domingo, 13 de diciembre de 2015

Una final a 10 mil kilómetros






Esta semana se juega la final de la liga en México. Los Pumas de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México) –el equipo de mis amores y mis tristezas- juegan contra los Tigres de la UANL (Universidad Autónoma de Nuevo León). Para quienes no estén familiarizados con el futbol mexicano: no, no es una liga universitaria, es la liga mayor, la primera división, sin embargo los dos únicos equipos de la liga que representan a universidades están en la final. Simple coincidencia.

Mi equipo está en la final y yo estoy en un agujero frío a 10 mil kilómetros. Y eso es muy, muy jodido.

Las finales en México se juegan a dos partidos, uno en el estadio de cada equipo, y cuatro de los cinco títulos de liga que han ganado los Pumas desde que yo estoy en este mundo, los he presenciado en el estadio: los dos títulos de 2004 contra Guadalajara y Monterrey, el de 2009 contra Pachuca, y el último -unos meses antes de mudarme a Polonia-, el de 2011 contra Morelia. Estuve en el estadio en esas 4 finales, y recuerdo en qué minuto cayó cada gol y cómo fue la jugada (como cualquier aficionado que se precie de serlo).



Hoy, por primera vez en mi vida, mi equipo juega una final de liga en su estadio y yo la veré por televisión, a 10 mil kilómetros.


La razón de escribir todo esto comenzó, en realidad, hace dos días, cuando se jugó el primero de los dos partidos, en El Volcán, el estadio de los Tigres, en Monterrey. Que un partido se juegue en México a las 9 pm significa que aquí en Cracovia son las 4 am, así que el miércoles después del trabajo me fui con un par de amigos a beber algo y volví a casa a eso de las 3 am, preparado para ver por Internet el primero de los dos partidos de la final.




Y a las 4 am, hora de Cracovia, comenzó el partido.

A los malditos Tigres sólo les tomó 14 minutos clavarnos el primer gol (está de más decir que fue gracias a un penal que no era penal, pero eso ya no importa). A mí no se me movió ni un solo músculo de la cara. No insulté al árbitro, no grité obscenidades a la pantalla, no hice absolutamente nada excepto darle un trago a mi bebida, mientras Gignac, ese maldito delantero francés que los Tigres trajeron esta temporada, celebraba su gol frente a las cámaras.



A partir de ahí, todo fue un espectáculo futbolístico de los malditos Tigres; se cansaron de tocar el balón, de marear a los Pumas, de hacerlos correr tras el balón como niños, de triangular, de dar pases precisos, elegantes, soberbios. Y a los 28 minutos, como si estuvieran midiendo el tiempo desde el primer gol, los Tigres nos clavaron el segundo: un golazo de Javier Aquino (¡¿Por qué diablos no lo dejaron en el Rayo Vallecano donde ni siquiera era titular el maldito?!). Nos cayó el segundo gol y yo seguí  impasible. No insulté, no grité, no hice muecas… y comencé a darme cuenta de que algo andaba mal; no quiero decir con el partido, era obvio que algo andaba muy mal para que le estuvieran dando semejante baile a mi equipo, no, quiero decir que algo andaba mal conmigo, aunque lo supe hasta algunos minutos después, sí, cuando los malditos Tigres nos clavaron el 3-0.

Fue en ese momento, cuando después de otra buena jugada, los Tigres metieron el tercer gol, al minuto 15 del segundo tiempo; fue entonces cuando me pasó esto tan horrible, algo que jamás me había pasado con el futbol, algo que no se hace si es que se tiene un poco de nobleza futbolera, y eso es, dejar de ver un partido antes de que termine (un partido de futbol se ve completo pase lo que pase, así estén jugando los Nopaleros de Anenecuilco contra los Truenos de Cuautitlán. Si un partido se comienza a ver se termina de ver, a menos que el presidente del país ordene que se suspenda por aburrido como ocurrió la semana pasada en la Supercopa de Mauritania cuando jugaban el FC Tevragh-Zenia y el ACS Ksar).

Nunca con el futbol me había pasado algo tan ominoso.

Y justo en ese momento, al minuto 15 del segundo tiempo, cuando nos clavaron el tercer gol, entendí perfectamente aquello que alguna vez leí en un texto de Hernán Casciari, y que sólo puede entenderse empíricamente; entendí que ese tercer gol –y un cuarto o un quinto si es que caían-, ese partido, la final de liga, el título o la derrota de mi equipo de futbol… todo, todo me daba igual.

Sin hacer mueca alguna, sin insultar al árbitro ni a la torpe defensa de mi equipo ni al pusilánime entrenador que no podía leer el juego; sin la menor muestra de emoción alguna y faltando media hora para que terminara el partido, apagué la computadora y me fui a la cama.

No fue un berrinche, no fue molestia, no fue porque mi equipo estuviera siendo exhibido por unos admirables Tigres –aunque así lo parezca-. Fue -como me lo dijo Casciari hace tiempo y no quise escucharlo- porque cuando estás a miles de kilómetros de los tuyos, de tu ciudad y de tu comida, de tu acento y de tus palabras, de tus pasiones y de tus odios, de los hinchas del mismo equipo y de sus detractores, cuando estás lejos de todo eso, la gloria y la tristeza saben igual; lo bello y lo terrible dan lo mismo, y te das cuenta de que estás  -como delantero a quien le anulan un gol- en offside, estás spalony (quemado, como dicen en las transmisiones polacas). Estás fuera de lugar.



Eso fue lo más triste: entender que en realidad daba lo mismo si mi equipo salía campeón o seguía siendo humillado. Al día siguiente yo iría al trabajo y no pasaría absolutamente nada, no lo celebraría con nadie ni escucharía crítica alguna. Lo mismo da que tu equipo sea campeón cuando eres su único hincha en una ciudad que no es tuya.




Dentro de unas horas se juega el segundo partido de la final, y no sé si lo veré; no sé si quiero verlo. Pumas juega en su estadio, con su gente y con una desventaja de 3 goles. A las 4 am en Cracovia -9 pm en el DF-  puede que yo esté frente a la computadora, tratando de convencerme de que el futbol significa algo aún a 10 mil kilómetros, de que el futbol no sólo tiene sentido en un ámbito colectivo sino individual.





O puede que esté durmiendo como un bebé, y me levante y vaya a mi clase de las 8 am y me dé igual lo que haya pasado, y al ver el resultado en Internet no haga gesto alguno, pues me habré convencido de que sí, de que en realidad estoy spalony, de que estoy fuera de lugar. 

















sábado, 14 de noviembre de 2015

Siempre Estefanía






Nunca he sido muy aficionado a tener cuadros en casa (desde hace unos años tengo sólo uno). Tengo, en cambio, algunas fotos  enmarcadas que generalmente deprimen o sorprenden a mis amigos: la foto de Jean-Marc Bouju que ganó el World Press Photo en 2004; la de Oded Balilty de 2007; la foto de Omayra Sánchez que le hizo Frank Fourier (pasado mañana se cumplirán 30 años de la muerte de Omayra); la de Samuel Aranda que ganó en 2001.

