Esta semana se juega la final de la liga en
México. Los Pumas de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México) –el
equipo de mis amores y mis tristezas- juegan contra los Tigres de la UANL
(Universidad Autónoma de Nuevo León). Para quienes no estén familiarizados con
el futbol mexicano: no, no es una liga universitaria, es la liga mayor, la
primera división, sin embargo los dos únicos equipos de la liga que representan
a universidades están en la final. Simple coincidencia.
Mi equipo está en la final y yo estoy en un
agujero frío a 10 mil kilómetros. Y eso es muy, muy jodido.
Las finales en México se juegan a dos partidos,
uno en el estadio de cada equipo, y cuatro de los cinco títulos de liga que han
ganado los Pumas desde que yo estoy en este mundo, los he presenciado en el
estadio: los dos títulos de 2004 contra Guadalajara y Monterrey, el de 2009
contra Pachuca, y el último -unos meses antes de mudarme a Polonia-, el de 2011
contra Morelia. Estuve en el estadio en esas 4 finales, y recuerdo en qué
minuto cayó cada gol y cómo fue la jugada (como cualquier aficionado que se
precie de serlo).
Hoy, por primera vez en mi vida, mi equipo
juega una final de liga en su estadio y yo la veré por televisión, a 10 mil
kilómetros.
La razón de escribir todo esto comenzó, en
realidad, hace dos días, cuando se jugó el primero de los dos partidos, en El Volcán, el estadio de los Tigres, en
Monterrey. Que un partido se juegue en México a las 9 pm significa que aquí en
Cracovia son las 4 am, así que el miércoles después del trabajo me fui con un par
de amigos a beber algo y volví a casa a eso de las 3 am, preparado para ver por
Internet el primero de los dos partidos de la final.
Y a las 4 am, hora de Cracovia, comenzó el
partido.
A los malditos Tigres sólo les tomó 14 minutos
clavarnos el primer gol (está de más decir que fue gracias a un penal que no
era penal, pero eso ya no importa). A mí no se me movió ni un solo músculo de
la cara. No insulté al árbitro, no grité obscenidades a la pantalla, no hice
absolutamente nada excepto darle un trago a mi bebida, mientras Gignac, ese
maldito delantero francés que los Tigres trajeron esta temporada, celebraba su
gol frente a las cámaras.
A partir de ahí, todo fue un espectáculo
futbolístico de los malditos Tigres; se cansaron de tocar el balón, de marear a
los Pumas, de hacerlos correr tras el balón como niños, de triangular, de dar
pases precisos, elegantes, soberbios. Y a los 28 minutos, como si estuvieran
midiendo el tiempo desde el primer gol, los Tigres nos clavaron el segundo: un
golazo de Javier Aquino (¡¿Por qué diablos no lo dejaron en el Rayo Vallecano
donde ni siquiera era titular el maldito?!). Nos cayó el segundo gol y yo
seguí impasible. No insulté, no grité,
no hice muecas… y comencé a darme cuenta de que algo andaba mal; no quiero
decir con el partido, era obvio que algo andaba muy mal para que le estuvieran
dando semejante baile a mi equipo, no, quiero decir que algo andaba mal
conmigo, aunque lo supe hasta algunos minutos después, sí, cuando los malditos
Tigres nos clavaron el 3-0.
Fue en ese momento, cuando después de otra
buena jugada, los Tigres metieron el tercer gol, al minuto 15 del segundo
tiempo; fue entonces cuando me pasó esto tan horrible, algo que jamás me había
pasado con el futbol, algo que no se hace si es que se tiene un poco de nobleza
futbolera, y eso es, dejar de ver un partido antes de que termine (un partido
de futbol se ve completo pase lo que pase, así estén jugando los Nopaleros de
Anenecuilco contra los Truenos de Cuautitlán. Si un partido se comienza a ver
se termina de ver, a menos que el presidente del país ordene que se suspenda
por aburrido como ocurrió la semana pasada en la Supercopa de Mauritania cuando
jugaban el FC Tevragh-Zenia y el ACS Ksar).
Nunca con el futbol me había pasado algo tan
ominoso.
Y justo en ese momento, al minuto 15 del
segundo tiempo, cuando nos clavaron el tercer gol, entendí perfectamente
aquello que alguna vez leí en un texto de Hernán Casciari, y que sólo puede
entenderse empíricamente; entendí que ese tercer gol –y un cuarto o un quinto
si es que caían-, ese partido, la final de liga, el título o la derrota de mi
equipo de futbol… todo, todo me daba igual.
Sin hacer mueca alguna, sin insultar al árbitro
ni a la torpe defensa de mi equipo ni al pusilánime entrenador que no podía
leer el juego; sin la menor muestra de emoción alguna y faltando media hora
para que terminara el partido, apagué la computadora y me fui a la cama.
No fue un berrinche, no fue molestia, no fue
porque mi equipo estuviera siendo exhibido por unos admirables Tigres –aunque así
lo parezca-. Fue -como me lo dijo Casciari hace tiempo y no quise escucharlo-
porque cuando estás a miles de kilómetros de los tuyos, de tu ciudad y de tu
comida, de tu acento y de tus palabras, de tus pasiones y de tus odios, de los
hinchas del mismo equipo y de sus detractores, cuando estás lejos de todo eso,
la gloria y la tristeza saben igual; lo bello y lo terrible dan lo mismo, y te
das cuenta de que estás -como delantero
a quien le anulan un gol- en offside,
estás spalony (quemado, como dicen en
las transmisiones polacas). Estás fuera de lugar.
Eso fue lo más triste: entender que en realidad
daba lo mismo si mi equipo salía campeón o seguía siendo humillado. Al día
siguiente yo iría al trabajo y no pasaría absolutamente nada, no lo celebraría
con nadie ni escucharía crítica alguna. Lo mismo da que tu equipo sea campeón
cuando eres su único hincha en una ciudad que no es tuya.
Dentro de unas horas se juega el segundo partido
de la final, y no sé si lo veré; no sé si quiero verlo. Pumas juega en su
estadio, con su gente y con una desventaja de 3 goles. A las 4 am en Cracovia
-9 pm en el DF- puede que yo esté frente
a la computadora, tratando de convencerme de que el futbol significa algo aún a
10 mil kilómetros, de que el futbol no sólo tiene sentido en un ámbito
colectivo sino individual.
O puede que esté durmiendo como un bebé, y me
levante y vaya a mi clase de las 8 am y me dé igual lo que haya pasado, y al
ver el resultado en Internet no haga gesto alguno, pues me habré convencido de
que sí, de que en realidad estoy spalony,
de que estoy fuera de lugar.