domingo, 30 de agosto de 2015

Aquí todo es chili







Es ridículo, lo sé, pero fue hasta hace 4 años, cuando me vine a vivir a Polonia, cuando empecé a comer picante. Es muy triste, es vergonzoso; como para que mi padre me desherede. Él, mi padre, que siempre le reclamaba a mi madre por no hacer la comida más picante. Ella, mi madre, que a escondidas hacía dos cazuelas del mismo guisado, una para mi padre y una para mis hermanas y para mí, que llorábamos de enchilados si probábamos lo que comía don Alejandro.

Ah, mi madre, que siempre tenía listas al menos dos salsas extra (hechas a mano y en molcajete, una roja y una verde como debe ser) por si a mi padre no le bastaba el picante que ya tenía su comida.

Ah, mi padre, que después de acabarse las salsas, terminaba haciéndose un taco de chiles de árbol o chiles serranos, crudos o calentados en el comal para que picaran más (chiles toreados, como les decimos en México). Y ni se inmutaba; parecía que estuviera comiendo bombones.

Pero a pesar de los intentos de mi padre, yo nunca aprendí a disfrutar de ese nivel de picante que para él era normal. Para mí siempre representó sufrimiento, ardor en la boca, en la lengua, en los labios, en la garganta, en la panza (todo esto dependiendo del chile con el que se haga la salsa o se cocine un platillo, pues no todos los chiles pican igual ni en el mismo lugar, y eso sí que lo aprendemos todos desde pequeños). Claro que comía con fervor y placer los dulces mexicanos que siempre están cubiertos de chile, los cocteles de fruta con limón y salsa durante los recreos, las papas fritas bañadas en salsa valentina a la salida de la secundaria, los botecitos de Tajín o los sobrecitos de Chamoy, que no son más que chile en polvo, limón, sal y algunos químicos, y que te hacen torcer la boca pero que se disfrutan, pero que al fin y al cabo son picante para niños. 

Todo eso lo disfrutaba, pero al llegar a casa era distinto; apenas al entrar y oler lo que mi madre estaba cocinando yo sabía si podría comerlo o no, si habría dos cazuelas de guisado –una para don Alejandro y otra para nosotros-, o si la cena iba a ser larga y sufrida. A veces el olor del picante era tan fuerte que ni siquiera podía entrar a la cocina, como cuando mi madre cocinaba rajas en escabeche, o ponía los chiles poblanos directo al fuego para pelarlos… ese picante tiene un olor que asusta al niño más valiente.

En resumen, siempre comí picante de ligas menores, lo básico, lo más ligero, lo de niños (aunque ese picante de niños en México podría hacer llorar a muchos gringos y europeos).

Y fue aquí, en Polonia, donde un día comencé a desear desesperadamente algo picante. Es aquí donde por primera vez en mi vida adulta he sentido nostalgia por ese olor de chiles poblanos al fuego; y añoro el sabor del chile guajillo, del chipotle, del morita.


Es difícil encontrar todo eso aquí, en Polonia, donde no hay comunidades de inmigrantes lo suficientemente grandes como para demandar productos que más que disfrutarse, hacen llorar. Hay que pedirlos por Internet, o buscar en alguna de las raras tiendas de comida internacional que hay en la ciudad, o que algún mexicano que vive aquí ponga en Facebook algo como:  


-¡Banda! En el Carrefour de Czyżyny (no es broma, eso es una palabra en polaco) encontré unos chiles que parecen cuaresmeños. No saben igual pero casi-. 



Y ahí vamos los 50 mexicanos que vivimos en Cracovia al Carrefour de Czyżyny. Nada, había 3 paquetitos y ya se los llevó otro mexicano. A esperar el siguiente post en Facebook.


Poco a poco las cosas mejoran; este verano un matrimonio mexicano ha puesto su food truck justo en el barrio judío (Calavera mexicana). Ya son 3 o 4 restaurantes auténticamente mexicanos –además de los 8 o 10 de comida tex-mex-. Hay también una tienda virtual en Katowice donde conseguí axiote y chile ancho, y otro mexicano hace tortillas de maíz y las entrega a domicilio. Así la nostalgia se puede paliar un poco.

