domingo, 31 de enero de 2016

Daga y una campana







Daga.

Cómo no querer pronunciar un nombre así.

Cómo no querer develar el misterio de alguien que se presenta diciendo: soy Daga.

Cómo no confundirse, cómo no quedar atrapado.

Cómo no resultar herido por una mujer que se llama Daga.

Con Daga todo fue un misterioso juego desde el principio; desde su nombre hasta su vientre y desde sus dedos hasta su historia. Y más misterio aún fue su lengua.

Ella, que hablaba un perfecto español, se divertía haciéndome sufrir hablándome casi sólo en polaco. Y yo, ya con un año viviendo en esta tierra de consonantes impronunciables, pero con un nivel comunicativo de la lengua polaca que sólo me permitía pedir dos vodkas en los bares –porque si pides 5 hay que declinar las palabras y es un desmadre- y defenderme de cualquier extraño diciendo no hablo polaco, fui aprendiendo de su lengua –entre otras cosas- frases concretas, juguetonas, útiles y siempre cortas.

A veces demasiado cortas.

Przyjdź, decía un mensaje que recibí un día al salir del trabajo. En serio, así tal cual, przyjdź, siete consonantes, una zeta con tilde y ni una sola pinche vocal, y yo, seguro de que Daga había olvidado activar la función T9 de su teléfono, comprobé asombrado que no, que esa palabra realmente existía en polaco y quería decir ven.

Przyjdź. Traté de pronunciarla 3 ó 4 veces y me rendí. Y Daga lo sabía.

Después de varias decenas de consultas al traductor –que se volvió mi compañero inseparable- fui acostumbrándome al minimalismo textual de Daga, a sus frases que casi siempre escondían algo, aunque a menudo yo no pudiera descifrarlo.  Y aun antes de aprender las expresiones básicas del nivel A1 que siempre se aprenden en una lengua extranjera, como salir de casa, tomar el autobús, ir al trabajo, salir con amigos, etc., fui aprendiendo, gracias a la lengua de Daga –nunca mejor dicho- frases como masz ochotę na coś (tienes ganas de algo)?, u mnie czy u Ciebie (en tu casa o en la mía)?, kolacja ze śniadaniem (cena con desayuno)?, así como ciertos imperativos y hasta formas transitivas de bellos verbos como gryźć, szczypać, ślinić, ssać, muskać. Polaco de alcoba, como dice mi amigo Nacho.

Las lenguas son para divertirse –decía Daga con una sonrisa pícara-, para jugar con ellas. Y en general así era. Por momentos su lengua –su lengua polaca quiero decir- no parecía tan tortuosa.

Claro, a veces había malentendidos: ella escribía en un mensaje wpadaj, y yo asociaba la palabra con spadaj, que sólo difieren en una letra y suenan muy similar, pero que en mexicano sería algo así como la diferencia entre que te digan caile en chinga y llégale a la Chingada. Ella quería decir lo primero y yo entendía lo segundo.

Y ella se divertía de lo lindo.

Daga le hacía honor a su nombre.

Su nombre le hacía honor a su lengua.

Daga y su lengua polaca.

Hasta que un día me dijo que quería irse un tiempo de Cracovia. Uno, dos meses, no sabía. Quería desconectarse de todo, me dijo. Quería estar sola. Y yo le dije que estaba bien -aunque no lo estaba-, que se fuera y que ya veríamos. Ambos sabíamos que igual podía volver en una semana, o no volver. Así era Daga, no podía estarse quieta.

El día que se fue me escribió el último mensaje. Era una palabra que nunca me había escrito, y que no reconocí, por lo que tuve que ir al traductor, que tampoco me ayudó mucho: campana. Un mensaje de despedida con una sola palabra en polaco.

Campana.

Esta vez no entendí qué diablos quería decir Daga con su economía lingüística. Suspiré con cierto enfado y borré el mensaje.

