Mi lengua materna,
el hecho de trabajar en mi lengua materna,
constituye para mí lo más importante en la
vida.
Czesław
Miłosz
Ayer, durante la última clase del
semestre –la cual hacemos siempre en algún bar cerca de la escuela-, una de las
estudiantes, Kasia, me dijo que quería mostrarme algo que había comprado
durante su viaje a México. Abrió su
bolso, y con un aire ligeramente misterioso, sacó y me extendió los tres
volúmenes de El Chingonario.
Para los no mexicanos que puedan
leer esto, hay que decir que El Chingonario es una compilación de los usos del
verbo más importante en México: chingar. En esta publicación se explican y
ejemplifican casi todos los usos de este multifacético vocablo, así como los
adjetivos, adverbios y sustantivos que de él proceden: chingón, un chingo (un
montón), una chinga (una paliza), chingadera, chingaquedito, chingoncito,
chingamadral, chinguero, chingadazo, etc. Una lectura muy útil y divertida para
todo aquel que quiera aprender más sobre el español que se habla en México.
Apenas lo abrí comencé a sonreír
ante las frases que ahí aparecen; no es que un mexicano necesite un manual que
le diga cómo usar el verbo chingar, pero es divertido encontrarse de pronto con
definiciones formales de aquellas expresiones que has escuchado durante toda la
vida en registros siempre coloquiales:
A chingarse bonito.- Trabajar dura y concienzudamente o realizar
una ejecución muy rápida y eficientemente.
Y entonces, mientras hojeaba El
Chingonario, me vino una ligera tristeza; una nostalgia por esas palabras que
poco a poco se me han ido enmoheciendo.
Cada quien extraña distintas
cosas cuando está fuera de su país; hay quienes no soportan estar lejos de la
familia, o quienes sufren y hasta se deprimen un poco durante los fríos
inviernos; hay para quienes lo más duro es adaptarse a una nueva cultura –con
todo lo que eso implica: costumbres, lenguaje, leyes, carácter-, hay quien extraña
su ciudad o su pueblo, el sentimiento de pertenencia, y muchas otras cosas, en
más o menos medida.
Cuando alguien me pregunta qué es
lo que más extraño de México, respondo sin dudarlo que la comida y a algunas
personas (mi familia inmediata y un puñado de amigos entrañables). Pero no es
del todo cierto. A la par de ello están las palabras, las mías, ésas que en
casi tres años no he usado por la simple razón de que es inútil, pues mis
interlocutores no las entienden ni las sienten de la misma forma. Esos mexicanismos
que aquí se vuelven opacos, carentes de sentido, vacíos.
Todo lo que mi español ha ganado,
todo lo que se ha enriquecido a raíz de trabajar con profesores colombianos,
españoles, venezolanos, chilenos, argentinos, es también –paradójicamente- lo
que ha perdido de mexicano, y no sé si a otros les pase lo mismo, pero a mí me pasa, y me pesa. Quizá porque trabajo con el idioma, porque me gustan las palabras, me
gusta hablar de ellas, escribirlas; porque mi lengua materna es la única que
realmente siento, la única que conozco al grado de poder expresar casi todo lo
que quiero a través de ella, y aunque trabajo con mi lengua materna, al enseñar
español como lengua extranjera y al interactuar con hispanohablantes de otras
nacionalidades, ésta tiene que estandarizarse, prescindir de muchos elementos y
adoptar otros tantos.
No sé si esta nostalgia por tu
lengua –quiero decir la de tu país, la que conoces mejor y la que has usado
durante tantos años- es algo común, o pasajero; pienso que quizá depende un
poco del tiempo que llevas fuera. Tres años es en realidad muy poco tiempo, y
ése es el problema, que es aún muy poco tiempo para aceptar completamente esta
readaptación, esta mutilación necesaria. Si pasan otros cinco o diez años
seguramente esta carencia se sentirá cada vez menos, hasta que desaparezca
completamente.
Pero quizá dependa también del
carácter, acaso más que del tiempo. Pienso, por ejemplo, en Víctor, el único
mexicano con quien a veces coincido en Cracovia, y quien a pesar de llevar
fuera de México el triple de tiempo que yo, sigue hablando tan chilango como
Alex Lora; cantinflea, alburea y usa tantos mexicanismos que muchos polacos que
hablan español, e incluso otros hispanohablantes, le entienden la mitad y van
deduciendo la otra mitad.
¿Por qué yo no soy capaz de
seguir usando mi lengua mexicana como lo hace Víctor? No lo sé exactamente,
pero sí sé que a veces me faltan esos destellos dialectal-humorísticos, ese
reconocimiento del otro ante una expresión o un juego de palabras. Sí, quizá
parezca exagerado: me pesa menos la falta de sol y el frío que el desuso de
algunas de mis palabras.
Los popotes siguen siendo
popotes, pero ya no los llamo así; los jitomates pierden sílabas, los limones
cambian de color y las crudas ya no son las mismas. Tengo que renombrar algunos
objetos, abstenerme de un chingo de palabras que aquí nadie secunda. Y como
cualquier separación o rompimiento, hay un periodo de duelo, hasta que
finalmente el tiempo hace que olvidemos, y que aceptemos.
Y mientras hojeo El Chingonario
de Kasia me doy cuenta de que me estoy riendo. Me estoy riendo solo, bajito.
Y es una nostalgia por la chingada.
Y es una nostalgia tan de la chingada.
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