Lo que no logró inculcarme mi padre en 20 años lo está haciendo este país de consonantes impronunciables, aunque aún estoy lejos de comerme un taco de chiles de árbol, o de torear un chile serrano o de morder un chile manzano o habanero. Es un placer solitario, pues aquí lo más picante es la salsa tabasco, y casi nadie entiende que pueda haber diferencia entre el picante de un jalapeño y un güero, o que haya chiles que sólo se comen secos y otros que deben comerse frescos. Eso aquí no importa; da lo mismo si es un chile pasilla, mulato, cascabel, de árbol, morrón.


Aquí a todo le dicen chili.











sábado, 15 de agosto de 2015

Cinco dólares dolorosos






Vuelvo a encontrarme con Travis y Becky en Minneapolis después de 7 años. Trabajamos juntos en un bar durante unos meses y nos hicimos muy buenos amigos; ahora Becky trabaja en un salón de belleza en Saint Paul, es pequeñita, delgada, de ojos grandes y nunca la he visto dos veces con el mismo corte o color de pelo. Travis es un gringo grande, un gringo XL, muy rubio y de barba hasta la mitad del cuello, y siempre está haciendo chistes sobre mexicanos, negros, chinos, pero principalmente sobre blancos; ahora vive en Texas, conduce un camión de Walmart por todo el país y está de paso en Minnesota unos días, y yo también estoy de visita así que nos juntamos a tomar algo, recordar, reír y hacer lo que hacen todos los que hayan trabajado juntos en un restaurante o bar: hablar mal de los clientes, los que se quejaban mucho, los que no dejaban propina, los que querían las cosas gratis, los escandalosos, los graciosos, los que siempre pedían lo mismo.

Al terminar el trago que cada quien tiene, Travis pregunta que a dónde vamos. A mí me da igual, respondo. Becky propone ir a un lugar llamado Ground Zero, que está a unas dos cuadras. Travis se encoje de hombros, así que comenzamos a caminar mientras Becky afirma que el lugar nos va a encantar.

Maldita Becky.

Apenas al dirigirnos hacia la entrada noto que hay algo raro en el lugar, aunque aún no sé qué es. Al cruzar la puerta y entrar me viene a la mente una escena de Matrix: ésa en la que Neo está en un club enorme y Trinity se le acerca entre gente que viste de cuero negro.

El lugar parece una nave industrial enorme o una bodega. Me toma un par de minutos adaptarme a la poca luz, los rayos láser y la música que a mí me suena como a Rammstein. Observo a la gente y me doy cuenta de que Becky, Travis y yo somos los únicos que no parecemos sacados de un concierto de Marilyn Manson. Todos visten de cuero negro. Bueno, los que van vestidos; muchos sólo lleva botas altas y algo más: una minifalda que más bien parece cinturón, unos pantalones con el culo descubierto, un chaleco o un brasiere con estoperoles, lencería de encaje negro.

Travis y yo nos miramos de reojo mientras Becky casi nos grita para que la escuchemos: ¡¿Qué tal, les gusta?! Travis hace una mueca de aprobación y yo le respondo que sí, aunque aún no estoy seguro.

Pedimos algo a gritos en la barra y Becky nos hace una seña para que la sigamos. En un rincón hay una escalera de caracol. Subimos. En el segundo nivel hay una especie de escenario con unas 50 butacas, la mitad de ellas ocupadas. Nos sentamos. Al fondo del pequeño escenario hay un armario grande, cerrado. En el centro hay una estructura metálica, una especie de marco o portería iluminada por una luz tenue. Dos chicas salen de una cortina y suben al escenario mientras el público aplaude y ellas sonríen y hacen una ligera reverencia; ambas llevan botas de tacón, negras y hasta la mitad de los muslos, ropa interior negra y brazaletes. Una lleva además un corsé; la otra, diminutas cruces de cinta negra cubriéndole los pezones. Y nada más. Las dos tienen el pelo largo, liso y negro… y una maldita belleza hipnotizante.

