

Y como quizá mis dos amigos estén leyendo esto, pues que se enteren que hace dos meses les envié una postal. Y sé que les habría gustado.


Leo de nuevo sus direcciones, y me da mucha risa, y mucha rabia. Y entre suspiros de burla y fastidio, me repito:


Infinitos, maldita sea. IN-FI-NI-TOS.





*He cambiado el nombre de las calles por colonias, municipios y fraccionamientos, con el fin de no evidenciar la verdadera y ridícula dirección de mis amigos, pero no he agregado nada. Sus direcciones de verdad contienen todas esas palabras.


martes, 6 de agosto de 2013

En el estómago de Ewa






De todas las bendiciones que me ha dado el Señor, la que más le agradezco es mi resistente sistema digestivo. Amo mi estómago, mis intestinos y mi colon. Puedo comer cualquier porquería, cualquier insalubre alimento, y ahí está mi estómago, haciendo lo suyo. No se inmuta, todo lo recibe, y todo lo digiere. Y así voy por la vida; comiendo deliciosas cochinadas.

Gracias, Señor, por este estómago de neandertal.

Tristemente, en el estómago de la mujer que descansa a mi lado pasan cosas muy distintas; en el estómago de Ewa hay misterios inescrutables. Un designio incomprensible ha hecho que su organismo sea intolerante al gluten, una glicoproteína presente en muchos cereales y usada también como conservante, y que está prácticamente en todos lados. En el pan, en la cerveza, en los embutidos y hasta en las estampillas postales.

Al ver su dieta no puedo sino entristecerme, aunque ella lo lleva de maravilla. Con los años ha aprendido a comer en casi cualquier lugar, con las precauciones adecuadas –pues las consecuencias pueden ser serias si esta proteína entra en su organismo-, y a disfrutar su ingesta sin peligros. O casi, pues siempre puede ocurrir algún pequeño descuido: un cocinero que usa la misma sartén en la que recién cocinó una pasta, un camarero mal informado, un beso mío después de comer un trozo de pizza.

Y Ewa, acostumbrada a mis olvidos, me sonríe y menea la cabeza cuando de pronto le propongo ir por una monstruosa hamburguesa con triple queso y tocino, o le ofrezco un dulce que saco del bolsillo, o le digo ¿Quieres probar? mientras le extiendo mi croissant relleno de chocolate. Pero ella niega y susurra un amable no puedo, y entonces yo recuerdo su celiaquía (tal es el nombre de la enfermedad) y me disculpo, y ella me repite que no pasa nada, y yo me entristezco un momento por estos placeres que para ella están negados, y en silencio le agradezco al Señor por mi estómago de troglodita, y vuelvo a mi hamburguesa o a mi croissant y los devoro con más vehemencia.

Y la admiro, de verdad. Admiro a Ewa por haber aprendido a privarse de las cosas más ricas del mundo y vivir tan tranquilamente. A veces me parece que sufro más yo que ella cuando le ofrezco algo y ella sonríe y me dice no puedo, tiene gluten, y yo bajo la vista y me lo como con un poco de culpa.

Trato de ser comprensivo, de ponerme en sus zapatos –o mejor dicho en su estómago-, pero no puedo. No sé qué tanto eche de menos aquellas cosas que hace años aún podía comer; no sé si aún se le antoja de vez en cuando una galleta para acompañar su café, un plato de żurek o unos huevos con tocino. Por eso trato de adaptarme –aunque las galletas que ella come para mí sepan un poco a papel-, y procuro no decirle que vayamos por una malteada de McDonalds, o a comer burritos o pedir una pizza por teléfono mientras vemos una película. 

