Las palabras que pensé la noche anterior
hoy apenas me dicen algo.
Ese
constante ir y venir de tus imágenes
-que
se marchan y vuelven,
me
abrazan y se desvanecen-,
esa
marea de tus colores que nunca pude descifrar
parece
susurrarme un adiós interminable.
Estos
cíclicos silencios que guardamos
tienen
puntos que no sé
si
son suspensivos o finales,
paréntesis
de una historia en borrador
que
tiene pendientes las últimas frases.
Y
no te busco por no romper con lo pactado,
y
no suelto tu sonrisa clara por no perderme,
por
no extraviarme.
En
cambio, recorro sin prisa estos días verdes
y
lluviosamente tranquilos
sin
la gastada excusa del encuentro fortuito.
Descubro
rincones, leo, fumo,
me
lleno las pupilas de escenas reales y ficticias
que
de pronto quisiera contarte.
Me
siento en cafés en los que nunca estuvimos,
recojo
pasos que olvidamos en alguna esquina
y
me prometo escribir cosas que luego olvido.
El
olor de la ciudad es distinto,
como
también sus colores,
su
ritmo, sus ruidos;
me
pierdo en sus calles y en sus promesas,
y
dudo, descubro, reinvento.
Sin
esperar de la tarde nada, la recorro,
sin
nada más que hacer que abrir los ojos,
respirarla
por igual en su luz y en sus defectos.
Ando
por estos días verdes
que
parecen esculpidos a la medida,
encuentro
secretos que no buscaba,
fragmentos
de vida,
restos,
contrastes,
y
a veces, también encuentro alguna de aquellas risas
que
nos dejamos en algún café,
intacta
–aunque hayan pasado 40 o 140 días, no lo sé-.
Quisiera
contarte esta tarde tan común como cualquiera otra,
pero
las palabras que hace un momento pensé,
apenas
me dicen algo.
Es
una tarde verde cualquiera;
quizá
también te encuentres una de aquellas risas intactas
que
se nos quedaron en un café.
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