No sé lo que va a pasar pero me hago chiquito en mi asiento, por si las moscas. Una de las chicas toma un micrófono, mira una lista que lleva en la mano y dice un nombre. El público aplaude y una chica rubia de la segunda fila –vestida con una minifalda/cinturón y una blusa de encaje negro- se levanta y va hacia el escenario donde esperan las otras dos. Las tres hablan un momento y ríen. La chica rubia se coloca en el centro del escenario, y se quita la blusa. Luego, una de las chicas, la del corsé, saca unas esposas y encadena a la rubia a la estructura metálica (ahora sé para qué rayos servía esa estructura), mientras la otra, la de los pezones cubiertos con cinta, abre el armario que está detrás; en él se observan varios látigos de distintas longitudes y formas. Y yo me sigo haciendo chiquito en mi asiento, pues ya sé lo que va a pasar.

Con cada latigazo el público aplaude o sonríe (y yo me retuerzo un poco). Las dos chicas hacen su trabajo con una coordinación magnífica, y con una sensualidad un poco aterradora; una golpea y la otra besa, una pellizca y la otra acaricia, una susurra al oído y la otra rasguña.
Luego de unos minutos –no sé si han sido cinco o diez- desencadenan a la chica rubia, le ponen su blusa y las tres se abrazan, se sonríen, agradecen y hasta se dan un beso. El público aplaude y la rubia vuelve a su asiento mientras se menciona otro nombre y un chico de pelo largo se levanta.


Becky va a la barra por otro trago mientras Travis y yo comentamos un poco el espectáculo. Una pareja de la fila de adelante nos explica que las chicas no te hacen nada que tú no quieras, por eso hablas un momento antes con ellas, tú decides en qué zonas sí, en qué zonas no, y vas decidiendo hasta dónde llegan; también son cinco dólares por pasar al escenario (¡En la madre! pienso, además hay que pagar por que te madreen semidesnudo en público). Becky vuelve con otros tres tragos. Pasan otras tres o cuatro personas, y con cada una las dos chicas introducen algún juguetito nuevo: pequeñas pinzas, cera caliente, hielo, espuelas. Afortunadamente no hay nada con fuego, ni piercings o ganchos; parece que esto es para principiantes.


Becky, dice por el micrófono la chica con cinta en los pezones. Travis y yo la miramos –está sentada en medio de los dos- mientras ella se levanta, termina de un sorbo su trago y se dirige al escenario. Nunca he hecho esto, pero a ver qué tal, nos dice mientras se aleja.

En menos de un minuto mi amiga está encadenada ahí arriba, de espaldas al público, sin blusa ni brasiere y con los ojos vendados. Y las dos chicas hacen lo suyo. Son los cinco minutos más dolorosos de mi vida. Cuando finalmente la liberan, yo respiro aliviado y siento un hormigueo en toda la espalda. Becky se viste y vuelve. ¿Quieren pasar? Nos pregunta mientras se sienta de nuevo. Travis y yo negamos al mismo tiempo, igual de serios.

Pues yo ya pagué quince dólares, así que no sean maricas.

Y Travis y yo volvemos a mirarnos igual de serios, e igual de asustados.

Travis, dice por el micrófono la chica con cinta en los pezones. Y mi amigo XL se ríe resignado y comienza a levantarse con desgana mientras Becky lo anima. Y yo lo veo hablar nervioso con las dos chicas del escenario mientras busco con la mirada la salida de emergencia más cercana, cuando siento la mano de Becky sobre mi rodilla.


Van a ser los cinco minutos más largos de mi vida.




