martes, 16 de septiembre de 2014

Postales mexicanas: ¡Felices fiestas!







Las postales de nuestro país pocas veces resultan tan atractivas como las de otros; generalmente no nos asombran, al fin y al cabo son imágenes cotidianas, lugares que aunque no hayamos visitado, sabemos que están en nuestro propio país, y por hermosos que se vean, levantamos los hombros, un poco indiferentes, como diciendo: pues sí, ¿y? 

Al enseñar español fuera de México es frecuente escuchar comentarios sobre lo lindo que mi país les resulta a los extranjeros. México, generalmente, se asocia con cosas bellas: buen clima, excelente comida, gente linda, playas paradisiacas, impresionantes zonas arqueológicas, alegría, color, tequila, fiesta. Todo eso –con sus bemoles- es verdad, aunque a veces fastidia un poco –a veces bastante- saber que la imagen que se tiene de tu país en el extranjero está tan incompleta. Tan photoshopeada.

No hace falta buscar mucho. Están ahí, todos los días: imágenes, historias, escenas que –como me decía un amigo hace unos días- no le piden nada a un guión de una película de horror, pero que a fuerza de repetirse, con ligeras variaciones, han dejado de captar nuestra atención, nuestra preocupación.

Lo repito: difícilmente una postal de nuestro país nos asombraría (me incluyo en este plural). Tan es así, que estas “postales” no revelarán nada nuevo a ningún mexicano, absolutamente nada. Quizá levantemos un poco los hombros, suspiremos con un poco de resignación, y pensemos: Pues sí, así es. Es que el país está muy mal. Es que la situación cada vez está peor… En fin, alguna vez escribí en este blog que me gusta enviar postales, pero no encontré de éstas en la tienda de souvenires.

Una última cosa: todas estas “postales” (fue muy difícil elegir sólo diez entre tanta variedad), ocurrieron en estos días que he estado en México, es decir, poco más de un mes. Historias como éstas ocurren a diario. Y en estos días en que México se viste de fiesta para celebrar un aniversario más de su Independencia, ocurren también. Estas diez postales no son ni las más violentas, ni las más inverosímiles, ni las más devastadoras; son sólo diez de las que me he encontrado estos días que he andado por aquí, son historias que acompañan el desayuno de los mexicanos todos los días.

Todos los días.




5 de agosto. Ecatepec, Estado de México

Alrededor de la una de la madrugada, una pick-up negra se detiene en la esquina de la calle Toltecas. Un grupo de hombres armados y con pasamontañas irrumpe en una casa. Los vecinos escuchan disparos. A la mañana siguiente la policía descubre los cuerpos, pero se desconocen los motivos del crimen. Los cinco miembros de la familia fueron ejecutados mientras dormían: papá, mamá y tres hijos. Un chico de 17 años, una niña de 13, y un bebé de 5 meses. 


11 de agosto. Zapopan, Jalisco.

Cerca del mediodía, Óscar escucha música a bordo de una camioneta Toyota gris, en la cochera de su casa. Otra camioneta y una moto se detienen a unos metros sin que Óscar se dé cuenta. Tres hombres  se acercan muy rápido y le disparan a quemarropa: tres tiros en el tórax y dos en la cabeza. Óscar muere al instante y los tres hombres vuelven a sus vehículos y se van. Nadie sabe quiénes son. Óscar, que escuchaba música en la pick-up de su papá, tenía 12 años.


17 de agosto. Torreón, Coahuila.

En su casa de la calle Texcoco, Claudia y Alberto están celebrando el bautizo de su hijo de tres años. La fiesta se ha prolongado y son ya las dos de la madrugada. Los familiares y amigos –algunos en el exterior de la casa- se divierten, bailan, beben. Un taxi amarillo se detiene frente a la casa, dos hombres enmascarados se bajan y disparan contra los invitados, hieren a tres, pero a quienes buscan son a los dueños de la casa. Finalmente los identifican. Alberto recibe dos tiros en el pecho; Claudia un tiro en la cabeza. Los enmascarados vuelven al taxi tranquilamente, donde el chofer los espera.  


20 de agosto. Acolman, Estado de México.

Son casi las 9 am. Gonzalo, de 35 años, y su hijo Fernando, de 8, viajan en un minibús de la ruta 89. Gonzalo lleva a su hijo a la escuela como cada día; hay mucha gente y Fernando va sentado en las piernas de su papá. Dos hombres armados suben al minibús para asaltar a los pasajeros. Nadie se resiste excepto un hombre mayor que va sentado al lado de Gonzalo. El hombre forcejea con los asaltantes, éstos gritan, lo empujan y disparan varias veces. Huyen con algunas carteras y celulares de los pasajeros. Gonzalo ha recibido un disparo en el cuello y se desangra. Su hijo Fernando, de 8 años, ha recibido uno en el pecho. Ambos mueren antes de que llegue la ambulancia.