No supe cuánto tiempo se fue, o si volvió a las dos semanas, o a los dos meses o a los dos años o se quedó allá en Bieszczady, en Chrząszczyce o en Przemyśl o en cualquier otro pueblo polaco cuyo nombre parece una sopa de consonantes. No volvió a escribirme, no llamó, y yo lo entendí, y lo acepté.

Y hoy la he visto, después de casi 3 años. Entré a ese sitio que tiene un nombre imposible (Pierwszy lokal na Stolarskiej po lewej stronie idąc od Małego Rynku),  pedí un café y me metí a la sección de fumar, y ahí estaba Daga, en una de las últimas mesas, con una amiga.

Fue un saludo extraño, y la conversación no duró ni 3 minutos. Me dijo que estuvo 4 meses fuera y volvió, y yo estuve a punto de preguntarle por qué no me había llamado o escrito, pero entendí que era una de esas cosas que ya no deben preguntarse. En esos 3 minutos de conversación –Daga se levantó y estuvimos de pie junto a la mesa mientras su amiga iba al baño- los dos supimos, en silencio y sin acercarnos al tema, que aquello que habíamos tenido se había muerto.

Me senté en una mesa en la otra sala de fumadores. Diez minutos después Daga y su amiga pasaron a mi lado al salir. Nos despedimos un poco falsos, mintiéndonos que sí, que hablaríamos pronto y que estaríamos en contacto aunque ambos sabíamos que no.

-¿Por qué nunca me llamaste?- me dijo Daga. No había reproche en su voz, sino curiosidad, o así me pareció, y no era en realidad una pregunta, sino una frase a la que le sobraba el por qué. Nunca me llamaste.

Debió ver la confusión en mi rostro, porque agregó:

-El día que me fui te mandé un mensaje. Esperé que me llamaras… en fin, no importa, supongo que ya no querías, pero podías haberlo dicho. Do widzenia, Alex.

Y entonces lo entendí. Recordé su último mensaje, y lo entendí. Ahora que mi polaco es un poco más que A1 y que los imperativos de verbos no sexuales me son un poco más familiares.

Maldije a Daga y a su maldita lengua –la materna y la juguetona-, maldije al traductor de google y a su teléfono que quizá había eliminado una tilde.

Pero así era Daga. Daga y su lengua. Daga y su último mensaje.

Dzwon – campana


Dzwoń– llama(me)










domingo, 24 de enero de 2016

"Yo que tú me daría prisa..."






Era el cuarto o el quinto bar de esa noche. Había ido a Ciudad Real a pasar unos días con mi amigo Nacho y su familia, y a conocer de paso un poquito más de La Mancha. Luego de una semana había conocido ya a casi todo el grupo: veinte o veinticinco amigos –Nacho entre ellos- que cada año vuelven a esa su pequeña ciudad natal a pasar la Navidad con la familia y a ver a los viejos amigos. El grupo de amigos de Nacho era bastante heterogéneo y pintoresco: había entre ellos un tatuador, una pareja que vive en Suiza haciendo espectáculos de flamenco, un bartender, dos chicas que viven desde hace un par de años en México trabajando en temas sociales –y una de las cuales tiene la sonrisa más bella y los tatuajes más sexys que he visto en España-, un profesor de tenis, una chica que trabaja como niñera en París,  una pareja de agricultores, un carnicero, una actriz de teatro, una intérprete de signos, camareros, parados, ingenieros y hasta un bombero. Y apenas llegado a Ciudad Real, me hicieron sentir como en casa, y entre anécdotas, bares y tapas, habían pasado mis días en ese bello rincón de Castilla-La Mancha, hasta esa noche en que la mujer se nos acercó a pedirnos prestado un teléfono para llamar a alguien.

Estábamos en el Café del Arte, cerca de la calle Calatrava, donde además de precios asequibles, cada tapa tiene nombre y puedes elegirla con tu bebida, así que pides un Dalí, un Quevedo, un Picasso, un Valle-Inclán. Era el cuarto o quinto bar de esa noche, tomamos un par de cañas, pagamos, nos abrigamos y salimos a fumar un cigarro antes de irnos.