O los más cortos.







lunes, 10 de agosto de 2015

El país de las cosas XL






Todo es enorme en este país: las montañas, los desiertos, las autopistas, los puentes, las cajas de Corn Flakes, los helados, los pasillos de los supermercados, las rebanadas de tocino. Parques nacionales del tamaño de Puerto Rico, lagos más grandes que Eslovaquia o Suiza. Sólo en el Gran Cañón del Colorado cabrían 8 países de Europa; hay librerías más grandes que Mónaco, hamburguesas del tamaño de pizzas. Hay incluso tiendas de ropa donde la talla más pequeña es XL.

La cultura culinaria estadounidense también llega a ser exagerada. No solamente en cuestión de tamaño. Muchos sitios de comida han ido forjando fama e identidad a través de platos únicos; combinaciones, fusiones, experimentos posibles, en gran medida, gracias a las enormes comunidades de inmigrantes que hay, y que al paso de los años han ido incorporando ingredientes y métodos. El resultado: tacos mexicanos americanizados, pierogi de hamburguesa, sushi-burrito, pizza de Nutella, ceviche estilo California, refresco de maíz, pollo con sabor a cerdo o helado de tocino.

Algunos gustan y algunos no, es cuestión de paladares, y yo esta vez vine a este país con la intención de reventar, de llenarme las arterias de grasa y de sabor, que tanta falta me hace del otro lado del Atlántico. Así que en lugar de guía de Lonely Planet, esta vez decidí hacer una ruta culinaria. Mis hermanas y yo habíamos planeado un viaje en coche por el Noroeste del país, partiendo de Minnesota, donde vive una de mis hermanas, y yendo hacia el Oeste hasta Seattle, luego al Sureste hasta Utah y volver a través de Nebraska y Iowa. Sobre esta ruta, decidí que mi guía de viaje sería Man Vs. Food, un programa de televisión en el que el actor Adam Richman recorre el país probando las cosas más exageradas y suculentas que se puedan encontrar, y que igual pueden estar en una capital estatal o en algún bar de camioneros, o en un pequeño restaurante familiar de un pueblo bicicletero y olvidado.

Además de recorrer el Oeste Americano, tendría oportunidad de probar esas deliciosas monstruosidades que abundan en el país de las cosas XL.

Apenas a unas calles de la casa de mi hermana comenzó el tour gastronómico. El lugar: 5-8 Club, el mejor sitio para comer la famosa Jucy Lucy, una hamburguesa típica de Minnesota, hecha con pan horneado ahí mismo, carne rellena de queso y jalapeños, y el sello del lugar, la salsa Lucifer. Todo empezaba bien.

Y mientras nos dirigíamos hacia el Oeste, y atravesábamos llanuras interminables adentrándonos en territorio de los indios Sioux o Dakota, iba encontrando delicias impensables: una taco-pizza a las afueras de Sioux Falls, el monstruoso farmer´s breakfast o el ligeramente picante cajun de Fieldhouse Cafe, en Billings, Montana. Pero sin duda lo mejor del Midwest fue la snag burger que nos preparó un bartender con pinta de exconvicto en uno de los 3 únicos bares que hay en Red Lodge, a orillas del highway 212, conocido como Beartooth road por sus peligrosas curvas (y por sus hamburguesas).

Llegamos a Seattle, hogar de Pearl Jam, de Nirvana, de Jimmy Hendrix y del Captain´s combo que sirven en The Crab Pot; una montaña de mariscos con 4 salsas a escoger, pero que sólo viejos lobos de mar pueden digerir y dejar su nombre en el hall of  fame del lugar. Lo mismo me sucedió en Beth´s Cafe con el Southwestern Exposure, un omelet de 12 huevos y 10 ingredientes (servido en una charola para pizza). Imposible. Al igual que Adam Richman, yo también fui derrotado por estos platos inmensos: para eso también se necesita un estómago XL.

Después fuimos hacia el Sur, a Portland, y el programa de Richman me llevó al café Stone y a sus pancakes de 33 centímetros, a Voodoo Doughnut y sus 70 variedades de donas y panqués, y finalmente a Molly´s bar a probar las famosas  Great Balls of Fire: 5 chiles habaneros rellenos de queso y bañados en salsa de… habanero.

Adam Richman se estaba convirtiendo en mi gurú, en mi pastor.