Pero siempre lo olvido, y a media película, a mitad de una escena emocionante, recostados los dos en el sofá y sin apartar la vista de la pantalla, le extiendo un trozo de pizza, y ella, también sin dejar de mirar la pantalla, me aparta suavemente la mano sin decir nada. Al terminar la escena, miro a Ewa y acerco mi boca a la suya, pero ella me pone un dedo sobre los labios y me detiene. Ahora tú tienes gluten, me dice. Me puedo enfermar…

Y yo sonrío un poco apenado, y pienso: 


Bueno, por lo menos suena poético. A Ewa la enferman mis besos.





domingo, 2 de junio de 2013

La miserable torre del pintor enamorado





“…pálido asceta, qué mal me hiciste, 
ha muchos años que estoy enfermo, 
y es por el libro que tú escribiste.”
Amado Nervo



¿Es verdad que un libro le puede cambiar la vida a alguien? ¿Han tenido alguna vez esa experiencia memorable de un libro tan bueno que, después de leerlo, algo se modifica en su percepción del mundo o de alguna idea, o que es tan bueno que después de leerlo no vuelven a ser los mismos? ¿Han leído alguna vez un libro tan bueno que la alegría provocada por su lectura permanezca después de cerrarlo? Pues esa alegría, ese gozo –y esa es la pregunta que me interesa-, ¿cuánto tiempo dura? ¿Un par de horas? ¿Una semana? ¿Dos años? ¿Se puede ir por la calle un día cualquiera y de pronto recordar aquel maravilloso libro de hace 5 años, y sentir de nuevo esa alegría con la misma intensidad?

¿Algún libro les ha cambiado la vida?

Pregunto todo esto porque a mí me ha pasado cuatro veces. He llorado con varios libros, me he reído también con muchos; tengo algunos favoritos, y a veces me siento muy contento de haberme topado con ciertas novelas o autores magníficos (siempre gracias a un amigo o a otro libro, nunca por mí mismo). Pero hay cuatro libros que me han cambiado la vida.

Y los cuatro me la han cambiado para mal.

El primero fue Los miserables, de Victor Hugo. Recuerdo perfectamente el momento en que cerré el libro. Era un sábado por la tarde, hace casi diez años, y mi amiga Areli había pasado a mi casa para irnos juntos a una comida con compañeros de la universidad. Sentado en un sillón, leí las últimas páginas con una sensación terrible en el estómago. Cuando cerré el libro y levanté la vista, Areli, de pie junto a la mesa, me miraba con curiosidad. ¿Estás bien?- me dijo. Moví torpemente la cabeza. Nos fuimos.

No recuerdo si alguna vez Areli y yo volvimos a hablar de ello, pero desde esa tarde algo cambió en mí. Al principio fue algo diminuto. Una idea, o el germen de una idea, aún difusa. Con los meses, con los años, esa idea se fue asentando. Y aunque hoy sigo creyendo que no hay en el mundo amor más grande que el de Jean Valjean por Cosette, también creo que los hombres como él, como Jean Valjean, son pocos. Muy pocos.

“Te lego los dos candelabros que están sobre la chimenea. Son de plata, mas para mí son de oro, de diamantes, y convierten las velas en cirios. No sé si el que me los dio está satisfecho de mí, pero he hecho lo que he podido.”

Ahí está, para mí, la esencia de ese hombre admirable. Ahí está, para mí, la confirmación de que esta mierda de especie a la que pertenecemos no es capaz de parir más hombres como ese ex convicto analfabeta. Más hombres que hagan “lo que pueden”.



Después fue El pintor de batallas, de Arturo Pérez-Reverte. Muy distinta del resto de sus novelas, El pintor es una larga conversación entre un fotógrafo de guerra retirado y un soldado croata. Uno de ellos, sin quererlo, cambió la vida del otro. Para mal, por supuesto. Durante varios días, los dos personajes hablan –uno como partícipe, el otro como testigo- sobre la guerra, el dolor, el azar, la muerte, la venganza, el arrepentimiento. Ya desde la mitad del libro, una sensación de vacío me rondaba, y una frase, repetida tres o cuatro veces por el protagonista, me hacía detener la lectura y cerrar el libro: Es oscura la casa donde ahora vives. Esa frase era la punta del iceberg; debajo de ella estaba la historia de Olvido Ferrara, antigua compañera y amante de Faulques, el fotógrafo; de Markovic, el soldado croata; del incompleto cuadro pintado en el interior de una torre; de la escena final del libro, y de la contundente frase final que me dejó helado (y que no voy a citar aquí para no arruinarles el libro. Cito, en cambio, otra frase que retrata exactamente mi conclusión del libro).