Y entonces apareció la mujer.

Había venido caminando en dirección hacia nosotros por lo menos 15 metros desde la esquina, pero nadie reparó en ella hasta que estuvo a un metro y nos habló. No creo equivocarme si digo que a todos –ese día éramos sólo seis o siete del grupo- nos causó más o menos la misma primera impresión: la mujer parecía estar muy drogada o muy borracha. Rondaría los cincuenta años, se le veía demacrada y tenía ese andar pingüinesco que da la obesidad a ciertas personas; su ropa era un tanto vieja sin darle aspecto de pordiosera, y llevaba un paquete de cigarros en una mano.

-Perdonad, ¿alguno de vosotros podría prestarme un teléfono? Es que tengo que llamar a alguien para que venga a recogerme- su voz era increíblemente rasposa, sabinesca, la de una persona que ha fumado durante más años de los que recuerda.

En un segundo se intercambiaron varias miradas entre nosotros. Dos cosas estaban claras: una, la mujer definitivamente estaba muy borracha, como lo delataba su dificultad para pronunciar correctamente, y dos, era muy improbable –si no es que imposible- que esa mujer intentara cualquier embuste, cualquier treta. Era simplemente una mujer entrada en años, borrachísima y desaliñada, pero a todas luces inofensiva.

Nacho sacó su teléfono y se lo ofreció a la mujer. Ésta le agradeció y marcó un número.

-Creo que no están en casa- dijo la mujer mientras le devolvía el teléfono a Nacho-. Muchas gracias.

En un segundo el semblante de la mujer se había entristecido enormemente, como si el hecho de que no hubiera nadie en la casa a la que había llamado fuera la confirmación de algo terrible.

-¿Quiere que llame a alguien más, o que le pida un taxi?- preguntó Nacho, pero la mujer negó con la cabeza.

-Sólo me sé ese número.

Pero en ese momento el teléfono de Nacho comenzó a sonar.

-¿Hola? Sí sí, un momento. Es para usted –le dijo Nacho a la mujer extendiéndole de nuevo su teléfono.

Tratamos de volver a lo nuestro, de continuar la conversación mientras la mujer hablaba a un par de metros de ahí, aunque inevitablemente escuchábamos partes de lo que decía. Era tan divertido e incoherente que no podíamos evitar ladear la cabeza para escuchar mejor lo que aquella mujer balbuceaba torpemente.


¿Has encontrado el libro de la guerra de los enanos?... que te digo que no me has dejado nada, que no son rojos… vale vale, como quieras, pero dime, ¿qué tal las cremas para la espalda que te puse el viernes, estás mejor?... pues aquí en Las Torrijas, ¿en dónde va a ser, si no?... mmm… vale…                 …         …      no no no, escúchame tú, te dije que te ibas a arrepentir, ¿recuerdas? ¿A que no? Pues yo sí que me acuerdo…     así que yo que tú me daría prisa, porque está sola en casa, y se está desangrando.


-Muchas gracias- le dijo la mujer a Nacho devolviéndole el teléfono. 

No sé si todos escuchamos esas últimas frases pues algunos se estaban ya despidiendo cuando la mujer terminó de hablar, pero Nacho y yo nos miramos, ya no burlones o divertidos sino intrigados. Incluso preocupados.

La mujer se alejó con ese andar pingüinesco, dobló en Calatrava y se perdió, mientras nosotros digeríamos lo que habíamos oído, si es que habíamos oído bien. Nacho miró su teléfono pero la mujer había borrado el registro de la llamada que había hecho. La que había recibido decía simplemente número privado.

Dos días después me fui de Ciudad Real, volví a Cracovia, y me he pasado casi un mes mirando todos los días en Internet los diarios locales, primero de Ciudad Real, después extendiéndome a Puertollano, Valdepeñas, Manzanares, después a casi toda Castilla-La Mancha, buscando no sé qué exactamente.



Y sin saber si realmente quiero encontrar algo.