El estado de Utah tiene cosas gigantescas: la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, las impresionantes formaciones geológicas de Monument Valley, o las hamburguesas de búfalo. Hires Big H es un merendero con decoración de los años 50, y uno de los 25 mejores lugares para comer hamburguesas de todo el país. Y como en los años 50, se puede acompañar perfectamente una hamburguesa con una malteada de chocolate sin que el mesero te mire raro.

En Omaha volví a ser derrotado por el sello de la casa: un enorme T-bone marinado en whiskey. Eso y la canción de Bob Seger son las únicas dos cosas interesantes que puedo decir sobre Nebraska.

Y cuando pensaba que la comida tex-mex –con sus chimichangas, fajitas, crunchy tacos o chicken nachos- no tenía nada que pudiera impresionarme, me fui a encontrar en Denver con un colosal y delicioso burrito de 2 kilos (pollo, res, camarones, huevo, arroz, frijoles refritos, 3 salsas y 3 quesos, todo envuelto en 4 tortillas y del tamaño de un bebé). Y ya puestos a recordar México, me fui con mi carnala al bar El Patrón, justo frente al estadio de los Broncos, a tomarnos una michelada con mariscos (para quien no tenga idea, esto quiere decir una cerveza en tarro con mucho limón, sal, salsa picante, ostiones y camarones. Una delicia).

Para cuando llegamos a Des Moines, Iowa, mi estómago me maldecía o me pedía más, no estoy seguro, pero no podía terminar esta ruta gastronómica sin unas buenas costillas BBQ, así que fui a Flying Mango a saborear unas con 17 salsas diferentes. Igual que Richman, salí de ahí con una sonrisa de oreja a oreja y un hoyo del cinturón más flojo.


Me voy de aquí con cierta nostalgia estomacal. Y sí, este país podrá ser deleznable en muchas cosas, y podrá ser odiado con mucha razón, y tener ese complejo de eterno salvador de la humanidad, y una historia llena de invasiones a medio mundo y millonarios estúpidos y racistas que quieren ser presidentes, pero tiene también excelente rock, literatura y comida. Aunque aún haya puristas culinarios que digan que no existe comida estadounidense. 

No tienen ni idea. En este país se come como rey.






sábado, 1 de agosto de 2015

Una ciudad en silencio I-IV







I.




A Katherine Olson


“Es oscura la casa donde ahora vives…”


He tratado de recordar cuándo nos conocimos, aunque a estas alturas sea completamente irrelevante. Habrá sido aproximadamente hace  un año. Lo que sí recuerdo bien es que aquella tarde en el Cafe Latte, donde nos vimos por primera vez, la comida fue terrible, por lo menos para mí; era uno de esos lugares que a ti tanto te gustaban porque tenían ensaladas y comida orgánica, así que yo tuve que rumiar un sandwich de pavo y unas papas frías, pero la charla, la primera de muchas que tuvimos, fue buena. Creí que no volverías a llamarme, pero lo hiciste (hace 3 semanas me confesaste que tú creíste lo mismo de mí), y las cosas comenzaron a marchar bien. Conocí a Matt, tu compañero de piso, y me pareció un chico bastante agradable, aunque sus hábitos de comida eran aún más extraños que los tuyos. Me hablaste un poco de tu familia y de tu pasado, nada de detalles, sólo lo principal. Nos conocimos hasta donde pudimos, nos confesamos hasta donde quisimos. Traté de hablarte siempre con la verdad, aunque debo confesar que no siempre lo hice. Nos conocimos hasta donde nos alcanzó la piel y las palabras, y a finales de octubre, cuando los árboles se tiñen con los tonos más anaranjados que uno pueda imaginar, cuando las calles se cubren totalmente de hojas multicolores, cuando el aire comienza a enfriarse y los ocasos son rojos y amarillos, en fin, justo cuando esta ciudad estaba más bella que nunca, a ti, Katherine, te mataron. Y te mataron como se mata la gente todos los días en este mundo torcido: inexplicablemente, irremediablemente, intencionalmente e incomprensiblemente te mataron. 

