martes, 29 de abril de 2014

Cualquier tarde común





Las palabras que pensé la noche anterior
hoy apenas me dicen algo.
Ese constante ir y venir de tus imágenes
-que se marchan y vuelven,
me abrazan y se desvanecen-,
esa marea de tus colores que nunca pude descifrar
parece susurrarme un adiós interminable.


Estos cíclicos silencios que guardamos
tienen puntos que no sé
si son suspensivos o finales,
paréntesis de una historia en borrador
que tiene pendientes las últimas frases.


Y no te busco por no romper con lo pactado,
y no suelto tu sonrisa clara por no perderme,
por no extraviarme.


En cambio, recorro sin prisa estos días verdes
y lluviosamente tranquilos
sin la gastada excusa del encuentro fortuito.


Descubro rincones, leo, fumo,
me lleno las pupilas de escenas reales y ficticias
que de pronto quisiera contarte.
Me siento en cafés en los que nunca estuvimos,
recojo pasos que olvidamos en alguna esquina
y me prometo escribir cosas que luego olvido.


El olor de la ciudad es distinto,
como también sus colores,
su ritmo, sus ruidos;
me pierdo en sus calles y en sus promesas,
y dudo, descubro, reinvento.


Sin esperar de la tarde nada, la recorro,
sin nada más que hacer que abrir los ojos,
respirarla por igual en su luz y en sus defectos.


Ando por estos días verdes
que parecen esculpidos a la medida,
encuentro secretos que no buscaba,
fragmentos de vida,
restos, contrastes,
y a veces, también encuentro alguna de aquellas risas
que nos dejamos en algún café,
intacta –aunque hayan pasado 40 o 140 días, no lo sé-.


Quisiera contarte esta tarde tan común como cualquiera otra,
pero las palabras que hace un momento pensé,
apenas me dicen algo.


Es una tarde verde cualquiera;
quizá también te encuentres una de aquellas risas intactas

que se nos quedaron en un café.









domingo, 20 de abril de 2014

Una nostalgia de la chingada





Mi lengua materna,
el hecho de trabajar en mi lengua materna,
constituye para mí lo más importante en la vida.


Czesław Miłosz


Ayer, durante la última clase del semestre –la cual hacemos siempre en algún bar cerca de la escuela-, una de las estudiantes, Kasia, me dijo que quería mostrarme algo que había comprado durante su viaje a  México. Abrió su bolso, y con un aire ligeramente misterioso, sacó y me extendió los tres volúmenes de El Chingonario.

Para los no mexicanos que puedan leer esto, hay que decir que El Chingonario es una compilación de los usos del verbo más importante en México: chingar. En esta publicación se explican y ejemplifican casi todos los usos de este multifacético vocablo, así como los adjetivos, adverbios y sustantivos que de él proceden: chingón, un chingo (un montón), una chinga (una paliza), chingadera, chingaquedito, chingoncito, chingamadral, chinguero, chingadazo, etc. Una lectura muy útil y divertida para todo aquel que quiera aprender más sobre el español que se habla en México.

Apenas lo abrí comencé a sonreír ante las frases que ahí aparecen; no es que un mexicano necesite un manual que le diga cómo usar el verbo chingar, pero es divertido encontrarse de pronto con definiciones formales de aquellas expresiones que has escuchado durante toda la vida en registros siempre coloquiales:  

A chingarse bonito.- Trabajar dura y concienzudamente o realizar una ejecución muy rápida y eficientemente.

Y entonces, mientras hojeaba El Chingonario, me vino una ligera tristeza; una nostalgia por esas palabras que poco a poco se me han ido enmoheciendo.

Cada quien extraña distintas cosas cuando está fuera de su país; hay quienes no soportan estar lejos de la familia, o quienes sufren y hasta se deprimen un poco durante los fríos inviernos; hay para quienes lo más duro es adaptarse a una nueva cultura –con todo lo que eso implica: costumbres, lenguaje, leyes, carácter-, hay quien extraña su ciudad o su pueblo, el sentimiento de pertenencia, y muchas otras cosas, en más o menos medida.

Cuando alguien me pregunta qué es lo que más extraño de México, respondo sin dudarlo que la comida y a algunas personas (mi familia inmediata y un puñado de amigos entrañables). Pero no es del todo cierto. A la par de ello están las palabras, las mías, ésas que en casi tres años no he usado por la simple razón de que es inútil, pues mis interlocutores no las entienden ni las sienten de la misma forma. Esos mexicanismos que aquí se vuelven opacos, carentes de sentido, vacíos.


Todo lo que mi español ha ganado, todo lo que se ha enriquecido a raíz de trabajar con profesores colombianos, españoles, venezolanos, chilenos, argentinos, es también –paradójicamente- lo que ha perdido de mexicano, y no sé si a otros les pase lo mismo, pero a mí me pasa, y me pesa. Quizá porque trabajo con el idioma, porque me gustan las palabras, me gusta hablar de ellas, escribirlas; porque mi lengua materna es la única que realmente siento, la única que conozco al grado de poder expresar casi todo lo que quiero a través de ella, y aunque trabajo con mi lengua materna, al enseñar español como lengua extranjera y al interactuar con hispanohablantes de otras nacionalidades, ésta tiene que estandarizarse, prescindir de muchos elementos y adoptar otros tantos.



No sé si esta nostalgia por tu lengua –quiero decir la de tu país, la que conoces mejor y la que has usado durante tantos años- es algo común, o pasajero; pienso que quizá depende un poco del tiempo que llevas fuera. Tres años es en realidad muy poco tiempo, y ése es el problema, que es aún muy poco tiempo para aceptar completamente esta readaptación, esta mutilación necesaria. Si pasan otros cinco o diez años seguramente esta carencia se sentirá cada vez menos, hasta que desaparezca completamente.

Pero quizá dependa también del carácter, acaso más que del tiempo. Pienso, por ejemplo, en Víctor, el único mexicano con quien a veces coincido en Cracovia, y quien a pesar de llevar fuera de México el triple de tiempo que yo, sigue hablando tan chilango como Alex Lora; cantinflea, alburea y usa tantos mexicanismos que muchos polacos que hablan español, e incluso otros hispanohablantes, le entienden la mitad y van deduciendo la otra mitad.

¿Por qué yo no soy capaz de seguir usando mi lengua mexicana como lo hace Víctor? No lo sé exactamente, pero sí sé que a veces me faltan esos destellos dialectal-humorísticos, ese reconocimiento del otro ante una expresión o un juego de palabras. Sí, quizá parezca exagerado: me pesa menos la falta de sol y el frío que el desuso de algunas de mis palabras.

Los popotes siguen siendo popotes, pero ya no los llamo así; los jitomates pierden sílabas, los limones cambian de color y las crudas ya no son las mismas. Tengo que renombrar algunos objetos, abstenerme de un chingo de palabras que aquí nadie secunda. Y como cualquier separación o rompimiento, hay un periodo de duelo, hasta que finalmente el tiempo hace que olvidemos, y que aceptemos.

Y mientras hojeo El Chingonario de Kasia me doy cuenta de que me estoy riendo. Me estoy riendo solo, bajito.


Y es una nostalgia por la chingada.




Y es una nostalgia tan de la chingada.