domingo, 13 de diciembre de 2015

Una final a 10 mil kilómetros






Esta semana se juega la final de la liga en México. Los Pumas de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México) –el equipo de mis amores y mis tristezas- juegan contra los Tigres de la UANL (Universidad Autónoma de Nuevo León). Para quienes no estén familiarizados con el futbol mexicano: no, no es una liga universitaria, es la liga mayor, la primera división, sin embargo los dos únicos equipos de la liga que representan a universidades están en la final. Simple coincidencia.

Mi equipo está en la final y yo estoy en un agujero frío a 10 mil kilómetros. Y eso es muy, muy jodido.

Las finales en México se juegan a dos partidos, uno en el estadio de cada equipo, y cuatro de los cinco títulos de liga que han ganado los Pumas desde que yo estoy en este mundo, los he presenciado en el estadio: los dos títulos de 2004 contra Guadalajara y Monterrey, el de 2009 contra Pachuca, y el último -unos meses antes de mudarme a Polonia-, el de 2011 contra Morelia. Estuve en el estadio en esas 4 finales, y recuerdo en qué minuto cayó cada gol y cómo fue la jugada (como cualquier aficionado que se precie de serlo).



Hoy, por primera vez en mi vida, mi equipo juega una final de liga en su estadio y yo la veré por televisión, a 10 mil kilómetros.


La razón de escribir todo esto comenzó, en realidad, hace dos días, cuando se jugó el primero de los dos partidos, en El Volcán, el estadio de los Tigres, en Monterrey. Que un partido se juegue en México a las 9 pm significa que aquí en Cracovia son las 4 am, así que el miércoles después del trabajo me fui con un par de amigos a beber algo y volví a casa a eso de las 3 am, preparado para ver por Internet el primero de los dos partidos de la final.




Y a las 4 am, hora de Cracovia, comenzó el partido.

A los malditos Tigres sólo les tomó 14 minutos clavarnos el primer gol (está de más decir que fue gracias a un penal que no era penal, pero eso ya no importa). A mí no se me movió ni un solo músculo de la cara. No insulté al árbitro, no grité obscenidades a la pantalla, no hice absolutamente nada excepto darle un trago a mi bebida, mientras Gignac, ese maldito delantero francés que los Tigres trajeron esta temporada, celebraba su gol frente a las cámaras.



A partir de ahí, todo fue un espectáculo futbolístico de los malditos Tigres; se cansaron de tocar el balón, de marear a los Pumas, de hacerlos correr tras el balón como niños, de triangular, de dar pases precisos, elegantes, soberbios. Y a los 28 minutos, como si estuvieran midiendo el tiempo desde el primer gol, los Tigres nos clavaron el segundo: un golazo de Javier Aquino (¡¿Por qué diablos no lo dejaron en el Rayo Vallecano donde ni siquiera era titular el maldito?!). Nos cayó el segundo gol y yo seguí  impasible. No insulté, no grité, no hice muecas… y comencé a darme cuenta de que algo andaba mal; no quiero decir con el partido, era obvio que algo andaba muy mal para que le estuvieran dando semejante baile a mi equipo, no, quiero decir que algo andaba mal conmigo, aunque lo supe hasta algunos minutos después, sí, cuando los malditos Tigres nos clavaron el 3-0.

Fue en ese momento, cuando después de otra buena jugada, los Tigres metieron el tercer gol, al minuto 15 del segundo tiempo; fue entonces cuando me pasó esto tan horrible, algo que jamás me había pasado con el futbol, algo que no se hace si es que se tiene un poco de nobleza futbolera, y eso es, dejar de ver un partido antes de que termine (un partido de futbol se ve completo pase lo que pase, así estén jugando los Nopaleros de Anenecuilco contra los Truenos de Cuautitlán. Si un partido se comienza a ver se termina de ver, a menos que el presidente del país ordene que se suspenda por aburrido como ocurrió la semana pasada en la Supercopa de Mauritania cuando jugaban el FC Tevragh-Zenia y el ACS Ksar).

Nunca con el futbol me había pasado algo tan ominoso.

Y justo en ese momento, al minuto 15 del segundo tiempo, cuando nos clavaron el tercer gol, entendí perfectamente aquello que alguna vez leí en un texto de Hernán Casciari, y que sólo puede entenderse empíricamente; entendí que ese tercer gol –y un cuarto o un quinto si es que caían-, ese partido, la final de liga, el título o la derrota de mi equipo de futbol… todo, todo me daba igual.

Sin hacer mueca alguna, sin insultar al árbitro ni a la torpe defensa de mi equipo ni al pusilánime entrenador que no podía leer el juego; sin la menor muestra de emoción alguna y faltando media hora para que terminara el partido, apagué la computadora y me fui a la cama.

No fue un berrinche, no fue molestia, no fue porque mi equipo estuviera siendo exhibido por unos admirables Tigres –aunque así lo parezca-. Fue -como me lo dijo Casciari hace tiempo y no quise escucharlo- porque cuando estás a miles de kilómetros de los tuyos, de tu ciudad y de tu comida, de tu acento y de tus palabras, de tus pasiones y de tus odios, de los hinchas del mismo equipo y de sus detractores, cuando estás lejos de todo eso, la gloria y la tristeza saben igual; lo bello y lo terrible dan lo mismo, y te das cuenta de que estás  -como delantero a quien le anulan un gol- en offside, estás spalony (quemado, como dicen en las transmisiones polacas). Estás fuera de lugar.



Eso fue lo más triste: entender que en realidad daba lo mismo si mi equipo salía campeón o seguía siendo humillado. Al día siguiente yo iría al trabajo y no pasaría absolutamente nada, no lo celebraría con nadie ni escucharía crítica alguna. Lo mismo da que tu equipo sea campeón cuando eres su único hincha en una ciudad que no es tuya.




Dentro de unas horas se juega el segundo partido de la final, y no sé si lo veré; no sé si quiero verlo. Pumas juega en su estadio, con su gente y con una desventaja de 3 goles. A las 4 am en Cracovia -9 pm en el DF-  puede que yo esté frente a la computadora, tratando de convencerme de que el futbol significa algo aún a 10 mil kilómetros, de que el futbol no sólo tiene sentido en un ámbito colectivo sino individual.





O puede que esté durmiendo como un bebé, y me levante y vaya a mi clase de las 8 am y me dé igual lo que haya pasado, y al ver el resultado en Internet no haga gesto alguno, pues me habré convencido de que sí, de que en realidad estoy spalony, de que estoy fuera de lugar.