martes, 6 de agosto de 2013

En el estómago de Ewa






De todas las bendiciones que me ha dado el Señor, la que más le agradezco es mi resistente sistema digestivo. Amo mi estómago, mis intestinos y mi colon. Puedo comer cualquier porquería, cualquier insalubre alimento, y ahí está mi estómago, haciendo lo suyo. No se inmuta, todo lo recibe, y todo lo digiere. Y así voy por la vida; comiendo deliciosas cochinadas.

Gracias, Señor, por este estómago de neandertal.

Tristemente, en el estómago de la mujer que descansa a mi lado pasan cosas muy distintas; en el estómago de Ewa hay misterios inescrutables. Un designio incomprensible ha hecho que su organismo sea intolerante al gluten, una glicoproteína presente en muchos cereales y usada también como conservante, y que está prácticamente en todos lados. En el pan, en la cerveza, en los embutidos y hasta en las estampillas postales.

Al ver su dieta no puedo sino entristecerme, aunque ella lo lleva de maravilla. Con los años ha aprendido a comer en casi cualquier lugar, con las precauciones adecuadas –pues las consecuencias pueden ser serias si esta proteína entra en su organismo-, y a disfrutar su ingesta sin peligros. O casi, pues siempre puede ocurrir algún pequeño descuido: un cocinero que usa la misma sartén en la que recién cocinó una pasta, un camarero mal informado, un beso mío después de comer un trozo de pizza.

Y Ewa, acostumbrada a mis olvidos, me sonríe y menea la cabeza cuando de pronto le propongo ir por una monstruosa hamburguesa con triple queso y tocino, o le ofrezco un dulce que saco del bolsillo, o le digo ¿Quieres probar? mientras le extiendo mi croissant relleno de chocolate. Pero ella niega y susurra un amable no puedo, y entonces yo recuerdo su celiaquía (tal es el nombre de la enfermedad) y me disculpo, y ella me repite que no pasa nada, y yo me entristezco un momento por estos placeres que para ella están negados, y en silencio le agradezco al Señor por mi estómago de troglodita, y vuelvo a mi hamburguesa o a mi croissant y los devoro con más vehemencia.

Y la admiro, de verdad. Admiro a Ewa por haber aprendido a privarse de las cosas más ricas del mundo y vivir tan tranquilamente. A veces me parece que sufro más yo que ella cuando le ofrezco algo y ella sonríe y me dice no puedo, tiene gluten, y yo bajo la vista y me lo como con un poco de culpa.

Trato de ser comprensivo, de ponerme en sus zapatos –o mejor dicho en su estómago-, pero no puedo. No sé qué tanto eche de menos aquellas cosas que hace años aún podía comer; no sé si aún se le antoja de vez en cuando una galleta para acompañar su café, un plato de żurek o unos huevos con tocino. Por eso trato de adaptarme –aunque las galletas que ella come para mí sepan un poco a papel-, y procuro no decirle que vayamos por una malteada de McDonalds, o a comer burritos o pedir una pizza por teléfono mientras vemos una película. 

Pero siempre lo olvido, y a media película, a mitad de una escena emocionante, recostados los dos en el sofá y sin apartar la vista de la pantalla, le extiendo un trozo de pizza, y ella, también sin dejar de mirar la pantalla, me aparta suavemente la mano sin decir nada. Al terminar la escena, miro a Ewa y acerco mi boca a la suya, pero ella me pone un dedo sobre los labios y me detiene. Ahora tú tienes gluten, me dice. Me puedo enfermar…

Y yo sonrío un poco apenado, y pienso: 


Bueno, por lo menos suena poético. A Ewa la enferman mis besos.