domingo, 24 de abril de 2016

Salvar al maldito planeta






Al enseñar español a extranjeros uno se encuentra con ciertos temas recurrentes. Como profesor, a veces te gustan y a veces no, pero es lo que hay. Supongo que la gente que se dedica a diseñar manuales de enseñanza de español como lengua extranjera procura que el proceso sea lúdico, interesante, actual; que los estudiantes ya no aprendan sólo gramática sino vocabulario útil, incluso necesario; que aprendan a comunicarse, a desenvolverse, a usar la lengua aprendida en contextos reales.

Supongo también que quienes se encargan de diseñar dichos manuales evitan tocar temas polémicos que puedan generar roces o discusiones en el aula. El aborto, la legalización de las drogas, el matrimonio homosexual, la religión, la pena de muerte, la igualdad de género, el racismo, son temas que nunca se mencionan en los manuales de español. Y hay, en cambio, uno que se repite hasta el cansancio: la ecología.

Disfrazado con distintos nombres, este tema es el único que se puede encontrar en los seis niveles de enseñanza (desde A1 hasta C2). Con el pretexto de enseñar presente de subjuntivo, a la unidad didáctica se le llama Antes de que sea tarde; para enseñar imperativo, Recicla y separa; para enseñar imperfecto de subjuntivo, Si todos ayudáramos. Conciencia ecológica, El planeta es de todos, Grandes desafíos, etc.

Como profesor hay que fingir mucho. Tus problemas personales se tienen que quedar fuera del aula. Tu depresión, tu hastío, tu mal humor, todo debe quedarse en la puerta. Si no eres capaz de fingir en tus peores momentos puedes trabajar frente a una computadora ocho horas diarias, pero no delante de un grupo de estudiantes que nada tiene que ver con tus prejuicios o tu buen o mal humor del día en turno.

Yo tengo que fingir, cada semestre –entre muchas otras cosas-, que me importa que salvemos al planeta, que debemos hacer algo antes de que sea tarde. Pero no me lo creo ni por un segundo; estoy convencido de que ya es demasiado tarde, de que tenemos el planeta que nos merecemos, de que estamos destinados a extinguirnos y a cargarnos el planeta, y de que la gran mayoría de argumentos que se pregonan para salvar al mundo, y la gran mayoría de personas que los repiten –exceptuando a algunos hombres y mujeres excepcionales que están completamente entregados a salvar este chiquero- somos pura hipocresía; nadie está dispuesto a renunciar a sus pequeños lujos por salvar el planeta. Como decía aquel personaje de Ciudad K –una de las mejores y más inteligentes series de televisión españolas-: No vamos a salvar al planeta, ni vamos a frenar el calentamiento global, ni a transformar nuestro cuchitril en el bosquecito de Bambi. Somos unas termitas evolucionadas. En nuestros genes llevamos escrito: sobrevive y copula. No llevamos escrito: recicla y sonríe en el ascensor.

Eso me queda claro. De eso estoy convencido, pero se queda fuera del aula. Estoy ahí para enseñar español, así que finjo que me importa salvar al planeta, y generalmente no me causa ningún conflicto.

El problema es que, por primera vez, los libros de español con los que trabajo y los niveles que imparto este semestre se han combinado de una manera que me sobrepasa. Desde el lunes pasado y durante las siguientes dos semanas, tengo que abordar la misma unidad didáctica –Conciencia ecológica, aunque con diferentes nombres- con cuatro grupos de niveles diferentes.  

Estoy aterrado, estoy deprimido, estoy encabronado. Tengo que fingir en 4 niveles de lengua diferentes.

Entro con el grupo de nivel C1 (cuyo vocabulario les permite comentar aspectos sobre la deforestación o el efecto invernadero) y hablamos sobre qué pasaría si… + imperfecto de subjuntivo. Leemos textos sobre lo necesario que es la reducción de emisiones de CO2 y ellos comentan en parejas -por enésima vez desde que estudian español- qué podemos hacer para salvar nuestro planeta. 

Muy bien, chicos, les digo, muy bien, es importante cuidar nuestro planeta.

Sigue un grupo de nivel B1, con el que  repasamos un poco el presente de subjuntivo mientras hablamos de productos ecológicos, reciclaje, etc. Tengo que hablar un poco más pausado y usar un vocabulario más básico para decirles más o menos lo mismo, que es importante reciclar para salvar al planeta.

Luego un grupo de nivel B2.1. Hablamos de especies en peligro de extinción, contaminación de los mares, catástrofes ecológicas como la del Prestige, y hacemos algunos ejemplos con imperfecto de subjuntivo + condicional (Si usáramos más la bicicleta, no habría tanto smog en Cracovia). Muy bien, chicos.

Por último, para terminar la semana ecológicamente bien, los sábados un grupo de nivel C2. Doce personas con un nivel muy avanzado que pueden hablar prácticamente de cualquier cosa que quieran –aunque parece que después de tanto repetirlo, el tema de la ecología ya no les interesa tanto-. 

Hablamos de Boyan Slat, el chico holandés que está empeñado en limpiar todos los océanos del mundo, y de Lauren Singer, la chica neoyorkina que desde hace dos años vive sin generar basura. Corregimos algunos errores de ser y estar –que es probablemente lo más difícil de dominar para los estudiantes de español-. Discutimos sobre la vida de estas dos personas, y yo les digo que es muy importante seguir el ejemplo de Lauren. Es más, ¡es necesario seguir su ejemplo si queremos salvar al planeta! Les digo que #TodossomosLauren, que debemos hacerlo antes de que sea tarde.