Y con ello te mataron también el viaje a Buenos Aires que planeabas hacer en febrero; te mataron las discusiones con tu jefe y el hambre que te daba en las mañanas; te mataron el dolor en el cuello, las lágrimas, las dudas, la infección en la garganta; te mataron todo el cabello, y toda la piel y todos los besos; te mataron la saliva y los deseos, el gusto por la comida egipcia y todos los gestos. Te mataron el pasado, el futuro y todos los tiempos verbales, te mataron los enojos, las decepciones, los ideales, los microbios de las uñas, la posibilidad de construirte una vida o de descubrirte frente al espejo en unos años las primeras arrugas o las primeras canas; te mataron la vejez prematuramente; te mataron también las ganas de ver todas las películas de Javier Bardem. Repentinamente, Katherine, te mataron, y sepa dios o el diablo cuántas otras cosas murieron contigo.

De lo nuestro… de lo nuestro no hay fotos, Katherine, no hay discos ni cartas ni nada tangible que me confirme, en estos días en que nada parece verdad, que en los 24 años que duraste en este mundo, hiciste una breve escala en mi vida. Hay sólo una pequeña nota que pusiste en uno de mis libros: El tiempo parece quedarnos exacto. Nunca nos falta ni nos sobra. Eres como un espiral que desenrollo. Eso es todo, lo demás lo llevo dentro, y en estos días se siente como un taladro detrás de los ojos, como pedazos de vidrio molido frotándome el cráneo, y el ruido de mis pasos nunca me había parecido tan vacío, ni la gente tan ajena ni esta ciudad tan silenciosa como ahora, y aunque este otoño sigue siendo tan bello, hay en él un ligero matiz de irrealidad.

Dice mi madre, y su madre también, aunque no la conocí, y supongo que muchas madres más, que a veces los muertos vuelven a recoger sus pasos, y aunque nunca le he creído del todo, ahí voy, regresando a los lugares por los que pasamos a ver si coincidimos y escucho de tus propios labios –porque aunque todos los demás lo digan nunca he de creerles- que estás bien. Y aunque son pocos, la memoria me falla, como siempre. Me he sentado un buen rato en el sillón del sótano pero no has venido; aunque también hay un supermercado cerca de tu casa al que fuimos a comprar una pasta extraña que cocinaste, un pequeño restaurante en la avenida 11, un par de bares, la orilla del lago Nokomis, la clínica donde trabajabas (aunque no creo que vuelvas por ahí), un tramo de la avenida Summit donde solíamos caminar los martes en la mañana y un café en la esquina de la calle 27 y Lyndale Av., donde te vi por última vez, aunque claro, ese miércoles por la noche cuando nos despedimos, cuando me diste un breve abrazo y yo te besé y tú me dijiste buenas noches y yo dije nos vemos el viernes, yo no sabía que a la siguiente mañana te iban a matar, y el viernes cuando te llamé para preguntarte por la función de teatro a la que íbamos a ir, y te dejé un mensaje en tu celular porque no contestabas, no sabía, tampoco, que ya estabas muerta.

Hubo música en el funeral; Matt dijo que te gustaría. ¿En verdad te gustó? No quise acercarme a tu ataúd, ni tampoco quise ir al panteón; creo que Sabines tenía razón en eso de que enterrar a los muertos es una costumbre salvaje; cubrirte con toda esa tierra, como si temieran que te fueras a salir, como si no se murieran de ganas, igual que yo, de verte regresar. Pues si me permites un consejo, Katherine, no hagas caso a esa salvaje lápida. Yo no quiero que te quedes ahí. Vuelve cuando quieras, ven a tirarme el café sobre la mesa o a apagarme el televisor de vez en cuando, ven y recarga tu boca sobre mi cuello si te dan ganas, hazme tropezar con la pata de una silla y ríete, o apágame la luz si me ves leyendo; vuelve y deja un halo fino cuando pases, y sabré, entonces, que eres tú.

