No se ven muchos turistas en
Tbilisi. Quizá es la época (finales de diciembre), o quizá la capital georgiana
no resulta tan atractiva, tan impresionante como sus montañas, sus bosques, sus
antiquísimos monasterios en lugares remotos. Y es que, comparada con los
paisajes naturales que ofrece Georgia, una capital como Tbilisi resulta más
bien triste. Deprimente.
Pero yo soy un chilango, y soy
más de ciudades, y por muy fea o aburrida que me digan que es una capital,
siempre quiero visitarla y comprobarlo.
Hace frío. Casi cero grados.
Camino por la avenida Rustaveli con un café en la mano. Me detengo en la Plaza
de la Revolución de las Rosas. A pesar de estar en pleno centro de Tbilisi, se
ve poca gente: un grupo de ocho o nueve jóvenes junto a la entrada del metro,
algunos viejos sentados aquí y allá, hablando, fumando.
Y un músico callejero. Como
tantos otros en tantas otras ciudades. Un chico con su guitarra.
Tendrá unos 25 años, máximo. Y
hay algo extraño en él. Para empezar, parece haber elegido el peor lugar de la
plaza: un muro en semicírculo donde no pasa casi nadie; se le puede escuchar un
poco desde el centro de la plaza, pero si alguien quisiera darle unas monedas
tendría que desviarse varios metros. Y entonces noto que el chico no tiene el
clásico estuche de su guitarra en el suelo, frente a él, en el que la gente
pueda echar dinero. Y su guitarra, ese es otro detalle. Demasiado buena; una
Epiphone de buena serie, bien cuidada.
Un músico callejero que no pide
dinero y que parece no importarle si lo escuchan. Y sin embargo está ahí, de
pie, cantando Have you ever seen the
rain?
Me acomodo en una banca
ligeramente detrás suyo, a un par de metros, cerca del muro mientras la canción
continúa (…been that way for all my time
), y mi café casi se termina. Después comienza a tocar A hard rain´s a-gonna fall, de Bob Dylan, lo que me hace sonreír y
acomodarme mejor en la banca. Me parece que es la primera vez que le escucho
esta canción a un músico callejero.
Las pocas personas que pasan
frente a él lo hacen solo para tomar un atajo que hay al lado del muro en
semicírculo y salir a la avenida Rustaveli, pero él continúa cantando, dylaneando un poco Tbilisi, dylaneándome, y mirando de tanto
en tanto la plaza casi vacía.
(I saw ten thousand talkers
whose tongues were
all broken,
I saw guns and sharp swords
in the hands of
young children,
and it´s a hard, and it´s a hard,
it´s a hard
rain…)
Después toca una
canción en georgiano de la que no puedo entender nada, luego As long as I can see the light, y otra
vez vuelve a Dylan, Masters of war
y después Just like Tom Thumb´s blues.
Podría quedarme el resto de la tarde escuchándolo (supongo que llevo
ya por lo menos media hora aquí), pero no hace falta. Después de tocar The times they are a-changing, toca la
que probablemente sea la canción más popular entre los guitarristas callejeros
de todo el mundo. Sin reparar en nadie, sin que nadie repare en él, con la
Plaza de la Revolución de las Rosas en Tbilisi casi vacía, le escucho a este
georgiano dylaniano la canción más hermosa del mundo, la única que yo salvaría
del fuego, la que todos, absolutamente todos los seres humanos deberíamos tener
escrita y pegada en la puerta de la nevera. La utopía que Bob Dylan escribió hace medio
siglo, y que a pesar de ser tan simple, seguirá siendo eso: utopía.
and pretend
that he just doesn´t see,
and how many
deaths will it take till he knows
that too many
people have died,
the answer, my
friend,
is blowin´ in
the wind…
Y luego de cantarle a una plaza casi vacía, el georgiano dylaniano
guarda su guitarra y camina unos metros hasta una pequeña placa de metal que
hay frente a él. En esa pequeña placa están los nombres de las víctimas del 9
de abril del 89, en su mayoría mujeres, a las que el ejército rojo asesinó ahí,
en medio de la plaza, a ojos de todos, mientras protestaban… cantando. Así
protestaban, cantando. Ahí están sus nombres. Y el georgiano dylaniano se
detiene frente a la placa, se pone en cuclillas –ahora puedo observar su rostro
casi de frente-, y lo veo mover la boca, murmurando frases frente a aquellos nombres. Hablando pausadamente.
¿Habrá sido su madre, su padre, su hermana mayor?
Al final sonríe un poco, se levanta y se va por el mismo atajo que el
resto de la gente, detrás del muro en semicírculo. Y yo me quedo ahí un
instante más, en la Plaza de la Revolución de las Rosas, casi vacía, pensando
que no tengo cómo pagarle esa canción, ni a él ni a ningún músico callejero. Y
pensando también que una raza como la nuestra, con una historia como la
nuestra, no se merece una canción así.
Y sin embargo, este georgiano desconocido me hace pensar, por un
momento, que quizá una raza como la nuestra, con una historia como la nuestra,
se merece precisamente una canción así.
Siempre me encanta lo que escribes y mas de una vez me haces llorar. Si por lo menos una decima parte de la humanidad tuvieramos tu sensibilidd, quiza, talvez quiza podriamos tener una esperanza.....
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