domingo, 8 de mayo de 2016

En la casa de las Pussy Riot






Empecé a hospedar desconocidos en mi casa hace más o menos seis años, a través de Couchsurfing, una comunidad de gente que comparte su casa sin otra razón que la de conocer gente de otros países. Abres un perfil, y si viajas a casi cualquier lugar del mundo encontrarás en esta comunidad a alguien que está dispuesto a ofrecerte su casa. Así nomás, por puras ganas. Si hoy estoy en Polonia es también por culpa de Couchsurfing; por un par de desconocidos que hospedé cuando vivía en Tuxtla Gutiérrez, y que al final me convencieron de venir a este país. He hospedado y he sido hospedado por gente increíble (excepto cuando viajé a Bangor, Maine, el pueblo de Stephen King, y tuve una experiencia como sacada de una de sus novelas, pero eso lo contaré otro día). He tenido casi siempre experiencias buenas en Couchsurfing, pero ninguna la recuerdo tan bien como la de Borya, el chico ruso que nos hospedó en Moscú hace tres años.

Después de varios meses de planearlo, de visas, cartas falsas de invitación y engorrosos trámites, por fin partí hacia la patria de Bulgákov, de Tarkovski, de Solzhenitsyn (bueno, en realidad a ésos los conocí después; yo quería ir a la patria de Maria Sharapova y Yelena Isinbayeva).

Viajé durante más de un día en autobús hasta San Petersburgo y ahí me encontré con Darina, a quien había conocido meses antes en Cracovia. Ya encontré a una persona que va a hospedarnos en Moscú, me dijo, y yo no me preocupé más del asunto. Viajamos en un tren nocturno  a Moscú; llegamos a eso de las 4 am, y como el chico que nos hospedaría nos vería a eso del mediodía, aún tuvimos tiempo de ir a ver el Kremlin y la Plaza Roja casi vacía. Lo único abierto a esa hora era un McDonald´s, así que tuvimos que comernos un McDesayuno mientras mirábamos la tumba de Lenin. Irónico.

Nos encontramos con Borya en la estación del metro Ryazansky Prospekt, no muy lejos del gran monumento a Lenin en el parque Kuzminki. Era un chico muy delgado, de pelo enmarañado y ojos oscuros, y mi primera asociación fue la de un estudiante de Ciencias Políticas de la UNAM. Apenas nos presentamos, nos dijo: Lenin vivió de joven en este barrio, ¿saben? El gran Lenin.

Caminamos hasta su apartamento mientras él y Darina hablaban animadamente en ruso; yo disfrutaba de lo melódico de su lengua y contemplaba la arquitectura comunista del barrio Kuzminki, bastante similar a la de Tlatelolco, en México DF.

Lo primero que vi al entrar al apartamento de Borya fue un gran póster del Che Guevara en la pared frontal; lo segundo, las enormes estanterías llenas de libros amarillentos y deshojados; lo tercero, a Borya parado frente a mí, sonriendo y extendiéndome un libro: era el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, en español. Lo tengo en 14 idiomas, me dijo Borya mientras me hacía un breve tour por las estanterías. Había cientos, verdaderamente cientos de libros por todo el apartamento; en ruso, en checo, en italiano, en francés. Era una enorme biblioteca comunista, y en las paredes había afiches de Marx, de Trotski, de Mao, del Che, y por supuesto, de Lenin. Propaganda en ruso por todos lados, papeles, ceniceros llenos, discos.

Pasamos a la cocina y Borya preparó café. Yo seguía contemplando aquellas paredes llenas de fotos, afiches, frases, y entonces vi un póster de Pussy Riot –el famoso colectivo punk feminista- detrás de la puerta de la cocina: era la ya emblemática imagen de las 4 chicas, con pasamontañas de colores, dentro de la iglesia ortodoxa de Cristo Salvador, en Moscú.

Katya vivió en este apartamento, dijo Borya. Sí, aquí mismo, hace unos diez años, cuando estudiaba.

¿Quién es Katya?, le respondí, y Borya me miró como si yo hubiera preguntado quién es Messi.

¿Cómo que quién es Katya? Yekaterina Stanislavovna Samutsévich… Katya, de Pussy Riot, dijo señalando el póster. ¡Katya vivió aquí, en este mismo lugar! Borya se acercó al póster y lo miró unos segundos; su pecho estaba hinchado de orgullo y su mirada absorta en las cuatro chicas del póster, y se quedó así por lo menos medio minuto, y yo me sentí como si estuviera viendo un cuadro de Jackson Pollock al lado de uno de esos fantoches que dicen entender y hasta sentir el arte abstracto. Darina y yo nos miramos en silencio mientras Borya terminaba de suspirar frente al cuadro de Pussy Riot.

Durante los siguientes días Darina y Borya fueron mis guías en Moscú. Por las tardes, cuando volvíamos al apartamento, Darina se echaba una siesta y yo me quedaba con Borya en la cocina, escuchándole despotricar contra su presidente y perdiéndome en sus explicaciones sobre el neocomunismo. Me preguntó si en México había muchas estatuas de Trotski, si era tan querido como El Che Guevara y si yo había visitado la casa de Coyoacán donde lo habían asesinado. Yo me escaqueaba como podía, y de vez en cuando trataba de aventurar comentarios o preguntas para no quedar como un inútil que nada sabía de Rusia, e invariablemente, cada vez que yo mencionaba el nombre de su presidente Vladimir Putin, Borya asestaba un ligero golpe en la mesa con el puño y apretaba los labios en claro signo de molestia y se le salía un claro ¡Chertov Putin!, o se quedaba mirando por la ventana, y bufaba enfadado y soltaba un ¡Mudak Putin! antes de volver a mirarme y continuar su apasionada diatriba. Sólo aquel póster de las Pussy Riot parecía calmar la irritación de Borya al hablar de Putin; sólo el hecho de saber que Yekaterina Samutsévich había vivido en ese mismo apartamento parecía darle ánimos.

Después de casi una semana en esa antigua casa de una de las Pussy Riot, no entendí ni madres del neocomunismo, pero me aprendí más de diez insultos para el presidente ruso. Nos despedimos de Borya enormemente agradecidos por su hospitalidad, y como ocurre con la mayoría de gente de Couchsurfing, supe que sería difícil que nos volviéramos a encontrar.

Yo he seguido hospedando gente, últimamente bastantes viajeros de Ucrania, que está aquí al lado, y casi siempre los ucranianos traen un pequeño regalo como pago por recibirlos; algunos traen dulces típicos, chocolates, alguna botellita de licor casero que siempre se agradece, pero hubo una pareja que recibí hace unos meses que me trajo el regalo más original que he visto, aunque pensé que nunca lo usaría, así que lo guardé en un cajón y lo olvidé.

Sin embargo Borya me ha escrito hace un par de semanas; viene a Cracovia y obviamente se quedará en mi casa. Me alegré mucho de saber que nos veríamos de nuevo, y supe que finalmente alguien le daría uso a ese regalo que me dieron unos ucranianos.


Ese regalo es para Borya. Hoy le mandé una foto. Sé que no podría darle nada, absolutamente nada mejor.