Ya no hubo tiempo, Katherine, y de verdad lo siento. Ya no hubo tiempo de hacer nada más. ¿Recuerdas cuando me preguntaste si me gustaba bailar? Yo te dije que lo único que bailaba era salsa, y tú dijiste que a ti te encantaba la salsa y yo sonreí y te dije bromeando que las gringas no saben bailar salsa, entonces me miraste entre enojada y divertida y me dijiste que me iba a quedar impresionado cuando te viera bailar. ¿De verdad bailabas tan bien como decías? En fin, no hubo tiempo de saberlo; no hubo tiempo tampoco de ver “El amor en los tiempos del cólera” (con Javier Bardem), o de que me enseñaras a esquiar o de seguir explorándonos la piel y las miradas. Ya no hubo tiempo de contarte nada más, de escucharte decir nada más. Y ese tiempo que tú ya no tienes a mí parece sobrarme; me has dejado minutos que parecen interminables.  ¿Qué hacer, Katherine, con tanto silencio y tanta rabia que me ha dejado tu muerte? ¿Qué hacer con esta ciudad que nuevamente me parece inmensa y fría? De repente todo esto me parece la más macabra de las bromas, porque eso que tanto detesto del mundo, esa naturaleza humana, esa maldad pura e incomprensible que veo a diario de pronto se concentra en tres centímetros cúbicos de metal en forma de bala que te perfora la piel y te corta de tajo la existencia.

Dicen que esa bala que terminó con tu vida no salió de tu cuerpo, y sin embargo las esquirlas, tan infaustas, tan incólumes, tan letales, lastiman tanto que me están despedazando los días, y duele tanto esta ciudad, Katherine, y duele tanto este silencio.                                                                                    

                                            

Duele tanto tu silencio…                   



                                                                          duele tanto…







                                                                                                        Minneapolis. Noviembre 2007.

--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------









II.




“La muerte es esa pequeña jarra con flores pintadas a mano
que hay en todas las casas, y que uno jamás se detiene a ver;
la muerte es ese amigo que aparece
en las fotografías de la familia, discretamente,
a un lado, y al que nadie acertó nunca a reconocer;
la muerte, en fin,  es esa mancha en el muro
que una tarde hemos mirado, sin saberlo,
con un poco de terror.”

Eliseo Diego




No voy a mentirte, Katherine, el mundo siguió casi igual después de tu muerte. Aunque a mí no me lo pareciera, el otoño siguió siendo bello, y el invierno llegó tal como hubiera llegado si tú siguieras viva, ni más frío, ni más blanco. Tu muerte ocupó los principales noticieros durante unos cuantos días, y después de comentar fugazmente tu funesta suerte, el conductor del noticiero nocturno, tan profesional como siempre, comentaba con la misma voz la grandiosa temporada que Adrian Peterson estaba dando con los Vikingos de Minnesota. 


Y yo seguí esperando. Esperando que vinieras, aunque fuera solamente para derramarme el café.


Hace ya más de cien días que estás muerta. Ha sido tiempo suficiente para pasearme con pasmosa lentitud por la orilla del lago Nokomis, que ahora luce casi completamente congelado, para volver a aquel café donde te vi por última vez  y darme cuenta de que aquella mesa y sus dos sillas siguen exactamente iguales; tiempo suficiente para sentarme junto a tu insoportable silencio, para sentir el eco de tu muerte. Más de cien días para pensar, incluso, que simplemente te largaste a Buenos Aires como habías planeado, sin despedidas; más de cien días para perdonarte por haberte muerto a la mitad del otoño más bello que yo haya vivido; más de cien días en los que he tenido que tragarme tu muerte como he podido, a solas, con frío, con miedo; lidiando con ella como si fuera un incómodo inquilino. La escondí, la repasé, la deshice, la escribí, y al final, Katherine, al final tuve que quedarme con ella, y empaparme hasta el vómito con su hedor, y preguntarme, y preguntarle, ¿qué se hace con la muerte de alguien?, ¿qué se hace con una muerte tan absurda, tan voraz, tan hija de puta?