“Cuando el desastre devuelve al hombre al caos del que procede, todo ese civilizado barniz salta en pedazos, y otra vez es lo que era, o lo que siempre ha sido: un riguroso hijo de puta”



El siguiente fue La Torre Oscura, de Stephen King. En realidad es una saga de siete libros, basada en un largo poema de Robert Browning. King comenzó a escribirla cuando tenía diecinueve años y la terminó más de treinta años después. La saga es una mezcla de western, terror y ciencia ficción, y narra la historia de Roland, el último pistolero del Mundo Medio, quien busca incansablemente la Torre. Durante los primeros cuatro tomos me pareció simplemente una historia entretenida; al terminar el tomo cinco estuve a punto de abandonarla –pues, a mi parecer, es un poco flojo-, pero durante la lectura del tomo seis supe que había hecho bien en continuar. Quiero decir que en realidad hice mal en seguir leyendo la saga, muy mal, pero en ese momento pensaba que hacía bien.

Lo que King hace en el tomo siete es simplemente impresionante. Las casi novecientas páginas del último tomo las devoré con gusto, pero también con preocupación, con angustia, con tristeza. El final del tomo siete es apoteósico. Una saga de casi cinco mil páginas, y un final extraordinario.

O casi.


“Por ello, mi querido Lector Constante, te digo esto: puedes dejar de leer aquí. Si seguís adelante, seguramente quedaréis decepcionados, puede que incluso se os rompa el corazón. Solo me queda una llave en el cinto, pero lo único que abre es esa última puerta... Lo que hay detrás no mejorará vuestra vida amorosa, ni hará que os crezca el pelo allí donde no hay, ni aumentará cinco años vuestra esperanza de vida (ni siquiera cinco minutos). Los finales felices no existen. Los finales son… descorazonadores.”


Pues eso, exactamente. Descorazonador.




El último fue Los enamoramientos, de Javier Marías. Yo había leído ya un par de novelas suyas y me habían encantado, y cuando escuché decir al autor en una entrevista que su nueva novela era bastante pesimista, supe que tenía que leerla, y supe también que me iba a joder la vida al hacerlo.

En efecto, es una novela pesimista. Y yo diría que dura. Incómoda en algunas partes, pues dice cosas que probablemente muchos hemos pensado en algún momento sobre nuestras parejas pero que casi nadie lo confiesa. ¿Para qué?

Creo que de los cuatro, es de éste del que más me cuesta escribir, quizá porque ha sido el más duro de asimilar. O quizá simplemente porque no tengo nada extra que decir sobre él.

"Sí, todos somos remedos de gente que casi nunca hemos conocido, gente que no se acercó o pasó de largo en la vida de quienes ahora queremos, o que sí se detuvo pero se cansó al cabo del tiempo y desapareció sin dejar rastro o sólo la polvareda de los pies que van huyendo, o que se les murió a esos que amamos causándoles mortal herida que casi siempre acaba cerrándose. No podemos pretender ser los primeros, o los preferidos, sólo somos lo que está disponible, los restos, las sobras, los supervivientes, lo que va quedando, los saldos, y es con eso poco noble con lo que se erigen los más grandes amores y se fundan las mejores familias, de eso provenimos todos, producto de la casualidad y el conformismo, de los descartes y las timideces y los fracasos ajenos, y aun así daríamos cualquier cosa a veces por seguir junto a quien rescatamos un día de un desván o una almoneda, o nos tocó en suerte a los naipes o nos recogió de los desperdicios; inverosímilmente logramos convencernos de nuestros azarosos enamoramientos, y son muchos los que creen ver la mano del destino en lo que no es más que una rifa de pueblo cuando ya agoniza el verano..."