Y tengo también algunos textos aquí y allá. En la puerta del refri , el poema Un día después de la guerra, de Jotamario Arbeláez, y Busco la palabra, de Wisława Szymborska; en la habitación, un fragmento de Hombre preso que mira a su hijo, de Benedetti; en la cocina, Jiga, de Tomás Segovia, y en el baño, junto al espejo, la primera página del capítulo IV de Palinuro de México, de Fernando del Paso.  

Esos textos me han marcado, y son probablemente lo más hermoso que he leído. Están ahí, desparramados por la casa, y los releo casi a diario, y los disfruto y me maravillo con ellos. Cuatro los conozco de memoria, pero con Palinuro de México es diferente; tengo sólo la primera página del capítulo IV, pues necesitaría una casa gigantesca para llenarla con el resto.

Palinuro es inabarcable.

La primera vez que oí sobre esa obra y sobre su autor fue en la universidad. Bárbara, mi profesora de Literatura, nos leyó un día un fragmento, ése en el que Palinuro les cuenta a Fabricio y Molkas algunas cosas sobre él y su prima Estefanía.

Hacíamos el amor compulsivamente. Lo hacíamos deliberadamente. Lo hacíamos espontáneamente. Pero sobre todo, hacíamos el amor diariamente. O en otras palabras, los lunes, los martes y los miércoles, hacíamos el amor invariablemente. Los jueves, los viernes y los sábados, hacíamos el amor igualmente. Por último los domingos hacíamos el amor religiosamente. O bien hacíamos el amor por compatibilidad de caracteres, por favor, por supuesto, por teléfono, de primera intención y en última instancia, por no dejar y por si acaso, como primera medida y como último recurso.

Hicimos el amor por ósmosis y por simbiosis: a eso le llamábamos hacer el amor científicamente. Pero también hacíamos el amor yo a ella y ella a mí: es decir recíprocamente.

Y cuando ella se quedaba a la mitad de un orgasmo y yo, con el miembro convertido en un músculo fláccido no podía llenarla, entonces hacíamos el amor lastimosamente. Lo cual no tiene nada que ver con las veces en que yo me imaginaba que no iba a poder, y no podía, y ella pensaba que no iba a sentir, y no sentía, o bien estábamos tan cansados y tan preocupados que ninguno de los dos alcanzaba el orgasmo. Decíamos, entonces, que habíamos hecho el amor aproximadamente. O bien a Estefanía le daba por recordar las ardillas que el tío Esteban le trajo de Wisconsin, y yo por mi parte recordaba la sala de la casa de los abuelos, con sus sillas vienesas y sus macetas de rosasté esperando la eclosión de las cuatro de la tarde, y así era como hacíamos el amor nostálgicamente, viniéndonos mientras nos íbamos tras viejos recuerdos.

Muchas veces hicimos el amor contra natura, a favor de natura, ignorando a natura. O de noche con la luz encendida, mientras los zancudos ejecutaban una danza cenital alrededor del foco. O de día con los ojos cerrados. O con el cuerpo limpio y la conciencia sucia. O viceversa. Contentos, felices, dolientes, amargados. Con remordimiento y sin sentido. Con sueño y con frío.
Y cuando estábamos conscientes de lo absurdo de la vida, y de que un día nos olvidaríamos el uno del otro, entonces hacíamos el amor inútilmente. Para envidia de nuestros amigos y enemigos, hacíamos el amor ilimitadamente, magistralmente, legendariamente. Para honra de nuestros padres, hacíamos el amor moralmente. Para escándalo de la sociedad, hacíamos el amor ilegalmente.
Para alegría de los psiquiatras, hacíamos el amor sintomáticamente. Y, sobre todo hacíamos el amor físicamente.
También lo hicimos de pie y cantando, de rodillas y rezando, acostados y soñando. Y, sobre todo y por simple razón de que yo lo quería así y ella también, hacíamos el amor voluntariamente.



Quedé fascinado por esos párrafos, le pregunté a mis ñoños amigos del café literario de los viernes si conocían la obra, y unos meses después, mi amigo el Chore me la regaló.

Y Palinuro fue un parteaguas; fue distinto de lo que hasta entonces había leído y ha sido distinto de cuanto he leído después. Palinuro es un festín, es un carnaval, es un tremendo golpe de belleza.

Esta semana han anunciado a Fernando del Paso como el ganador del premio Cervantes 2015 –el premio literario más importante en lengua española-. Su novela más famosa es Noticias del Imperio (1987), aunque yo recomiendo indudablemente comenzar por Palinuro de México (1977). Hay que decir que las novelas de del Paso son densas, requieren tiempo y disciplina, y están cargadas de erudición y juegos lingüísticos; su autor le invierte más o menos diez años a la escritura de una novela –ha escrito sólo cuatro aunque ha incursionado en otros géneros-. No es el escritor más leído en México –de hecho Palinuro se publicó primero en España y tres años después en México-; su obra se conoce poco, desgraciadamente.

Y Palinuro de México… bueno, quizá el título no es el más atractivo; tampoco lo son sus casi mil páginas. Y al leerlo uno se da cuenta de al menos dos cosas: 1) es una novela totalizadora –tiene prosa, poesía, teatro, ensayo, todo dentro de una novela-, y 2) da la impresión de no ser exactamente una novela; no hay una historia, no hay un argumento. Es un compendio abrumador de las andanzas de su protagonista –Palinuro, un estudiante de medicina de la ciudad de México-, y su gran amor –su prima Estefanía-.

Leí el libro con impaciencia, con entusiasmo, maravillándome con monólogos de algún personaje que se extendían 20 o 30 páginas, capítulos enteros dedicados a los síntomas de una enfermedad o a la muerte de un espejo; aun así, tardé un par de meses en terminarlo, aunque Palinuro es uno de esos libros que no se terminan, de los que no se sale ni se quiere salir, uno de esos libros a los que siempre se vuelve. Palinuro es un torrente de lenguaje, erudición, erotismo y júbilo; Palinuro es un laberinto, y yo vuelvo cada tanto, una y otra vez, a las primeras líneas, a las últimas, al capítulo XIV sobre la mala leche de Molkas –compañero de estudios de Palinuro-, al monólogo del primo Walter sobre las manzanas del granjero, y sobre todo al capítulo IV titulado Unas palabras sobre Estefanía, ese capítulo cuya primera página tengo junto al espejo; esa apabullante descripción de la mujer más bella de la Literatura.

En esta ocasión, la primera página no me bastó, así que me puse a buscar por todos lados mi ejemplar de Palinuro, ese que hace años me regaló el Chore, y que me ha acompañado a muchos sitios. No lo encontré. Luego de un rato, recordé con tristeza que mi libro está en algún armario de un apartamento de la avenida Bernardo de Irigoyen, en Buenos Aires; Mariana se lo llevó junto con otros de mis libros, algo de ropa y no sé qué más, el año pasado, cuando tenía todo listo para irme a vivir a Argentina, y ella se adelantó y se ofreció llevarse algunas de mis cosas.

He cambiado de casa no sé cuántas veces, y sólo hay dos cosas que me llevo siempre a donde voy: un cuadro –aunque es más bien un póster plastificado- de Beatriz Aurora y algún fragmento de Palinuro de México.

Es un libro de ésos. De los que no se sale, ni se quiere salir. Aunque yo esté en Cracovia, y mi libro en Buenos Aires y Estefanía en la plaza de Santo Domingo del DF.


