lunes, 27 de enero de 2014

Un georgiano dylaniano



No se ven muchos turistas en Tbilisi. Quizá es la época (finales de diciembre), o quizá la capital georgiana no resulta tan atractiva, tan impresionante como sus montañas, sus bosques, sus antiquísimos monasterios en lugares remotos. Y es que, comparada con los paisajes naturales que ofrece Georgia, una capital como Tbilisi resulta más bien triste. Deprimente.

Pero yo soy un chilango, y soy más de ciudades, y por muy fea o aburrida que me digan que es una capital, siempre quiero visitarla y comprobarlo.

Hace frío. Casi cero grados. Camino por la avenida Rustaveli con un café en la mano. Me detengo en la Plaza de la Revolución de las Rosas. A pesar de estar en pleno centro de Tbilisi, se ve poca gente: un grupo de ocho o nueve jóvenes junto a la entrada del metro, algunos viejos sentados aquí y allá, hablando, fumando.

Y un músico callejero. Como tantos otros en tantas otras ciudades. Un chico con su guitarra.

Tendrá unos 25 años, máximo. Y hay algo extraño en él. Para empezar, parece haber elegido el peor lugar de la plaza: un muro en semicírculo donde no pasa casi nadie; se le puede escuchar un poco desde el centro de la plaza, pero si alguien quisiera darle unas monedas tendría que desviarse varios metros. Y entonces noto que el chico no tiene el clásico estuche de su guitarra en el suelo, frente a él, en el que la gente pueda echar dinero. Y su guitarra, ese es otro detalle. Demasiado buena; una Epiphone de buena serie, bien cuidada.

Un músico callejero que no pide dinero y que parece no importarle si lo escuchan. Y sin embargo está ahí, de pie, cantando Have you ever seen the rain?

Me acomodo en una banca ligeramente detrás suyo, a un par de metros, cerca del muro mientras la canción continúa (…been that way for all my time ), y mi café casi se termina. Después comienza a tocar A hard rain´s a-gonna fall, de Bob Dylan, lo que me hace sonreír y acomodarme mejor en la banca. Me parece que es la primera vez que le escucho esta canción a un músico callejero.

Las pocas personas que pasan frente a él lo hacen solo para tomar un atajo que hay al lado del muro en semicírculo y salir a la avenida Rustaveli, pero él continúa cantando, dylaneando un poco Tbilisi, dylaneándome, y mirando de tanto en tanto la plaza casi vacía.


               (I saw ten thousand talkers 
               whose tongues were all broken,
                I saw guns and sharp swords 
                in the hands of young children,
                and it´s a hard, and it´s a hard, 
                it´s a hard rain…)



Después toca una canción en georgiano de la que no puedo entender nada, luego As long as I can see the light, y otra vez vuelve a Dylan, Masters of war y después Just like Tom Thumb´s blues.

Podría quedarme el resto de la tarde escuchándolo (supongo que llevo ya por lo menos media hora aquí), pero no hace falta. Después de tocar The times they are a-changing, toca la que probablemente sea la canción más popular entre los guitarristas callejeros de todo el mundo. Sin reparar en nadie, sin que nadie repare en él, con la Plaza de la Revolución de las Rosas en Tbilisi casi vacía, le escucho a este georgiano dylaniano la canción más hermosa del mundo, la única que yo salvaría del fuego, la que todos, absolutamente todos los seres humanos deberíamos tener escrita y pegada en la puerta de la nevera. La utopía que Bob Dylan escribió hace medio siglo, y que a pesar de ser tan simple, seguirá siendo eso: utopía.



                    And how many times can a man turn his head
                           and pretend that he just doesn´t see,
                           and how many deaths will it take till he knows
                           that too many people have died,
                           the answer, my friend,
                           is blowin´ in the wind…






Y luego de cantarle a una plaza casi vacía, el georgiano dylaniano guarda su guitarra y camina unos metros hasta una pequeña placa de metal que hay frente a él. En esa pequeña placa están los nombres de las víctimas del 9 de abril del 89, en su mayoría mujeres, a las que el ejército rojo asesinó ahí, en medio de la plaza, a ojos de todos, mientras protestaban… cantando. Así protestaban, cantando. Ahí están sus nombres. Y el georgiano dylaniano se detiene frente a la placa, se pone en cuclillas –ahora puedo observar su rostro casi de frente-, y lo veo mover la boca, murmurando frases frente a aquellos nombres. Hablando pausadamente.

 ¿Habrá sido su madre, su padre, su hermana mayor?

Al final sonríe un poco, se levanta y se va por el mismo atajo que el resto de la gente, detrás del muro en semicírculo. Y yo me quedo ahí un instante más, en la Plaza de la Revolución de las Rosas, casi vacía, pensando que no tengo cómo pagarle esa canción, ni a él ni a ningún músico callejero. Y pensando también que una raza como la nuestra, con una historia como la nuestra, no se merece una canción así.


Y sin embargo, este georgiano desconocido me hace pensar, por un momento, que quizá una raza como la nuestra, con una historia como la nuestra, se merece precisamente una canción así.





miércoles, 1 de enero de 2014

El autoestopista inexperto



Como no entendí lo que me dijo el conductor, me bajé del autobús mucho antes de donde debía, y en cuanto éste se perdió en el horizonte supe que la había cagado. Había dos paradas con el mismo nombre,  Sigulda (Pilsēta) y Sigulda (Augšlīgatne), y yo me había bajado en la que no era. Así que me encontraba de pronto en medio de una carretera rural, sin nada vivo a la vista, en algún rincón olvidado de Letonia.