Y es el tiempo nuevamente tan extraño, porque tu muerte parece tan lejana durante el día, y tan inmediata por las noches, cuando la escucho trepar por mi cama, paciente, sigilosa; y la siento lamerme las orejas, y la reconstruyo, Katherine, aun sabiendo que eso me hiere más, la reconstruyo una y otra vez; y te imagino con esa sonrisa diáfana y ese tono de voz inocente, con el cabello suelto y desordenado, emocionada tocando el timbre de esa casa desconocida, y después, Katherine, después hay un vacío que no puedo llenar, que ni siquiera imagino, una nada absoluta, hasta que te veo nuevamente, minutos después, en esa misma casa extraña, oscura, corriendo desesperada, bajando a tropezones las escaleras, llevándote una mano a la espalda y sintiendo la tibieza de tu propia sangre –la misma que días después encontraría la policía-, preguntándote qué sucedía, qué era ese dolor en tu costado, quién era ese hombre, preguntándote por qué todo se volvía difuso; te imagino así, Katherine, con la mirada llena de miedo porque no comprendías qué pasaba, no entendías que ya llevabas una bala dentro y que se te iba la vida, que ese era el final de todo, no entendías cómo ni por qué; querías salir de aquella casa pero ya no tenías fuerzas, todo se desvanecía, y todo pasó tan rápido que quizá ni siquiera tuviste tiempo de entender que te morías, que no cenarías con tus padres esa noche, que no habría obra de teatro ese fin de semana, ni viaje a Buenos Aires en febrero, ni maestría, ni boda, ni hijos, ni nada.


Nada.



Más de cien días, Katherine, y yo me he convencido más de que la muerte debería ser voluntaria, que cada quien debería elegir el lugar y el momento preciso para abandonar este mundo, que a los gobiernos les ahorraría indemnizaciones; a los familiares, llanto; a los muertos, tiempo. Más de cien días para repasar una y otra vez tu muerte, para escupirla, para pensarla, y deshacerla y regresarla, y maldecirla y encarcelarla; más de cien días para preguntarme hasta el cansancio por qué me llamaste aquella noche, una noche antes de que te mataran, por qué me llamaste, Katherine, por qué tan tarde, y preguntarme también hasta el cansancio por qué no contesté, por qué me quedé mirando el teléfono, sabiendo que eras tú, y decidí llamarte después y olvidé hacerlo. ¿Qué ibas a decirme esa noche, Katherine? Me lo he preguntado hasta hartarme, y hoy, más de cien días después de tu muerte, entiendo amargamente que nunca he de saberlo, y que no vale la pena preguntármelo más.






Hay tantas piezas que no encajan en el rompecabezas de tu muerte...  Tal vez no me corresponde a mí ponerlas, tal vez mi parte, aunque sea mínima, está hecha. Yo seguiré haciendo lo que se pueda, y tú Katherine, tú simplemente ya no estás. Y si no cumplimos lo dicho, y si dejamos pendiente alguna palabra, o si nos quedamos con un manojo de dudas o de besos, todo está saldado.



Nada me debes, Katherine.

Nada te debo.






Estamos en paz.





                                                                                                                Minneapolis. Febrero 2008.









-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------



III.








IV.




Es inevitable buscarte en estas calles

aunque no disfrute

aunque ya no duela.



Vuelvo cada tanto a esta ciudad

y encuentro fragmentos

                                         -cada vez más difusos-

de aquel yo que te conoció

y de aquella tú que se desvaneció.



Me pierdo entre calles que conocíamos bien

paso de largo ante un cine

después volteo

lo miro un momento

¿era este cine donde...?

¿fue en esta calle en la que...?

¿aún estabas viva cuando...?



Y aun con todo este olvido atravesado

es inevitable que esta ciudad te devuelva por momentos.



Aunque no lo disfrute

aunque ya no duela

aunque no lo busque

aunque ya no seas.





                                                                                                                 Minneapolis. Agosto 2015.