Unas palabras sobre Estefanía siempre vienen bien.









Pura, inocente, impávida, como si nada hubiera pasado entre nosotros, como si nunca hubiéramos hecho tantas cosas que habrían obligado a los abuelos a dar de vueltas en sus tumbas de haberlo sabido, y que de verdad les hizo dar cincuenta y dos vueltas al año pero no en la tumba, sino en la pared, cuando Estefanía, un sábado, volteó sus fotografías para que de allí en adelante nunca más nos vieran hacer el amor los fines de semana: así era mi prima.
Y bella también, y angelical, y pálida.
Y por si fuera poco o nada. Por si fueran poco sus grandes ojos, inmensamente abiertos como si estuvieran asombrados siempre de su propia belleza.
Como si fueran nada sus mejillas eternamente ruborizadas por la vergüenza de traer, desde niña, una calavera adentro.
Nada sus dos manos, nacidas para acariciarme.
Y poco sus cinco sentidos, sus veinte años, sus treinta y tres vértebras, sus cien mil cabellos, su millón de células o su trillón de átomos.
O en una palabra, su cuerpo.
Ese cuerpo que tanto amé y conocí, que hoy podría esculpirlo, de memoria y con la lengua, en un bloque de sal.
Por si fuera nada todo esto, mi prima Estefanía, mi prima íntegra y tersa, mi prima pura y nítida, después de hacer el amor conmigo, la maldita, se quedaba junto a la ventana y bajo su retrato quieta, sentada, contradictoria como un huracán congelado o como si corriera por sus venas gelatina de piedra.
Y además límpida y casta, inmaculada como una promesa de papel arroz, irreprochable como un remolino de lechuzas blancas.
Y callada también, lejana y clara, como si la hubieran enterrado viva en un prisma de niebla.
Así era mi prima, así junto a la ventana, siguiendo a veces con la mirada toda la tarde el curso del sol, como si tuviera los ojos rellenos con heliotropos, la puta.
Y sobre todo como si nada hubiera pasado, como si no hubiéramos hecho el amor, como si no nos conociéramos, como si yo fuera un pobre mortal descastado y paria, un esclavo, un guiñapo, una mitad de hombre y ella, mi prima, una diosa. Y más que nada, impecable, inimitable y sin tacha, como el Dios de San Anselmo, de Leibniz y de Spinoza, como el Dios de Escoto Erigena al que valía más amar que conocer, como una criatura que reunía, entre sus cualidades esenciales, la de una existencia necesaria y perfecta.
Tan es así, señores —le dije al general que tenía un ojo de vidrio, al billetero, a don Próspero y a todos los otros amigos cuando volví a la cantina para cumplir mi promesa— tan es así que de Estefanía yo podría hablar como Clemente de Alejandría, Dionisio el Pseudo-Areopagita y Maimónides hablaron de Dios, y para abreviar la descripción de mi prima decirles por la Vía Negativa y camino a la oscuridad esencial, todo aquello que ella no fue nunca, a pesar de haber sido clásica, admirable y única.
Estefanía, señores, nunca tuvo los ojos negros, la piel naranja o el vientre dorado.
Estefanía nunca tuvo un metro setenta y cinco de estatura, cuarenta y tres escarabajos sagrados de ancho o veinte esmeraldas de profundidad.
Estefanía no fue un teléfono, un acróstico o un sordo de mazapán.
Estefanía nunca engordó de la cintura abajo como un reloj de arena por donde se escurre la mitad de los cereales, los apetitos y los días.
En otras palabras, y en medio de ese pueblo de bandidos y frutas de madera donde transcurrió su infancia como un río de serpentinas, Estefanía no fue nunca un sargazo austral, el sonido de la espuma o una sospecha destrenzada.
Estefanía, por supuesto, fue mi prima. Estefanía tuvo, al menos la mayor parte de su vida, siete mil días de edad que giraban alrededor de ella como los caballos albos y los cisnes descarados de un carrusel. Estefanía estudió en un colegio inglés de la ciudad de México y Estefanía, aunque tuvo un lugar privilegiado en el caparazón de las flores y como regalo adelantado por todas las navidades de su vida toda la serie de bellezas innumerables que les voy a enumerar, y entre las cuales sus pestañas rizadas de risa y su lengua de charol rojo y filoso no eran las menos importantes, a pesar de ello Estefanía era un ser humano con todas sus limitaciones, que siempre tuvo ni más ni menos que todo el número de órganos, vísceras y miembros que tiene toda mujer completa, normal, pálida, pura y virginal.
Por lo mismo yo no podría hablarles de las diez tetas de marrana de mi prima, o de la media pestaña de Estefanía.
De sus doscientos dientes de tiburón o de sus dos mil ombligos de árbol.
Y en todo caso, tampoco podría hablarles de su nalga única, su nalga luminosa, su nalga-luna delicia de los poetas mancos, su redonda y blanca nalga como una media esfera para adivinar la mitad más fría de la noche.
Así que por eso también, y a lo largo de toda la descripción de Estefanía, se cansarán ustedes —yo jamás me cansaré— de oír hablar del mismo número de brazos, pechos, clítoris y vientres que tuvo Estefanía, con los mismos nombres que tuvieron siempre: el pelo pelo, las costillas costillas y los labios, alados incontaminados y dulces flotando entre los cirros blancos de las nubes, labios. Porque si bien yo me encerré alguna vez dentro de un año entre dos febreros locos y besé el pezón húmedo de su olvido derecho y me reflejé en sus triunfos azules, eso fue posible gracias a que esa única vez sus pechos se llamaron olvidos, sus muslos febreros y sus ojos triunfos. Por lo demás, los nombres que yo les di a las distintas partes de su cuerpo cambiaron muchas veces; tantas, que casi nunca me acuerdo, por ejemplo, del verdadero nombre de su sexo. Y como además ellos mismos intercambiaban sus nombres viejos y nuevos, quién sabe, quién va a saber, señores, si en realidad no acordarme de él sea un triunfo, o recordarlo sea un olvido: el caso es, en fin, que el nombre de su sexo, entre paréntesis, siempre lo tuve en la punta de la lengua.