21 de agosto. Tepic, Nayarit.

María y Nadia son dos madres de familia que llevan a sus hijos a la misma escuela. María tiene 3 hijos, Nadia 1 y espera al segundo. Una mañana, después de despedir a sus hijos en la puerta de la escuela, María y Nadia entablan conversación por primera vez. Nadia le cuenta a María que tiene ya 8 meses de embarazo y que será una niña, y María le ofrece ir a su casa para regalarle algo de ropa para la bebé. Ya en el interior de la casa, María golpea a Nadia en la cabeza, dejándola inconsciente, toma un cuchillo de la cocina y le abre el vientre para sacarle a la bebé. Nadia reacciona y María la golpea nuevamente hasta matarla. Sale de su casa, con la bebé en brazos y la sangre de Nadia en su ropa. Pide ayuda a una patrulla, explicándoles que acaba de sufrir un aborto. La llevan al hospital. María ni siquiera se da cuenta de que la bebé está muerta. Al percatarse de que la bebé no es suya, detienen a María. Días después encuentran el cadáver de Nadia. María confiesa que hace unos meses le dijo a su marido que estaba embarazada, y necesitaba un bebé para sostener la mentira.


24 de agosto. México, D. F.

Su esposa no está en casa y Onamy se desespera porque su bebé, de 7 meses, no deja de llorar. Harto de escuchar el llanto, Onamy toma a su hijo y lo arroja contra la pared, matándolo. Después pone el cuerpo en una pequeña bolsa negra y lo abandona a unas calles de su casa. Cuando su esposa vuelve, Onamy le dice que un hombre le arrebató al bebé mientras caminaba por la calle, pero horas después alguien encuentra la bolsa con el cadáver del bebé, y Onamy acepta que mató a su hijo porque no dejaba de llorar.


30 de agosto. Tijuana, Baja California.

Baltazar, de 31 años, es el pastor de una iglesia cristiana. Desde hace dos años mantiene una relación con Adriana, quien le ha pedido que se vayan a vivir juntos, pero Baltazar se niega. Un día la encuentra con otro hombre. Enfurecido, Baltazar sube a Adriana a su camioneta y comienza a golpearla. Le rompe el cuello, y le clava más de 90 veces un destornillador. Después tira el cuerpo en un paraje de la carretera Tijuana-Tecate, donde la policía lo encuentra cinco días después. Unas cartas encontradas en la habitación de Adriana permiten identificar a Baltazar. Él acepta que la mató por celos. Además de asesinato, se presentan cargos por violación, pues Adriana tenía 14 años.


6 de septiembre. Guadalupe, Nuevo León.

Braulio, de 34 años, discute con su esposa Rocío, de 28. Se gritan, él la golpea y la empuja por las escaleras. Ella queda inconsciente. Braulio la arrastra hasta el baño, la rocía con gasolina y le prende fuego. Mientras ella agoniza, él vuelve al sofá y se pone a ver la tele. Al día siguiente, tras confirmar que su esposa está muerta, se va a trabajar. Cuando la policía descubre el cuerpo, tres días después, Braulio confiesa que sí, que la mató. Que estaba harto de ella.


10 de septiembre. Tuxtla Gutiérrez, Chiapas.

Detrás de la Escuela Primaria 16 de septiembre hay un pequeño canal. Alguien ha llamado a los bomberos diciendo que hay un cuerpo flotando: el cuerpo de un bebé. Después de algunas maniobras, se logra sacar el cuerpo del canal. Efectivamente, es el cadáver de un bebé de entre 3 y 4 meses. Ha sido trasladado al Servicio Médico Forense, pero luego de tres días nadie lo ha reclamado.


13 de septiembre. Jerécuaro, Michoacán.

Algunos vecinos han reportado a la policía que, en el quiosco de la plaza, a unos metros de la Presidencia Municipal, hay una bolsa negra con lo que parece ser una cabeza humana. La policía acude al lugar y lo confirma: es la cabeza de una mujer (Martha Liliana, 32 años). No se sabe dónde está el cuerpo ni cuál es el motivo del crimen. Ni las autoridades ni los vecinos se sorprenden de que la cabeza esté acompañada de un mensaje: 

Esto es lo que les va a pasar a todas las viejas chismosas. ¡Viva México y felices fiestas!





No hace falta buscar mucho. Todos los días. 