No es que estos libros planteen tesis extraordinarias; son, como muchos otros libros, retratos de una pequeña parte del mundo, de personas simples que tienen sus fantasías y sus demonios, como todos. Si me han o no arruinado un poco la vida,  eso depende también de otras cosas: otros libros que he leído antes, lugares y gente que he conocido, buenas y malas ideas que he escuchado, mi carácter, etc. Quizá esos mismos libros –o uno de ellos al menos- le puedan alegrar a otra persona la existencia; quizá le despierten una pasión magnífica o simplemente la entretengan un rato, unos días, mientras dura la lectura. Quizá ni siquiera eso, quizá le parezcan libros malos, patéticos o aburridos.

Yo me arrepiento, sinceramente, de haber leído esos cuatro libros. Creo que de no haberlo hecho hoy sería un poco más feliz, o menos pesimista. Quizá aún tendría un poquito de fe en la humanidad; en encontrar lo que busco; en que la muerte no es una casa oscura y el hombre no es un absoluto hijo de puta. Pero no.


Lo que daría, de verdad, porque esos libros que me han cambiado la vida fueran de Paulo Coelho, y no de Javier Marías.







viernes, 29 de marzo de 2013

El ladrón de bicicletas






El margen de nuestras sensaciones térmicas es muy variable. Hay quienes disfrutan una temperatura ambiente de 25 grados, lo que para mí es mucho calor, y hay quienes a 10 grados tienen mucho frío, lo que para mí se siente muy bien. No sé a qué se deba que cada quien se siente bien a diferentes temperaturas, sin embargo, creo que hay un punto en el que da lo mismo el número del termómetro; puede hacer calor, o mucho calor, o calorcito, pero más allá de cierto punto (aunque es difícil determinar cuál es ese punto exactamente) ya no importa. Da lo mismo 38 que 48 grados, eso es, simple y llanamente, un pinche calor de la chingada. Y lo mismo pasa del lado opuesto con el frío, algo que aquí en Polonia es constante. A veces hace frío, mucho frío, frío con sol, o hasta frío rico, pero por ahí de los 15 grados bajo cero, ya no importa. Lo mismo da -15 que -25. Eso es, simplemente, un chingo de frío.

Bien, pues ese día hacía un chingo de frío. Pero un chingo de verdad. Dejé mi bicicleta encadenada justo en la plaza central, y me metí en un café de la calle Bracka. Volví un par de horas más tarde a recoger mi bicicleta, y cuando metí la llave en el candado y quise hacerla girar, ésta se rompió como un caramelo, dejándome con media llave en la mano y la otra media dentro del candado.

Seguro que mi amigo Josué, que es físico, me daría una explicación precisa sobre cómo varían los coeficientes de dilatación de los metales cuando alcanzan ciertas temperaturas, o sobre la presión ejercida por mi mano sobre el punto de inflexión de la longitud de la llave y cosas así. Y seguro que también me habría podido decir cómo abrir el candado usando una hoja de papel y la acidez de una manzana, o usando el Principio de Pascal y un popote lleno de café. Pero mi amigo no estaba ahí, y yo me quedé como un idiota con media llave en la mano, parado en medio de la plaza central de Cracovia, y arrancado dolorosamente de mi bicicleta, como un oficinista al que le quitan su Smartphone.

Y con un frío de la chingada.

Me enojé tanto que decidí dejar ahí la bicicleta unos días (una reacción bastante estúpida, lo sé). Después de una semana seguía pensando si llamar a un cerrajero, si llevar una sierra y cortar el candado, o si reportar el incidente a la policía y preguntar si ellos podían abrirlo.