Pero si a alguien hay que poner entre paréntesis —en una casa de cristal, en una pecera de ojos de serpiente, en una gota de esperma cuajado—, es a la misma Estefanía, para que ustedes, señores, se concentren en la estructura esencial de la belleza de mi prima. Y para eso hay que ponerla aparte del mundo, aparte de todo aquello que nunca fue, porque mi prima, aparte de ser excelsa y admirable y sobre todo alejada y pulcra, afiligranada y quieta, la perversa, aparte de tener una estrella entre ceja y ceja, y aparte de las galaxias domesticadas que le seguían los pasos lamiéndole las huellas, Estefanía nunca fue de noche, no llovió sobre las cosechas del pan y jamás fue una verdulera con el resplandor de un perejil entre los dientes. Y si bien es cierto que en su cuerpo —así fuera por ejemplo en su boca o en sus pezones—, se podía encontrar siempre una alternativa color cereza o una excepción morada; y si bien es cierto que en su nuca salpicada por mis bendiciones y en cada centímetro redondo de su piel y en su manía por encontrar desavenencias entre sus dientes maduros y sus dientes de leche, y en su forma de señalar a los pájaros como si supiera, la tonta, que acabarían por posarse en su dedo índice, y en su forma de tirar los dados sobre lo; apeles ver des de Las Vegas como si esperara, la ilusa, que sus aristas se pulieran y se transformaran en bolas de nieve de azahar; si bien es cierto que en esto y en todo lo demás Estefanía era única y maravillosa, adorable y más que nada impoluta, la hipócrita; y si bien debo admitir que los ojos de Estefanía, en medio de sus dádivas y simulacros tenían cierto parecido musical con las olas, a cambio de ello mi prima nunca tuvo la más mínima semejanza con una escena marina en la cual las playas, los barcos de vapor y los malecones bañados con bocanadas de saliva contemplan a un capitán que desde lo alto de la borda de un buque deshoja un calendario.
Pensarán ustedes, entonces, que Estefanía pudo ser una anciana amarilla, un mapa frutal o una obligación sorprendente: y tienen que saber que a pesar de que ciertas distracciones del vino y de la sangre se confabularon para atardecer en sus labios; a pesar de que sus largos viajes por debajo y por encima de los meses, por Venecia y por mis brazos la encarcelaron en espejos de seda y la rodearon de amnesias verdes, a pesar df: todo, digo, ella no fue nunca la muerte casta de una bandera, la máscara indefensa de un árbol o uno de esos paisajes de corcho y oro batido dentro de los cuales el capitán se arrojó al mar, y donde no faltaban las islas nevadas, las erupciones de piratas, la cabeza con alas del capitán y la alusión a las noches pálidas de los trópicos.
Por lo demás, entre otras cosas y al igual que Eucaris, la ninfa de la que se enamoró Telémaco, y al igual que Anaxareta, la doncella hermosísima e insensible transformada por Venus en un bloque de piedra, Estefanía sí fue una mujer de belleza apabullante, un ser que estaba más allá de toda jerarquía geométrica, de todo esplendor mortal, de toda lengua vítrea y sin embargo, más acá de las estrellas. En pocas palabras, y siempre alta y delgada, con el amor desarmado y prendido a sus pechos como en una pintura de Watteau, hermosa como la Herejía descrita por Winckelmann o como la Bella Rosina de Wiertz desnuda y contemplando un esqueleto colgante, misteriosa como Berenice y Ligeia, y con su nombre, Estefanía, escrito en su frente y su vestido amarillo entre las amarilis, Estefanía fue un ser donde siempre fue posible verse de cuerpo entero, de primo y amigo, de novio y amante, y encenderse, cada día, con una llamarada de presagios.
Aparte, claro, que su perfección nunca tuvo nada que ver con lo que ella fue de verdad, en este mundo, en esta Plaza de Santo Domingo y en nuestro cuarto, porque vista de cerca y contemplándola a la luz de su muerte y de su voluntad, sentada junto a la ventana y en las piernas una historia de los Navegantes Ilustres con las páginas abiertas al viento, hinchadas y blancas como las velas de un barco, Estefanía estaba llena de imperfecciones:
A veces bizqueaba un poco y tenía pie de atleta.
Nunca terminaba de leer un poema.
Los lunes amanecía con mal aliento.
Y los domingos, como Visnú en el océano del caos, como la mujer del poema de Anacreonte, acababa hinchada y con los ojos pegoteados de legañas, por culpa de mi lujuria.
Por si fuera poco, tengo que confesarles que mi prima, también, estaba llena de asimetrías deslumbrantes y mágicas. Y no hablemos de las que son comunes a todos los mortales:
El rosado bronquio derecho más corto, más ancho y más vertical que el bronquio izquierdo.
En tanto que el azul claro riñón izquierdo más largo y más estrecho.
Y la translúcida y tibia arteria renal derecha más larga que la izquierda.
En tanto, también, que el esponjoso y aireado pulmón derecho más grande que el izquierdo pero al mismo tiempo dos o tres centímetros más corto.
Esto no es nada.
Y tampoco otras pequeñas imperfecciones que todos tenemos: una pantorrilla más abultada, una pierna ligerísimamente más corta o un párpado apenas más levantado. No. Lo peor es que las asimetrías de mi prima se desbordaban de su cuerpo para abarcarlo todo, porque sus días nunca eran iguales: tenía jueves malos y jueves buenos días como los de Apollinaire, que estaban viudos, y viernes sangrantes y lentos de cortejos. Tenía septiembres que reventaban de talismanes espejeantes, y septiembres lluviosos y horribles. Tenía, a veces, una mirada más inteligente que la misma mirada cinco minutos antes.
Tenía sueño, y frío, y gripas.
Y tenía una oreja más perfumada, una mano más cariñosa, un brazo más ingrato y un clítoris más dulce.
Por último, de sus dos muslos uno siempre estaba más caliente y ensalivado.
De sus dos pezones, el otro siempre estaba más redondo y duro.
Y de sus dos nalgas, las dos estaban siempre más frías.
Y sin embargo mi prima, mi admirable y pulcra y celestial prima, era perfecta; perfecta por ser un ángel sin ningún principio de limitación que no fuera su sustancia simple; perfecta por ser sus ideas —sus ideas largas y brillantes que se dejó crecer al par que sus cabellos rubios—, iguales a su esencia divina, y perfecta por ser la única, la primera, la última representante de la especie de los Estefánidos, y sobre todo por ser la representante más fina y clara, la más delicada y álfica.
A pesar, por ejemplo, de que nunca he visto a nadie que en un momento dado tuviera tantas señales y manchas en su piel armiñada y tersa.
No sólo una cicatriz de vacuna en el brazo, del tamaño de un camafeo.
Un lunar en el muslo con la forma de un relicario, que encerraba una manifestación de vellos rubios.
En el vientre, el recuerdo de un apéndice supurado, y las huellas de las inyecciones antirrábicas.
Y en la cabeza la mancha de Neptuno de color desconocido que le crecía entre los cabellos, escondida como el rostro de una virgen en el fondo de una pátera y que sólo el tío Esteban, la tía Lucrecia y el peluquero de Estefanía había visto alguna vez, o presentido, y si acaso quizás don Próspero, que cuando llegó a la letra F de la enciclopedia descubrió la frenología y descubrió también, en la cabeza de mi prima la protuberancia de la maravillosidad.

