Daga.
Cómo no querer pronunciar un nombre así.
Cómo no querer develar el misterio de alguien
que se presenta diciendo: soy Daga.
Cómo no confundirse, cómo no quedar atrapado.
Cómo no resultar herido por una mujer que se
llama Daga.
Con Daga todo fue un misterioso juego desde el
principio; desde su nombre hasta su vientre y desde sus dedos hasta su historia.
Y más misterio aún fue su lengua.
Ella, que hablaba un perfecto español, se
divertía haciéndome sufrir hablándome casi sólo en polaco. Y yo, ya con un año
viviendo en esta tierra de consonantes impronunciables, pero con un nivel comunicativo
de la lengua polaca que sólo me permitía pedir dos vodkas en los bares –porque si
pides 5 hay que declinar las palabras y es un desmadre- y defenderme de
cualquier extraño diciendo no hablo
polaco, fui aprendiendo de su lengua –entre otras cosas- frases concretas,
juguetonas, útiles y siempre cortas.
A veces demasiado cortas.
Przyjdź, decía un mensaje que recibí un día
al salir del trabajo. En serio, así tal cual, przyjdź, siete consonantes, una zeta con tilde y ni una sola pinche vocal, y
yo, seguro de que Daga había olvidado activar la función T9 de su teléfono,
comprobé asombrado que no, que esa palabra realmente existía en polaco y quería
decir ven.
Przyjdź. Traté de pronunciarla 3 ó 4 veces y
me rendí. Y Daga lo sabía.
Después de varias decenas de consultas al
traductor –que se volvió mi compañero inseparable- fui acostumbrándome al
minimalismo textual de Daga, a sus frases que casi siempre escondían algo,
aunque a menudo yo no pudiera descifrarlo. Y aun antes de aprender las expresiones básicas
del nivel A1 que siempre se aprenden en una lengua extranjera, como salir de casa, tomar el autobús, ir al
trabajo, salir con amigos, etc., fui aprendiendo, gracias a la lengua de
Daga –nunca mejor dicho- frases como masz
ochotę na coś (tienes ganas de algo)?, u
mnie czy u Ciebie (en tu casa o en la mía)?, kolacja ze śniadaniem (cena con desayuno)?, así como ciertos
imperativos y hasta formas transitivas de bellos verbos como gryźć, szczypać, ślinić, ssać, muskać. Polaco
de alcoba, como dice mi amigo Nacho.
Las lenguas son para divertirse –decía Daga con
una sonrisa pícara-, para jugar con ellas. Y en general así era. Por momentos
su lengua –su lengua polaca quiero decir- no parecía tan tortuosa.
Claro, a veces había malentendidos: ella
escribía en un mensaje wpadaj, y yo
asociaba la palabra con spadaj, que
sólo difieren en una letra y suenan muy similar, pero que en mexicano sería
algo así como la diferencia entre que te digan caile en chinga y llégale a
la Chingada. Ella quería decir lo primero y yo entendía lo segundo.
Y ella se divertía de lo lindo.
Daga le hacía honor a su nombre.
Su nombre le hacía honor a su lengua.
Daga y su lengua polaca.
Hasta que un día me dijo que quería irse un
tiempo de Cracovia. Uno, dos meses, no sabía. Quería desconectarse de todo, me dijo. Quería estar sola. Y yo le dije que estaba bien -aunque no lo estaba-, que
se fuera y que ya veríamos. Ambos sabíamos que igual podía volver en una semana,
o no volver. Así era Daga, no podía estarse quieta.
El día que se fue me escribió el último
mensaje. Era una palabra que nunca me había escrito, y que no reconocí, por lo
que tuve que ir al traductor, que tampoco me ayudó mucho: campana. Un mensaje de despedida con una sola palabra en polaco.
Campana.
Esta vez no entendí qué diablos quería decir
Daga con su economía lingüística. Suspiré con cierto enfado y borré el mensaje.
No supe cuánto tiempo se fue, o si volvió a las
dos semanas, o a los dos meses o a los dos años o se quedó allá en Bieszczady,
en Chrząszczyce o en Przemyśl o en cualquier otro pueblo polaco cuyo nombre
parece una sopa de consonantes. No volvió a escribirme, no llamó, y yo lo
entendí, y lo acepté.
Y hoy la he visto, después de casi 3 años. Entré
a ese sitio que tiene un nombre imposible (Pierwszy
lokal na Stolarskiej po lewej stronie idąc od Małego Rynku), pedí un café y me metí a la sección de fumar, y
ahí estaba Daga, en una de las últimas mesas, con una amiga.
Fue un saludo extraño, y la conversación no
duró ni 3 minutos. Me dijo que estuvo 4 meses fuera y volvió, y yo estuve a
punto de preguntarle por qué no me había llamado o escrito, pero entendí que
era una de esas cosas que ya no deben preguntarse. En esos 3 minutos de conversación
–Daga se levantó y estuvimos de pie junto a la mesa mientras su amiga iba al
baño- los dos supimos, en silencio y sin acercarnos al tema, que aquello que
habíamos tenido se había muerto.
Me senté en una mesa en la otra sala de
fumadores. Diez minutos después Daga y su amiga pasaron a mi lado al salir. Nos
despedimos un poco falsos, mintiéndonos que sí, que hablaríamos pronto y que
estaríamos en contacto aunque ambos sabíamos que no.
-¿Por qué nunca me llamaste?- me dijo Daga. No
había reproche en su voz, sino curiosidad, o así me pareció, y no era en
realidad una pregunta, sino una frase a la que le sobraba el por qué. Nunca me llamaste.
Debió ver la confusión en mi rostro, porque
agregó:
-El día que me fui te mandé un mensaje. Esperé
que me llamaras… en fin, no importa, supongo que ya no querías, pero podías
haberlo dicho. Do widzenia, Alex.
Y entonces lo entendí. Recordé su último
mensaje, y lo entendí. Ahora que mi polaco es un poco más que A1 y que los
imperativos de verbos no sexuales me son un poco más familiares.
Maldije a Daga y a su maldita lengua –la materna
y la juguetona-, maldije al traductor de google y a su teléfono que quizá había
eliminado una tilde.
Pero así era Daga. Daga y su lengua. Daga y su
último mensaje.
Dzwon – campana
Dzwoń– llama(me)