La expresión se la escuché por
primera vez a Bárbara, mi profesora de Literatura de la universidad. Orgasmos literarios. Debo reconocer que
al principio dicha expresión me pareció exagerada. Risible. Quizá porque en
aquel momento yo aún no había tenido ninguna experiencia literaria de ese
calibre.
Pero con el tiempo le fui dando
la razón a Bárbara. Orgasmos literarios (o visuales, musicales, gustativos).
Así, tal cual. Sin exagerar. Ahora lo sé, y lo creo completamente. Y ahora que
lo escribo, me parece que pocas veces he hablado de ello; no se anda por ahí
hablando de orgasmos -del tipo que sean- en cualquier lugar.
Pero hace unos días el tema
surgió con un par de amigos. Nadie coincidió en ninguna de sus experiencias, pero
la plática me dejó dándole vueltas al asunto.
Y es que uno no experimenta un
orgasmo literario cada dos por tres. Ojalá, pero no. Han de pasar muchos libros
hasta que, de pronto, aparezca uno por ahí. Y, al menos en mi experiencia, casi
siempre se esconden en las novelas, o en relatos o dramas más o menos largos.
Yo puedo contarlos y me sobran dedos, y no tengo reparo alguno en mencionarlos:
el primero fue la ascensión de Remedios La Bella en Cien años de soledad; el capítulo 4 (Unas palabras sobre Estefanía)
de Palinuro de México; los monólogos
de Segismundo (La vida es sueño) y
Shylock (El mercader de Venecia); la
venganza de Edmond Dantés en El conde de
Montecristo, el capítulo 22 de El
guardián entre el centeno y varios momentos de la saga de El capitán Alatriste. Ahí se acaba la
cuenta. Y obviamente, el verdadero orgasmo literario se reduce a un capítulo,
unas cuantas páginas, una conversación, una escena, un momento que culmina y
explota, pero que se viene desencadenando desde muchas páginas atrás, y que sin
buenos preámbulos sería imposible. O casi imposible. O posible pero difícil. O
igual de posible. No lo sé. Esa es la idea que discutí hace unos días con un
par de amigos: si existen o no orgasmos literarios sin preámbulos; que llegan
así, de golpe, a los dos minutos de empezar a leer.
Yo creo que no. Yo creo que hay
otras explosiones literarias, que sí llegan a los dos minutos de empezar a
leer, y a las que últimamente les presto más atención. Son pequeños destellos,
pinchazos estremecedores que brotan de pronto, en dos párrafos, en una breve
descripción, en las primeras o las últimas líneas de un relato. Espasmos
literarios; estos sí que no necesitan preámbulos.
Estos pequeños espasmos me salen
al paso a la mitad de una página, a bordo de un tranvía, o en el bullicio de un
café, sin previo aviso. Y cuando uno de ellos aparece, me obliga a cerrar el
libro un momento; a levantar la vista y sonreír –o maldecir-; a tomar un
respiro mientras gozo de las líneas recién leídas, mientras saboreo la imagen
de lo descrito.
Y al contrario de los orgasmos,
para contar los espasmos literarios me faltan dedos. Se pierde la cuenta, y
aunque cada vez que encuentro uno hago un pequeño doblez en la página, al final
siempre se pierden; se quedan en los libros que devuelvo a la biblioteca o a
algún amigo; se quedan ahí, en las novelas de Javier Marías, de Murakami, de
Casciari; en los poemas de Szymborska o en el humor fatalista de Soboczynski.
Los orgasmos literarios son
momentos extraordinarios, pero sin duda disfruto más de los otros, de esos
pequeños espasmos que golpean tan hondo porque en realidad me traen algo a la
memoria. Un momento, un lugar. O a alguien. Son mucho más personales, y por eso
calan tanto.
Y cuando una de esas pequeñas
eclosiones me sale al paso y me trae a la memoria un lugar o unos ojos, me da
rabia no haberlo escrito yo, pero me da gusto que lo haya hecho alguien más,
con mejor técnica, con mejor humor, con más nostalgia, o con las tres cosas,
como el espasmo de hace unos días, que encontré en una novela de Jerzy Pilch, y
que probablemente a nadie más le parezca digno de emoción alguna, porque como
he mencionado, los espasmos literarios dependen mucho de nosotros; de nuestros
olvidos o triunfos, de nuestras coincidencias o azares. Y a mí me sacudió hasta
los cimientos de la lengua.
Ahí cerré el libro, y no me
apetece mucho continuar.
La miré, y ella
sonrió dulcemente. Ella, de pie sobre el sofá, con su vientre a la altura de
mis ojos. Se acercó y se inclinó sobre mí, tomando mi rostro entre sus manos, y
advertí el contorno de los pechos más bellos —me embalé y en un primer momento
quise pensar—, los pechos más bellos de todo el Pacto de Varsovia, pero la
forma del mundo había cambiado, y ahora veía el contorno de los pechos más
bellos de la OTAN, o de los
pechos más bellos de la Unión Europea, o el contorno de los pechos más bellos
de los países candidatos a la Unión Europea. Se inclinó sobre mí, puso su boca
sobre la mía, y después dijo casi susurrando: “¿Tú crees que estás confundido?
No tienes ni idea.”
¿Cuándo fue eso? No
lo sé, tal vez hace cuarenta, tal vez ciento cuarenta, o tal vez hace tan sólo
unos días.
No lo sé.
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