Lo cual no es hablar por hablar, porque el amor que nos tuvimos Estefanía y yo, y no sólo porque nos amábamos, sino porque amábamos a nuestro amor, nos llevó a todos los encuentros posibles: desnudos, sudorosos, con la sangre abierta en el soplo de las alas, y en los minutos que transcurrían entre una ida al cine y las horas enteras que Estefanía empleaba para aderezarse los pechos mientras arriba la luna se inflaba de envidia como una esponja holandesa, ensayamos todos los orificios que les nacían del cielo, tanto a Estefanía como a su prima la luna.
En una ocasión eyaculé entre las piernas de mi prima y le embarré mi esperma en los muslos, en las rodillas y en los vellos espumosos del pubis.
Con la lengua, pude extender las últimas gotas hasta el borde mismo de su ombligo lleno de pelusas y de remordimientos giratorios.
Quince minutos después, me vine en su espalda y con mi semen ungí su nuca, su cuello, sus axilas de pellejo de pollo, sus hombros y el comienzo cálido de sus pechos, y dos horas más tarde —y una eternidad de besos, caricias y maquinaciones sexuales más tarde—, Estefanía me masturbó con sus pies y luego de que bañé con mi semen la mitad áspera y la mitad suave de sus plantas, las improntas de todas sus caminatas por la ciudad y el porvenir descalzo de las rosas, le unté mi semen entre sus dedos chinguiñosos, en sus pantorrillas macizas y en sus corvas surcadas por aladas sombras y arrugas invisibles.
De manera que pronto no hubo un sólo centímetro de la piel de Estefanía.
Un solo valle lampiño.
Una sola encrucijada glandular.
Codo o recoveco, talón o frente ávida, que yo no hubiera embadurnado con mi esperma.
Como si mi esperma fuera leche de burra egipcia, pomada de ónix, jarabe de nácar o una crema de belleza de ballena que penetrara y fecundara toda la piel de Estefanía.
Y mi prima quedó así, tiesa y blanca como un ángel de fibra de vidrio, almidonada y nívea como recién salida de la lavandería de un hospital.
Y como embarazada, la pobre, un millón de veces al mismo tiempo: una por cada uno de sus poros, una por cada uno de mis espermatozoides.
Pero muy poco nos duró la ilusión de tener una infinitud de hijos, porque en su cuello y en su barriga comenzaron a aparecer unas ronchas púrpuras que, como antes las pecas, comenzaron a conglomerarse formando consorcios de rubíes, y cuando la comezón y la urticaria se extendieron por su cara y por sus brazos, yo no tuve más remedio que ponerme una chistera de seda con resplandores de ébano, coronar a mi prima con una diadema de flores de naranjo y llevarla a la tina en brazos, como los novios antiguos cargaban a sus novias, para darle un baño-maría que a fuerza de vapores y delirios, enjuagues y colofonias, la dejara de nuevo no inefable, no pura y no inocente, sino simple, sencilla y maravillosamente lisa y exacta.
Porque inocente, pura e inefable, no dejó de serlo un solo instante, una sola diezmilésima de instante o una sola diezmillonésima de ángel, como lo podían atestiguar los espejos de su alma: sus ojos, esos ojos azules compuestos por una infinitud de partículas que así, señor general, señor billetero, así como las homeomerías de Anaxágoras contenían las semillas de todas las cosas existentes, así ellas encerraban el semen de todos mis poemas y escritos futuros.
Y cuado digo que los ojos de mi prima —esos ojos que nacieron para percibir y ser percibidos a veces por mí, quizá por ustedes y siempre por Dios— contenían el semen de mis poemas y escritos, se trata claro, señores, de una alegoría, porque el único semen que de verdad tuvo en sus ojos alguna vez —y sólo una vez— mi prima, fue la tarde en que me pidió que me viniera por una de las ventanas de su nariz, por uno de esos orificios divinos e inimitables, túneles foscos que desembocaban en la luz opalina de sus estrellas olfatorias.
Yo elegí el agujero izquierdo de su nariz, que era con el que Estefanía aspiraba mejor las tufaradas de los retretes y los guarismos perfumados de las rosas.
Recuerdo que cuando acabé, un licor turbio alfombró sus o|os por unos segundos, espeso y translúcido como si unos párpados de serpiente subrepticios le hubieran salido a mi prima bajo sus propios párpados prodigiosos.
No pasaron cinco minutos sin que la pobre, la perversa de mi prima comenzara a quejarse de irritación de las carúnculas lagrimales y a llorar unas lágrimas densas y blancas que se le coagularon a la mitad de las mejillas, mientras que por el agujero derecho de la nariz le escurrió un moco infinito y nacarado como sopa de nido de golondrinas o engrudo de esmeraldas.
En la noche soñó que yo le había fecundado una glándula desconocida que tenía en el cerebro, y que al igual que a Júpiter le crecía una criatura en la cabeza y tenía que parirla en medio de un dolor de muelas más allá de toda santidad: la criatura era Palas Atenea, la de los claros ojos, pero no tan claros, no tan azules en todo caso, como los ojos de mi prima cuando visitaba a sus enfermos en los hospitales o la visitaban sus clientes en las Islas Imaginarias.
Ah, la hubieran visto ustedes, entonces, en las agencias de publicidad, bañada de slogans como la bestia del poema, sonrojada por los aviones de Eastern y alicaída de tanto chocolate en polvo. Ah, hubieran visto ustedes con los ojos de sus enfermos a Estefanía en los hospitales, donde mi prima fue más santa que Bernadette enfermera de la guerra franco-prusiana. Para mí sería muy fácil decirles que Estefanía era tan bella como Mayaderi la madre de Buda, o como Psiquis que cautivó al mismísimo amor. ¿Pero quién de ustedes conoció a Calé, la belleza por antonomasia? ¿Quién vio jamás a Iris Crisópteros limpiando con algodones las gargantas de los diftéricos del Hospital General? O a Gerda, la hija del gigante Gimer y a la princesa Dropadi cuya mano fue solicitada por mil reyes, ¿quién las vio jamás exprimiendo los ántrax de los enfermos con sus propias manos para arrancarlos de raíz como lo hacían sor Angélica y Estefanía? ¿Quién de todas esas diosas fue como Estefanía enfermera: alta y delgada, excelsa y clara, y experta en drenajes de pus y en punciones de la cresta ilíaca?
Sus pacientes, que nada sabían de las Princesas de Nieve y de Marfil de Jean Lorrain. Que nunca habían oído hablar de Clorinda, de Zéphire, de la dama Baudelaire bella como un sueño de piedra, sencillamente adoraban a Estefanía cuando cada mañana llegaba hasta sus camas para decirles los buenos días y las buenas o las malas temperaturas, vaciarles sus bacines y sus colecciones de felmas, y si había tiempo y humor —Estefanía siempre se las arregló para que hubieran—, leerles a los enfermos que no podían leer, con una voz clara y precisa como de locutora de Radio Moscú, las secciones deportivas y policiales de los periódicos, y a los enfermos que no podían escribir y con una letra alta, luminosa y delgada como la propia Estefanía y con una ortografía tan perfecta que parecía postiza, escribirles sus cartas, sus adioses a la vida o a los árboles, y muchas veces, también, las declaraciones de amor para ella misma y los poemas donde la describían sin darse cuenta, sus pacientes, de la inutilidad de describir o escribir a una prima así, a una Estefanía que había nacido ya como escrita, llena de párrafos redondos y frases que olían a sándalo y menstruaciones; de asteriscos, en sus ojos, que la remitían a la mitad de su sexo y de guiones que separaban nuestro amor en dos capítulos completos: la tarde y la mañana, la mañana y la noche, la noche y las campanas, las campanas y las nubes, las nubes y las espadas.
De nada, pues, me serviría decirles que las piernas de Estefanía eran más largas que las piernas de Rita Hayworth y sus labios más sensuales que los labios de Sofía Loren. O incluso que mi prima, ya no digamos en los hospitales, tan albeante y tan prendida, tan inaudita y clásica, sino Estefanía en pantuflas y en la cocina, atocinando los intersticios de un jamón y rodeada de platos sucios, ciruelas irreparables y cáscaras de faisán, era más bella que Greta Garbo en La Dama de las Camelias, o Marlene Dietrich en El Angel Azul.