Dos semanas estuvo mi bicicleta encadenada en la plaza central de Cracovia. La miraba todos los días de camino al trabajo y veía cómo se iba cubriendo de nieve. Finalmente decidí recuperarla, así que le pedí a un amigo una sierra para cortar la cadena. Ahora el problema era decidir si hacerlo de día, con un montón de gente mirándome, o de noche y pareciendo un vulgar ladrón, y con una comisaría de policía a escasos 40 metros. Debo mencionar también que había comprado la bicicleta en un mercado de cosas usadas, por lo que no tenía factura ni nada para comprobar que efectivamente era mía, en caso de que algún policía me lo preguntara.

¿Y por qué no avisar a la policía de todo el incidente y hacerle saber que, puesto que era mi bicicleta, iba a cortar la cadena con una sierra? Brillante idea, me dije. Así que fui a la comisaría y, con mi mejor polaco posible, actuando, gesticulando y hasta mostrándoles la mitad de la llave rota, expliqué a los dos oficiales toda la historia, haciendo hincapié en que lo que menos quería era que algún transeúnte pensara que yo estaba robando una bicicleta. Uno de ellos me miraba con una cara de inconmensurable aburrimiento, mientras el otro no podía evitar reírse un poco, no sé si de mi polaco o de mi suerte.

Al terminar mi historia, los oficiales se miraron un segundo, divertidos.

-Entonces –dijo uno de ellos-, la bicicleta es suya, ¿no?

-Sí.

-Y… ¿para qué nos cuenta todo esto? Si es suya, pues vaya y corte la cadena y ya. Váyase a casa.

-Claro… es que…. pues… bueno…. no quería que alguien pensara… que yo….

-Ya, ya, pero usted dice que la bicicleta es suya. Pues si es suya llévesela y ya.

Dos minutos después, junto a mi bicicleta, sacaba de mi mochila una sierra para cortar metal, sin importarme si alguien me miraba o no. Qué raro es que la policía confíe así sin más en lo que le dices, pensaba mientras serruchaba. Algunas personas me miraban un segundo y volvían a lo suyo, pensando probablemente que si alguien cortaba el candado de una bicicleta a la mitad de la plaza central sería porque era el dueño y había perdido la llave. Qué raro es que la gente confíe en la gente, me repetía. Nadie piensa que la estoy robando.

Estaba a punto de guardar la sierra en la mochila cuando observé la bicicleta que estaba encadenada justo al lado de la mía. Casi nueva, pintura intacta, tuneada. Diez veces mejor que la mía.

Bueno -pensé mientras sacaba de nuevo la sierra-, pues ya que estamos aquí…







martes, 5 de febrero de 2013

Mujer-Legión










Pienso que quizá estarás por ahí,

                          en cualquier tarde brutalmente urbana,

           en cualquier noche maravillosamente ciega.



                        Ahí,

en el módulo de información,

                               en la fila de Hacienda,

                                            en el concierto sabatino.



Pienso y sonrío porque creo que estarás por ahí,

                con un café y un libro en las manos,

                                           o no con un café,

      y no con un libro en las manos…



Quizá con frío,
                                                               quizá con alguien,
        quizá con tedio,

como el mío.



Y no importa si al día de hoy no has estado;

                            estarás por ahí.


¿No me dicen acaso frases como “Ya la encontrarás”?

      Y ellos,           que saben tanto de estas cosas,

      se oyen tan seguros,

que les creo.


A veces de verdad les creo.



Por ahí,            me repito…



En otra ciudad,

en un teatro al que aún no acudo,

en un mar distante y que,     sin embargo,

                 poco a poco te irá,

y me irá acercando…



                       O estarás, quizá,

en el automóvil que chocará frente a mí,

                   en la boda de algún amigo,

   en el viaje que aún no planeo.




¿A qué latitud querrás irte el siguiente verano?


                                        
                                                            ¿Qué autobús te demorará?



                                                          ¿Dónde caerá la lluvia que me hará desviarme 
     
                                                                                            y otra vez no encontrarte?




¿Dónde?







Y llegarás,

                                  tal vez,

                   sutil,  o violenta,

               con voz de nieve,

  con pacientes manos 

                                                           y trémulos besos…




Quizá estarás por ahí, me repito,

pero no sé si podré verte.