Pues eso. Viva México.









miércoles, 10 de septiembre de 2014

López corriendo









No recuerdo quién o por qué lo empezamos a llamar López. No era ése su apellido, pero desde los primeros días del curso lo llamamos así. Tampoco supe –creo que nadie del grupo lo supo- qué era lo que tenía López. Supimos inmediatamente que era diferente, y a los 12 años ser diferente puede ser una verdadera putada.

López tenía simplemente una especie de ligero retraso mental; lo revelaban sus facciones: su frente demasiado ancha, la forma de su boca, su estatura, la blancura de su piel, su manera de caminar. Parecía frágil. Y nosotros teníamos 12 años y éramos crueles como sólo se puede ser a esa edad.  

Desde los primeros días se mostró temeroso, quizá debido a las burlas acumuladas durante la primaria, y durante todo aquel ciclo escolar –el primer año de la secundaria- López continuó siendo el blanco de burlas, maltratos, intimidaciones. Y aunque yo no empezara alguna broma o alguna humillación, muchas veces me sumé a los demás. No quiero hacer recuento de todo lo que le hicimos a López aquel año, pero estoy seguro de que para él fue un año larguísimo; para nosotros, para los casi 60 niños que compartíamos el salón de clases, fue un año en el que el ingenio para maltratar a López nunca se agotó. Y cuando creíamos que nuestra crueldad no podía ir más allá, siempre había alguien que iba más allá.

Nadie lo defendió nunca, nadie; aquellos que no se sumaban a los maltratos, reían con algo de culpa o miraban hacia otro lado. Y cuando volvimos después del primer verano, listos para iniciar el segundo año y recargados de ánimos para hacerle a López un año aún más largo, nos encontramos con que López ya no estaba. López no volvió, no aguantó, no pudo. Desapareció, y a las dos semanas lo habíamos olvidado.

Nadie volvió a verlo. No supimos a qué escuela se fue, o si continuó estudiando siquiera. Terminamos la secundaria, e incluso un par de años después, cuando algunos de los compañeros de clase nos reuníamos, alguien recordaba a López, tan sólo para volver a reírnos de todo lo que le hicimos pasar durante aquel año.

Con los años, las reuniones de excompañeros se fueron haciendo más esporádicas, hasta que un año ya no nos reunimos más. El recuerdo de López también se fue. Nunca volví a pensar en él hasta hace unos días.

Caminaba entre los pasillos del Mercado del Carmen, entre puestos de comida, ropa, juguetes; un típico domingo abarrotado, ruidoso. Estaba pagando unas jícamas con limón y chile, y justo cuando me daba la vuelta para seguir caminando, sentí un leve golpe en brazo: el típico empujón de alguien que va pasando entre la gente y te toca sin querer. Volteé levemente mientras escuchaba un “perdone”, muy bajito pero muy claro. Sí, era López.

Todo pasó rapidísimo y sin embargo lo recuerdo como en cámara lenta. Me miró apenas medio segundo, y cuando dijo perdone ya había bajado la cabeza, y yo estaba a punto de responder no hay cuidado cuando miré su rostro. Aún cabizbajo lo reconocí (pues fue ésa la forma en que casi siempre lo vi durante aquel año que estudiamos juntos; López mirando al suelo, López con la cabeza gacha, López sin mirar a los ojos a nadie, López escondiéndose), y las palabras se me quedaron atoradas en la garganta. 

Perdone, había dicho López sin siquiera mirarme, así, hablándome de usted, y en el brevísimo instante que le tomó agachar la cabeza y seguir su camino entre la gente, lo vi de nuevo con su uniforme escolar, con 12 años, con el miedo en el rostro; vi a López tratando de alcanzar su mochila que habíamos colgado de un árbol, sobándose la cabeza o el brazo tras recibir algún golpe, cuidando receloso sus cuadernos para que no volaran por el salón, revisando su sándwich antes de morderlo para comprobar que no le habíamos puesto medio kilo de sal, tanteando su butaca de metal antes de sentarse por si se nos había ocurrido poner una vela encendida debajo; vi a López cayéndose porque le habíamos atado los zapatos a la butaca, López con su tarea hecha pedazos, López corriendo, López huyendo, López llorando.

No pude decir nada. No supe qué decir. Me quedé ahí, de pie, helado, viéndolo perderse entre la gente del mercado como tanta veces de perdió apenas terminaban las clases, como se perdió un día cuando terminó aquel primer año de la secundaria. Me quedé ahí un rato, con la puta vergüenza más grande que he sentido en mi vida, odiando a mi yo de 12 años, queriendo seguirlo y decirle algo, lo que fuera, y no pude.

López volviendo a casa lleno de tierra, López buscando su estuche nuevo, López diciendo que él no había sido, López corriendo asustado, López huyendo de la pelota, López cayéndose, callándose, escondiéndose, López llorando. López, 20 años después, diciéndome perdone.