Primero, porque Estefanía odiaba esta clase de comparaciones y sabía que hacerlas era traicionarla, ya que siempre quiso ser la única dueña de su cuerpo incluyendo sus brazos, sus cabellos, el apogeo entre sus piernas y otros esplendores grises, a pesar, o quizás no a pesar, sino precisamente porque sabía que como todo ser humano, era insignificante y limitada, que con todo su cabello apenas habría alcanzado para hacerle una peluca a Marilyn Monroe, y con todo el vello de su pubis, unos bigotes rubios a Emiliano Zapata; que la piel de todo su cuerpo apenas habría bastado para forrar una estatua de Brigitte Bardot, y la piel de sus pechos apenas para hacerme un par de guantes; la de su vientre, quizás, para cubrir mi máscara mortuoria.
Y sabía también que si por arte de magia se hubiera transformado de pronto en los elementos primarios que componían su cuerpo, se hubiera hecho agua o menos que agua: viento y polvo, o menos que viento y polvo:
Unos montoncitos de carbono, unos granos de potasio por aquí o por allá.
Quizás una pizca de fósforo suficiente para arder diez segundos.
Quizás, si acaso, cincuenta litros de oxígeno que se hubieran escapado por la ventana rumbo a los castillos de la yerbabuena, y que no hubieran alcanzado para inflar un bote azul que le salvara la vida.
Pero en todo caso menos que viento y agua, menos que cenizas o harina, menos incluso que polvo, y ni siquiera polvo enamorado.
Y segundo, porque sólo Estefanía y nadie sino ella misma, fue la enfermera adorada que todos los días pasaba por los pabellones vestida de blanco, empujando un convoy de curación donde relumbraban los instrumentos y tintineaban los frascos llenos con líquidos irisados o con grageas que parecían aguamarinas y granates, entre los ramos de claveles disciplinados y de rosas Luto de Juárez, a los que Estefanía todas las mañanas, como una cistófora fiel cambiaba el agua, y atrás iban las enfermeras novicias mientras ella, Estefanía, les indicaba cuáles eran los apósitos de carbonet y tul graso, por qué las pinzas de Cheatle debían llevarse en un frasco con lisol y cómo quitar unos agrafes, cómo hacer tapones de gasa yodofórmica para contener las hemorragias uterinas y cómo emplear el nebulizador de Vilbiss, mientras los médicos y los residentes la esperaban en los corredores, la citaban en los quirófanos, la encerraban en los ascensores y la asaltaban en los anfiteatros para declararle su amor bajo los tragaluces amarillos, jurarle fidelidad sobre las mesas de operaciones olorosas a mertiolate, besarla entre el cuarto y el quinto piso o entre Patología y Maternidad, entre Infecciosos y Radiografías, o violarla entre los soplos fríos y las delitescencias verdes de los cadáveres refrigerados.
«Qué bella es», decía de pronto un cirujano a la mitad de una trepanación y se quedaba absorto, con un berbiquí en la mano, pensando que en efecto, qué linda era Estefanía y qué sabia, cuando limpiaba los orificios nasales de los enfermos con loción boratada caliente o les untaba jalea de petróleo en el esfínter anal, para dilatarlo. Y en este sentido «Qué humilde es», opinaba un interno mientras caminaba por el jardín del hospital jugando con su estetoscopio a escuchar el corazón de los árboles. Y sí, sin duda, qué hábil y rápida y delicada era Estefanía para introducir los supositorios de Cibalgina con manteca de cacao; qué cuidadosa para lavar los oídos de los pacientes con una pera de Higginson; qué diestra para lubricar con mantequilla las sondas nasales. «Y qué desgraciada, qué soberbia, qué puta es», decían entre sí otras enfermeras, que se morían de la rabia y de la envidia, verdes y con el pelo aculebrado y con máscaras de talco como los embriones de Bearsdley, reconociendo, sí, que Estefanía era un ángel, pero en todo caso de la raza de los demonios hermosos como la Fata Morgana.
O de los ángeles crueles, como Azrael y Abaddon.
O incluso de los ángeles grotescos, como Melecimut el de las veinte manos:
Porque no toleraban que mi prima Estefanía mostrara sólo un lado de la moneda, una de sus dos caras, y que al igual que otro San Vicente de Paúl, otro San Luis con los leprosos y otra Santa Isabel de Hungría pintada por Holbein El Viejo, transcurriera por los hospitales como una bendición sin fin con la cabeza en alto y sus ojos ilumina dos por la centella viva, increada e increable, de Meister Eckehart.
«Qué bellos son los ángeles», dijo al despertar un muchacho suicida que se había tragado veintisiete nembutales para olvidar a una muchacha y a una mala estrella y que despertó en el hospital para encontrarse con Estefanía y con un ángel, los dos en la misma persona, con Estefanía mi prima, la enfermera, que con sus propias manos, tantas veces cubiertas del eczema que le producía la alergia a los antibióticos, enfrió con hielo frappé la sonda duodenal y colocó al muchacho en la posición de Trendelenburg para el lavado gástrico, y obligó a su organismo a expulsar los barbitúricos, junto con los restos de la última cena y una tenía solitaria agonizante, y lo volvió a la vida y a otra nueva decepción cuando el muchacho, como tantos otros, le declaró su amor y ella le tomó la temperatura rectal, la presión y el pulso, le examinó la lengua, le checó los reflejos con el martillo y le dijo que no, lo dio de alta, le dijo adiós, le entregó su ropa y le ordenó que jamás, ni vivo ni muerto, se volviera a parar por el hospital, a menos, claro, que estuviera enfermo: a menos que de tanto quererla se le agigantara el corazón como a los que padecen bucardia o corazón de buey, a menos por supuesto, que de tanto desearla le diera un ataque de erección continua y dolorosa que no se curara ni con baños de limón, ni con chorros de alcohol, ni con cataratas de saliva.
Y así fue cómo Estefanía, para tantas personas, hizo las veces de ángel a pesar de que nunca tuvo alas en el sentido alado de la palabra, ni cara en el sentido clásico del verbo, ni ojos en el sentido adverso de la suerte, pero sí sexo en el sentido contrario, con raíces aéreas que el tío Esteban se robó de la transparente Hungría, como ustedes lo podrán comprobar, don Próspero, general, cantinero, en el momento en que así lo deseen, cuando descubran algún día, quizás, si Dios quiere y sobre todo si lo quiere Estefanía, todas esas sorpresas que mi prima reserva a la vuelta de un pecho, en la esquina del cuello y a la redonda de las nalgas.
Pero lo que son las cosas de la vida, si la falta de alas en Estefanía no fue una negación sino una privación así como la ceguera de un poeta griego, por ejemplo, de todos modos cuando menos una vez en su existencia, mi prima tuvo alas de verdad cuando fue un ángel de mentiras: en su escuela, y como tantas otras niñas famosas de las novelas y el cine, actuó de ángel en una obra de teatro de fin de curso, y para qué contarles que cuando se supo que la habían elegido para ser el ángel de la guarda de ella misma, hubo en toda la casa un gran revuelo de alas:
Alas transparentes, alas negras, alas de mariposa, alas de querube, alas llovidas, alas nacientes y alas de Altazor paracaidista. Alas también, rojas como las alas de la Virgen pintada por Fouquet, como sugirió don Próspero.
Alas tricolores como las alas de los ángeles que sostienen la medialuna de la Guadalupana, como pidió el abuelo Francisco.
Alas pardas con ojos de pavorreal como los ángeles pintados por Filippo Lippi, y alas blindadas como las alas de los ángeles de Perugino, tal como quería el primo Walter.
Alas doradas como las alas del arcángel Gabriel pintado por Masolino da Penicale, y alas en explosión como los ángeles del Tintoretto, tal como se le ocurrió a la tía Luisa.
Alas grises como las alas de los ángeles que pintó El Greco, según pensó la abuela Altagracia.
Y alas, en fin, como las que diseñó el tío Esteban para Estefanía, en un intento de darle gusto a todos, y que en todo caso se parecían a las alas de los ángeles de la Anunciación de Mónaco, y de los ángeles músicos le Memling, y que tenían franjas amarillas, moradas, blancas, lilas, rojas, verdes, rosas y azules, como si estuvieran forradas con la piel de una cebra en tecnicolor.