A veces creo reconocer en más de uno esa mirada cómplice, ese gesto de reconocimiento entre dos fingidores. Apenas una mirada, un sonrisita irónica, entre un profesor que está hablando de algo que no le interesa, de algo en lo que no cree, y un estudiante al que no le interesa hablar, mucho menos en una lengua extranjera, de un tema que tampoco le interesa en la suya.








sábado, 2 de abril de 2016

Ludwika en Cracovia






Aunque nació en esta ciudad, aquí no la conoce absolutamente nadie. Por eso me gusta jugar con su nombre durante la primera clase de español de cada semestre, cuando inevitablemente mis estudiantes me preguntan por qué vine a Polonia. Entonces yo digo su nombre, les cuento aquel día en que la conocí, les digo que vine a buscarla precisa y solamente a ella, a Ludwika.

A veces se lo creen.

Y lo compruebo cada semestre con cada grupo de estudiantes polacos: a Ludwika -a pesar de ser hija de un gran violinista y una pintora, ambos cracovianos- en su propia ciudad no la conoce nadie.

Sin embargo, no hay un solo mexicano de treinta y tantos años que no sepa quién es Ludwika; no hay un solo mexicano que no sonría al escuchar ese nombre que todos conocimos en 1989. Ni siquiera hacen falta apellidos. Todos sabemos quién es Ludwika; todos sabemos quién es, o quién fue, o quién era - porque con ella cualquier pretérito es correcto- María Joaquina.

Igual que miles de niños mexicanos a finales de los años ochenta, yo también me enamoré perdidamente de María Joaquina Villaseñor –interpretada por Ludwika Paleta-, una de las niñas de la telenovela Carrusel.

Dicha telenovela mostraba las vidas y aventuras de un grupo de niños, compañeros de clase, de unos 10 años; estaba llena de arquetipos: estaba el niño gordito-bromista que se sentaba al fondo del salón, la gordita-enamoradiza, el travieso-hiperactivo de risa estridente, el arrogante hijo del millonario, el niño estudioso de familia humilde y que además trabajaba por las tardes, un niño judío que trataba de esconder su origen, la niña chismosa, el niño que se dormía en clase, el niño genio que intentaba explicar todo con ecuaciones matemáticas, el de la casita del árbol, el hijo de inmigrantes japoneses que sabía artes marciales y hablaba raro, la niña lectora, el niño negro hijo de un carpintero, la niña rubia de ojos azules, arrogante y presumida.

Y por supuesto, Cirilo –el niño negro hijo de un carpintero-, estaba perdidamente enamorado de María Joaquina, la niña rubia, y todos los niños mexicanos nos sentíamos un poco Cirilo, y esperábamos con ansias que algún día María Joaquina correspondiera finalmente a su amor.

Ella, hermosa, egoísta, malvada, racista, arrogante, materialista, poco inteligente, tenía enamorado a medio México, lo cual quizá dice mucho de los niños mexicanos, o de los mexicanos a secas, o de los hombres a secas; pero con todo eso, María Joaquina fue el amor platónico de miles.

Tanto éxito tuvo Carrusel, que después de terminada hicieron una gira por varios teatros del país, y mi madre –que como todas las madres, entienden muy bien los estúpidos enamoramientos de sus hijos-, consiguió no sé cómo boletos para la única función que darían en el norte de la ciudad. Mi mamá me va a llevar a ver Carrusel, les decía a mis amigos de la escuela, y era la envidia del todo el grupo. Ya en el teatro, el escenario era la misma escuela que en la telenovela, y los niños cantaban, asistían a clase, corrían por el patio e incluso entre el público.

Y durante dos o tres segundos tuve a María Joaquina a 30 centímetros de mí. Estrechó fugazmente mi mano al pasar entre el público, y yo, a mis 7 años, supe por primera vez que la felicidad son esos esporádicos ramalazos; esos rayos que te parten los huesos y te dejan estaqueado en la mitad del patio, como dice Cortázar. Un instante después la función había terminado, y Cirilo y yo volvimos a ser hermanos en la desgracia.

El personaje de María Joaquina Villaseñor quedó en nuestra memoria. Poco después Ludwika Paleta volvió a Polonia con su familia donde estudió algunos años, después se fue de nuevo a México e hizo varias telenovelas y películas más. Años después, ya convertida en toda una mujer, hizo su primer desnudo en una revista para hombres (por primera vez en la historia de la revista, la edición se agotó en menos de 12 horas), después se casó con un actor, se divorció, y se casó hace poco con el hijo de Carlos Salinas de Gortari, uno de los ex presidentes más odiados de México.

Yo me vine a Polonia hace unos años, y fue acá donde me enteré de que en esta ciudad, en Cracovia, nació Ludwika Paleta. Aquí hicieron carrera sus padres, aquí vienen de vez en cuando.

Como hoy, por ejemplo.

Esta semana el compositor y violinista Zbigniew Paleta -tal vez les suene la música de la trilogía Tres colores, de Krzysztof Kieślowski, o los conciertos sinfónicos y acústicos de Álex Lora y El Tri- está en Cracovia para recibir un importante premio y tocar con su antiguo grupo dentro del ciclo Conciertos para Piotr Skrzynecki. Lo acompañan sus dos hijas, Dominika y Ludwika. Es sabido que a Zbigniew Paleta le gusta pasarse por el bar Vis à Vis, en la plaza central de Cracovia, donde está la famosa estatua del fallecido compositor y coreógrafo Skrzynecki.

Ahí están los tres, acompañados de viejos amigos del violinista. En México jamás podría encontrármela en un bar, pero aquí, en su ciudad, a Ludwika no la conoce nadie.

Excepto aquellos a quienes nos hermanó la desgracia de Cirilo.


Me levanto sin pensar exactamente qué voy a decir. Sé que serán más de tres segundos. Y sé también que ya no será un rayo que me parta a la mitad como en aquel teatro cuando tenía 7 años.