       Pienso que quizá estás por ahí,

                                   a sólo siete ciudades,

                                         a veinticinco mercados,

                                   a setecientas cuarenta y dos casas.



                                                       A dos semáforos de mis tardes,

evitando la sección de fumar en la que yo desayuno los jueves,

o cruzando por la calle que yo evito porque hay demasiada gente.



              Quizá estás por ahí,

cuatro personas delante en la fila,

en la butaca de un cine donde yo no alcancé boleto,

o en la siguiente función de la misma película,

o en la sala de al lado.



En la clase del posgrado al que a última hora no me inscribí,

quejándote por teléfono con la señorita de servicio al cliente

con la que yo me quejé hace unos días.




¿Cómo se escribe tu nombre?




                                                ¿En qué idioma he de buscarte?




                                                                 ¿Por qué coincido siempre con tu ausencia?





Quizá estás por ahí,

                            yéndote a la cama mientras yo me detengo en un cruce,

metiéndote a la ducha mientras yo me preparo el primer café del día,

volviendo a casa mientras yo escribo estarás por ahí.




                                                        A nueve autobuses,

                                           a seis edificios,

                         a cuatro parques,

a medio museo de mí…




              
¿Estás buscándome también?



    
                        ¿En qué tranvía dormitas cuando vuelves a casa?




                                                 ¿Miras con curiosidad el interior de los cafés,
                                                                                                        
                                                                                                                           como yo?






Quizá estás por ahí,

    
                                                       pero no puedo verte.







                            …







Pienso que quizá estuviste por ahí,

                              a sólo dos casas de mi infancia,

a siete pupitres de mi adolescencia.



Sentada durante meses en la misma iglesia

                                                    (y a la que quizá jamás has regresado, igual que yo),


en la escuela en la que no me aceptaron,

en la misma visita guiada al museo de ciencias,

                                        ayudándole a tu madre en la tienda a la que nunca quise ir

porque estaba dos cuadras más lejos, 

           o porque había un perro que me daba miedo.





                             Por ahí,

en las mismas protestas estudiantiles,

quizá pintando la pancarta que yo sostuve,

quizá, incluso, codo a codo conmigo,

gritando furiosa las mismas consignas.





                                                     Sí.



                                                                                                              Quizá estuviste ahí.




                                                                      En la misma huelga,

o en la misma escuela privada donde nos escondimos los que tuvimos miedo.




Dejando tu primera solicitud de empleo en la misma tienda que yo,

                                                                                                                 dos días 

                                                                                                                 después.




En el mismo campus, distinta carrera,


                                 en la misma carrera, distinta generación,


                                                                 en la misma generación, distinto horario.

O, por qué no,

en la misma carrera,

          misma generación,

          mismo horario,


                                                                                     distinto huso horario.





                  ¿Habrás estado por ahí?



  
                                                                             ¿Me habrás buscado también?






Quizá me miraste, en alguna calle,


             pasando de largo,


quizá te miré alguna vez,

                                                      un día,

                                                                          muchos días te miré,

quizás.




Y tal vez,

                              mientras tú pasas,

                              yo me pregunto si no estuviste por ahí,

                              en ese departamento de enfrente con horribles cortinas verdes,

                              pero donde siempre se escuchaba a Ismael Serrano.




En el autobús que nunca tomaba por ahorrarme 5 pesos,

en el vagón para mujeres de aquella estación donde nunca me bajé.






         ¿Dónde estabas cuando comencé a buscarte?





                                                                                          ¿En qué lugar no te encontré?









Pienso que quizá estuviste por ahí,


                                                                                                                    un día,


          todos mis días,

todos…




Quizá has estado siempre por ahí,

                 mujer-Legión







¿Estabas ahí?




                                        ¿Estás acaso aquí…?




                                                                     ¿Te me has ido sin haber llegado nunca?










Encuéntrame de una vez,


porque yo no puedo





...







...







...