Luego de sopesar objetivamente mis opciones, concluí que tenía cuatro: esperar casi tres horas el siguiente autobús; levantar la mano con el pulgar hacia arriba como había visto cientos de veces en las películas y esperar que un buen ciudadano letón me llevara; caminar casi catorce kilómetros hasta mi destino, Sigulda Augšlīgatne;  ponerme a llorar y esperar que, de alguna forma, todo se resolviera solo.

Decidí intentar eso del autoestop, pedir aventón, viajar a dedo, hitchhiking o como diablos le digan en otros lugares, así que escribí el nombre de mi destino en una hoja de papel, y esperé de pie con el brazo extendido.

Para mi sorpresa, el cuarto coche que pasó, quince minutos después, se detuvo, y la señora que conducía me hizo señas para que me subiera, mientras hablaba animadamente por teléfono.

Paldies, le dije (Gracias era una de las dos cosas que había aprendido a decir en letón, la otra era nerunāju latviski/No hablo letón) mientras me acomodaba en el asiento del copiloto. Ella asintió mecánicamente sin dejar de hablar por teléfono, y arrancó.

Traté de observar discretamente todos los detalles del interior del auto y de la mujer con el fin de hacerme una idea de ella; era mi primera experiencia como autoestopista y debo admitir que me asustaba un poco correr con la suerte de Pippa Bacca, aquella chica que hace unos años, vestida de novia, se propuso viajar de esta forma desde Milán hasta Jerusalén para demostrar al mundo que “cuando uno tiene buena fe, recibe solo cosas buenas”. Ya saben, una de esas personas que, incluso en estos tiempos, siguen creyendo que uno recibe lo que da, que cuando eres bueno la gente es buena contigo, que el karma y esos cuentos chinos. Y, ¿qué creen? pues que la buena fe acompañó a Pippa hasta las afueras de Estambul, donde un camionero turco, que no creía en el karma ni en esos cuentos chinos, se ofreció a llevarla, y a los pocos kilómetros la violó, la estranguló, y luego tiró su cuerpo desnudo en un bosque cerca de Tavsanli, Turquía . Pero no se asombren, seguro que a ese camionero turco se le regresará algún día lo que le hizo a la ingenua Pippa. En esta o en otra vida.

Ajá, seguro que sí. El karma.

En fin. La mujer terminó de habar por teléfono e inmediatamente marcó otro número y siguió hablando, así que yo seguí mirando un poco el interior del auto, y mirando de tanto en tanto los inmensos campos que atravesábamos, pensando fugazmente a dónde correr en caso de que esa mujer fuera prima de aquel camionero turco.

Obviamente yo no entendía nada de lo que la mujer decía por teléfono, sin embargo hay ciertas palabras, muchas veces de raíces latinas o griegas, que se pueden entender incluso en lenguas de distintas familias. Conferencia, por ejemplo. Ambulancia. Chocolate. Información turística.

Policía.

Eso fue lo que dijo la mujer, y lo escuché claramente. Policija.

Me quedé helado unos segundos, pensando si hablaba de mí, y si era así, qué podía hacer. Cuando miré a la mujer, ésta me extendía el teléfono. Lo tomé cauteloso y balbuceé un torpe ¿Hola?

Una voz masculina me hablaba, un policía letón, seguramente, y me costó unos segundos entender que me estaba hablando en inglés. Bueno, una rara mezcla de inglés y letón. Cuando estaba a punto de salírseme un I´m sorry, who is this? Algo me dijo que era mejor no hacerlo, así que simplemente empecé a soltar frases como  ¿Quién habla?, No entiendo, ¿Puede hablar más despacio, por favor, porque no hablo letón?

El policía me preguntaba cuál era mi destino, y si tenía alguna emergencia, lo cual para mí no tenía ningún sentido. Yo seguía respondiéndole en español, y él en inglés. Luego de unos segundos le devolví el teléfono a la mujer, que me miraba expectante. Siguieron hablando en letón unos instantes, y luego ella colgó.



Cinco minutos después estábamos en la estación de policía. Le mujer me escoltó hasta el interior, donde nos recibió el hombre con el que seguramente había hablado por teléfono. Amablemente me indicó que lo siguiera. La mujer –maldita chismosa- se despidió del policía y se fue, la muy cabrona.





Llevo ya casi cuarenta minutos en la estación. Debo admitir que son amables estos policías letones; hasta un café me dieron. El más viejo –probablemente el jefe- fue a buscar a algún subalterno que hablara inglés, y éste fue a buscar a otro, y así han venido ya cuatro, que probablemente son todo el cuerpo de policías de este pueblo. Comenzaron preguntándome cuál era mi emergencia, mi origen y mi destino. Parece ser que estoy dentro de un parque nacional, y que está prohibido hacer autoestop. Eso es todo el problema, que estoy en un maldito parque nacional. Me explican, cada vez con menos paciencia, que tengo que irme de aquí en autobús o en tren, pero que no puedo hacer autoestop. Yo sigo respondiendo a todo en español, fingiendo que no entiendo ni una palabra en inglés, convencido de que la imposibilidad de entendernos hará que se desesperen y acaben soltándome. Y convencido también de que irme de aquí en autobús, es decir, pagando, sería vergonzoso  para alguien que está teniendo su primera experiencia como autoestopista.

Imagínense, con qué cara voy a contarle a mis hijos cuando me pregunten:

-Oye, papá, y ¿alguna vez viajaste haciendo autoestop?
-Pues, sí, hijos, una vez en Letonia, pero


¡Un momento! ¡¿Por qué ese policía se está poniendo guantes de látex?!