El siguiente paso fue hacerle el amor por el oído derecho. Era este oído con el que Estefanía escuchaba mejor el aleteo de la espuma de la cerveza, los conciertos de Brahms, los latigazos del viento, las canciones de Bilitis y mis pregones de ropavejero que insistían en cambiarle sus caricias, sus besos y sus muslos por lámparas sin alma y otros objetos intocables y casi invisibles como eran una cantimplora llena de sueños para beber en las noches de insomnio, agua de turquesas para llenar sus ojos, un reloj de manecillas de estalactitas para saber la hora de la eternidad, un paraguas de alas de murciélago para resguardar de una posible lluvia de luciérnagas, una raqueta de hielo para jugar tenis con pelotas de nieve y tantas otras cosas que jamás le interesaron, porque Estefanía estaba cansada ya de los elogios con los que siempre la agobiaron todos los poetas, vivos, muertos o imaginarios, y es que la pobre de Estefanía no podía reír sin que el primo Walter, Ricardo el jardinero o cualquiera de nuestros parientes o amigos, le hicieran una oda marítima a sus dientes o una oda elemental a sus axilas y ella misma no podía sentarse a leer un cuento o una novela así fuera sobre los temas más dispersos, como la Revolución de Octubre o la conquista del Matterhorn, sin que tarde o temprano apareciera un personaje poeta que traicionara el argumento y se escapara del libro descolgándose por la cinta señaladora para elogiar el aroma de sus muslos o el código agridulce al que obedecían sus ojos; y por otra parte, como ella sabía que la misma relación que existe entre todos los poetas que son y sus amantes que han sido, existía, pura, exacta, limpia, entre ella y yo, y que por lo mismo que yo siempre me sentí dueño de todos los poemas ajenos, igual que si yo los hubiera escrito con mi propia mano y mi propia alma (hasta el punto que varias veces pensé, muy en serio, en adoptar algunos poemas anónimos) por esta misma razón mi prima Estefanía no podía escuchar, leer o recordar un poema, sin sentirse mortalmente aludida: de ella era la lengua de hostia apuñalada de la mujer de André Bretón, de ella el abrigo color de leche e insolencia de Isabelle la amiga de Louis Aragón, y de ella y de nadie más, las manos de agua caliente de la muchacha ebria de Efraín Huerta. Y la oreja descrita por Alfonsina Storni, el rosado foso de irisadas cuencas, era también de ella. Fue por allí, una tarde, que le hice el amor: pero a pesar de que apenas y con todo cuidado pasé el glande de seda por el aseado, terso pabellón de su oreja, a pesar de que tan sólo dejé en el caracol recóndito de su oído la primera perla de semen y en realidad los chisguetes cayeron en el pabellón, de modo que mi esperma le escurrió por el cuello como un hilo de sangre gris clara, a pesar de eso, les digo, Estefanía perdió el equilibrio de los días y de las fiestas, se quejó de retintines en el estribo, y tuvo más pesadillas: soñó que un pene gigantesco, un lingam morado y larguísimo le entraba por una oreja y le salía por la otra, enredado con ganglios linfáticos y huevos pascuales. Yo le aseguré que todo era cuestión mental; que estaba llena de prejuicios burgueses; que no me extrañaría nada que el domingo menos pensado se fuera a misa olfateada por los perros; que de seguir así no le faltaría un sacerdote ventrílocuo que le hiciera confesar pecados inexistentes y nefandos dignos de pagarse a fuego lento en las sentinas del infierno; que esto, que lo otro, que su ombligo, que sus piernas, que sus ojos. Pero Estefanía no me escuchó, quizá porque de verdad mi esperma le tapó el oído dejándola sorda por unas horas, o quizás porque sencillamente no se le dio la gana ponerme la menor atención: el caso es que Estefanía, que siempre tuvo un oído muy sensible, que fue capaz de escuchar desde niña los diálogos nocturnos y oscuros de sus padres desde tres recámaras más allá, casi en el otro alerón del castillo; que sabía cuándo las babosas se deslizaban por los mármoles de las sepulturas y que sentada bajo un olmo de los pantanos escuchaba cómo crecía el pasto azul de Kentucky, esa vez sin embargo, no escuchó ninguna de mis palabras; lo que es más, no escuchó, siquiera, la caída estruendosa de la tarde y la plomada diagonal del sol que destrozó las vidrieras de colores y levantó nubarradas de pólvora dorada.
Y como han de imaginarse, tampoco quiso saber nada de hacer el amor, al menos por unas horas, y me propuso un paseo por nuestro barrio. La hubieran visto ustedes, tranquila, intacta, pasmosa e impoluta como si nada, y consciente de su talento y de sus aniversarios de cristal, y sobre todo de esa gracia que imantaba todos los poderes y hacía prenderse a sus labios las frases más hermosas que flotaban, desamparadas, en el aire: las más traídas de las alas, las que encienden cosquillas en los funerales, las que lo hacen despertarse a uno de la podredumbre nocturna esbelto como un dinosaurio.
¡Ah, mi prima, mi prima luminosa como una amatista de dulce o un fresno parpadeante!
¡Mi prima, que era alta como una promesa y linda como ir al zoológico un domingo de ojos cristalinos!
¡Mi prima, mi limpia y relamida Estefanía que sin haber sido nunca un águila de sal o un horóscopo de plata, era bella como la eternidad bordada con nomeolvides y sorprendente como los muestrarios de cintas de colores que se enredan en las hélices de las leyendas!
¡La hubieran visto ustedes, clara y fresca como los naranjos en ayunas, espléndida como las cuatro en punto de la primavera o la póliza del anís, transcurriendo por las salas y los pabellones del hospital, por las crujías, las clínicas y los dispensarios, los bancos de ojos y los bancos de sangre, los manicomios y las leproserías!
¡La hubieran visto rodeada por sus enfermeras, que la seguían como un enjambre de abejas en vuelo nupcial o un palabrerío de confeti blanco que no se atreviera a tocarla!
¡Hubieran visto cómo sus pacientes la adoraban, cómo los cirróticos se olvidaban de sus vientres de medusa y los tuberculosos de sus sarcoides violetas cuando pasaba mi prima, que era bella y misteriosa como volar por la noche estrellada en el lomo de una interrogación de vapor!
¡Hubieran visto cómo los corazones de los enfermos de aleteos auriculares alcanzaban las doscientas pulsaciones por minuto, y cómo los parkinsonianos extendían sus manos tembleques cuando pasaba mi prima por los pabellones!
¡Cómo a través de los párpados de los diabéticos en coma, se vislumbraban resplandores verdes, y cómo los enfermos de porfiria le sonreían con sus dientes de vampiro, alargados y color de rosa!
¡Ah, mi prima, la púdica, la inefable, la diabólica de mi prima, que sin haber sido jamás la corteza del año o la redondez del mediodía, el fragor de los espejos o la yema del viento; que sin haber sido, siquiera, la astilla de una nube, el reverso de un sueño o la cáscara del arco iris, pero que gracias a que en su roce con el mundo, con la arena, con las loterías y con el frufrú de los cuervos, algo de luz y de rencor se le pegó a su alma y algo de dulzura y de inteligencia, de buen humor, se le contagió en su trato y sus conversaciones con el mar y con los milagros, fue excelsa y celestial y absurda, absurda como la leche negra de Celan o la nieve roja de Góngora, absurda como un demonio de malvavisco o un ángel de carbón, un puente de aire o la oscuridad al rojo blanco, un buitre de hule-espuma o un lirio de excremento!
Y sobre todo después de hacer el amor y sentada junto a la ventana y bajo su retrato, puro, mansa, quieta y lasciva, sin permitirme que le tocara yo la punta de un cabello o un botón del pecho, tranquila, así, inocente y encaneciendo a diez años por hora, mansa y sin soñar, y blanca y recatada y límpida y recién comulgada, como todas mis nietas futuras, y encerrada, intacta, en una burbuja de saliva, en un paréntesis de vidrio, en un témpano de celofán, llorando lágrimas de gelatina de apio y con la cabeza sumergida en el enigma translúcido y sordomudo de una escafandra, mi prima era una contradicción en carne viva: frágil y recia, la admirable; quebradiza y dura al mismo tiempo, la pérfida, como quedó el día y la noche en que le embarré mi esperma por todo su cuerpo: desmoronadiza, sí, casi etérea pero a la vez sólida y densa como una virgen de nieve forrada con celuloide de acero, la puta, o como una estatua de polen cubierta con leche vidriada, la inocente.

miércoles, 21 de octubre de 2015

Cada día es un regalo




Ha sido un mes particularmente deprimente.

Es la cuarta o quinta vez que comienzo a escribir este texto.

Siento por momentos que las manos y el pecho y la garganta me laten de odio.


Mentira. Debe de ser la sexta o séptima vez que empiezo este texto durante los últimos días. Y nada. Me quedo en blanco a los dos párrafos, lo borro todo, empiezo de nuevo, vuelvo a borrarlo. Y ese odio del pecho se vuelve desolación, y acabo cerrando mi lap top y yéndome a la cama.

Ahora mismo, si me detengo un poco para tratar de poner orden, me quedaré en blanco de nuevo y no quiero.


Cada día es un regalo. Así se llama una de las fotografías que participan en un concurso nacional titulado México en una imagen. Cada día es un regalo. Y se ve un gran árbol en medio de un prado, un sol resplandeciente y unas montañas al fondo. No hay gente en la imagen, sólo el azul del cielo y el contraste de los verdes del prado, del árbol y su sombra.

Me he aguantado las ganas de bajar la foto y editarla: poner sobre ese verde prado y bajo ese resplandeciente sol, la imagen de David y Abraham Copado Molina, los dos hermanos que trabajaban para Estudios de Opinión Pública del Distrito Federal, y que fueron linchados la noche del lunes pasado en Ajalpan, Puebla, mientras realizaban unas encuestas, pues fueron confundidos con secuestradores. Los golpearon, les dieron varios machetazos y les prendieron fuego mientras la policía observaba porque –dicen-, la gente estaba fuera de control.

Me he aguantado las ganas de poner la foto de los hermanos Copado Molina en medio de ese prado espectacular y enviarla al concurso.

El prado seguro se lo imaginan. La otra imagen la dejo aquí, y me tiene sin cuidado si le hiero la sensibilidad a alguien.


Ahí hay mucho México en una imagen.


Ahí va otra vez este güey a hablar de muertos y descabezados -pensará quizá alguien que más o menos sigue este blog-. Otra vez con lo mismo, ya entendimos, Alejandro, ya sabemos, ya está bien de hablar de cosas feas. ¿O qué quieres?, ¿qué propones? Nomás criticas pero no haces nada para cambiar las cosas.

No, no voy a cambiar nada. No vamos a cambiar a México. Y yo no tengo ninguna propuesta, ninguna solución, ninguna crítica. Lo mío es rabia, es odio puro y genuino contra todo esto que veo cada día antes de irme a la cama, al despertar, al encender la computadora y ver las noticias.


Jorge y Marcela, hermanos de 8 y 5 años de edad, ejecutados de un tiro en la cabeza (Zoyotlán, Guerrero, hace 3 semanas).

Bastian Elías, de 6 meses, asesinado a golpes por su padre, Gael Elías, de 21 años, porque no dejaba de llorar (Ciudad Juárez, 8 de octubre)

Otro bebé, de 8 meses, muerto a causa de los golpes que sus padres le dieron con un cable porque lloraba mucho (Tepoztlán, Morelos, 9 de octubre).

Mireya Pérez, de 35 años, y su hija Marely, de 4, degolladas dentro de su casa por razones desconocidas (Puebla, 11 de octubre).

Guillermo Gastélum, asesinado por un chico sicario de 14 años a quien un desconocido le ofreció 1,800 dólares por matarlo (Tijuana, el miércoles pasado).

Tres hermanas de 7, 9 y 11 años, asesinadas por su padre, quien también estranguló a su esposa y después se pegó un tiro porque tenía problemas económicos (Del. Álvaro Obregón, DF, el viernes pasado).

Un cadáver colgando de un puente, envuelto en vendas y con una máscara negra, con signos de tortura y dos tiros en la cabeza (Iztapalapa, DF, hace 3 días).

Dos familias enteras, una de 6 y otra de 4 personas –entre ellas un bebé-, ejecutadas con AK-47 (Veracruz, hace dos días).

Alexa Ramírez, de 8 meses, quien fue arrancada de los brazos de su madre durante el robo de su auto, apareció muerta, flotando en una bolsa de plástico, en la ribera de un río (Irapuato, ayer).

Dos cadáveres, hombres de entre 30 y 40 años. Uno calcinado en un contenedor, otro tendido sobre la acera, maniatado y con un mensaje dirigido a Miguel Ángel Mancera, Jefe de Gobierno del DF. (Iztapalapa, esta mañana).


No tengo ninguna propuesta. No tengo soluciones. No voy a cambiar nada. Es sólo esta rabia que me palpita en las manos, en el pecho, en la garganta.


Pero cada día es un regalo.


Que se lo digan a la madre de Jorge y Marcela. A los padres de David y Abraham.



Cada día es un regalo (sic).