“Junto al dolor del
mundo,
mi pequeño dolor…”
Roque Dalton
Me gusta pensar que esto no es
exclusivo, que todos tenemos de vez en cuando estos días. Días
inexplicablemente grises; días en que despierto cenicero lleno, y camino como queriendo
no llegar ni quedarme; días de desgana, silenciosos, inexpresivos. Días
bostezables, rompibles, hediondos a deseos de fuga.
He aprendido a no buscarles
explicación. Son días que se me plantan en la puerta y no se van en varios
días; no se pueden echar a patadas o a base de buena voluntad y sonrisitas
positivas.
Sin embargo –en mi caso- sí se
pueden paliar a base de mentiras.
Me habrá sucedido cuatro o cinco
veces desde que recuerdo. Lo de combatir con éxito estos días grises y
esqueléticos. Cinco, tal vez siete. A veces se repite después de unos meses, o
pasan tres años entre una y otra. Y cuando uno de estos días se me planta a
media calle y no se larga, cuando se me va acumulando la tristeza, lo
despreciable, el hastío… es entonces cuando sucede, cuando esos acordes me
salvan y tornan lo gris en una dicha a la vez magnífica y culpable. Como hoy; siete
minutos en que todo se transforma, todo adquiere de pronto un matiz distinto,
intransferible, e irrefutable. Todo, por un momento, me parece tan claro, tan
magníficamente inexpresable.
Y hoy es uno de esos días
rutinariamente grises, rotos; días olvido, días desván. Y yo camino por la
calle Kanonicza, en pleno centro, como un autómata, cuando en mis audífonos
comienza a escucharse el rasgueo de una guitarra. Es Más de cien mentiras, de Joaquín Sabina. Entre hoteles, terrazas
llenas y turistas con mapa y cámara en mano, comienzo a murmurar partes de la
letra, comienza a suceder de nuevo, después de no sé cuánto tiempo.
(Tenemos memoria, tenemos amigos,
tenemos los trenes, la risa, los bares,
tenemos la duda y la fe, sumo y sigo,
tenemos moteles, garitos, altares
tenemos los trenes, la risa, los bares,
tenemos la duda y la fe, sumo y sigo,
tenemos moteles, garitos, altares
Tenemos urgencias,
amores que matan
tenemos silencio,
tabaco, razones
tenemos Venecia,
tenemos Manhattan
tenemos cenizas de
revoluciones
Tenemos zapatos,
orgullo, presente,
tenemos costumbres,
pudores, jadeos,
tenemos la boca, la
lengua, los dientes,
saliva, cinismo,
locura, deseo...)
Doblo a la
derecha en Senacka mientras Sabina continúa enumerándome mentiras; apenas unos
metros y doblo a la izquierda en Grodzka, atestada como siempre, y veo y huelo
la ciudad en todo su bullicio. Heladerías, escaparates, madres con niños en
brazos, bicicletas que esquivan hábiles a los peatones, trote de caballos y sus
cocheros que ofrecen tours a precios exorbitantes…
Y vuelvo a ver, a sentir, este ritmo
inexplicable que parecía habérseme extraviado, y todo va adquiriendo una
nitidez exasperante, y al mismo tiempo un dejo de culpa, de pena por tener todo
esto frente a mis ojos, así, tan fácil, tan gratuito.
Tenemos un techo con
libros y besos,
tenemos el morbo, los celos, la sangre,
tenemos la niebla metida en los huesos,
tenemos el lujo de no tener hambre
tenemos el morbo, los celos, la sangre,
tenemos la niebla metida en los huesos,
tenemos el lujo de no tener hambre
Tenemos proyectos que se
marchitaron,
crímenes perfectos que no cometimos,
retratos de novias que nos olvidaron,
y un alma en oferta que nunca vendimos
crímenes perfectos que no cometimos,
retratos de novias que nos olvidaron,
y un alma en oferta que nunca vendimos
Tenemos poetas,
colgados, canallas,
Quijotes y Sanchos, Babel y Sodoma,
abuelos que siempre ganaban batallas,
caminos que nunca llevaban a Roma…
Siete minutos en que camino por
la calle Grodzka atestada de gente, de risas, de vida y suerte que comparto sin
habérmelo propuesto. Siete minutos mirando la vida que pasa vertiginosa frente
a mí, devolviéndome con guante blanco mis quejas estúpidas, mi estrés pueril,
mis pequeños dolores, mientras Sabina sigue espetándome Más de cien palabras, más de cien motivos, para no cortarse de un tajo
las venas; más de cien pupilas donde vernos vivos, más de cien mentiras… que valen la pena.
Cruzo la calle Dominikańska, y veo rosas y
tranvías, veo comida, y abrazos, y botes de basura y empleados. Y miro un
momento mis pies, y sonrío y pienso en lo afortunado que soy por poder caminar;
pienso en mis pequeños dolores, en las pequeñísimas piedras que a
veces creo encontrar en mis zapatos, en mis patéticas quejas, en mis “trágicos”
últimos días… y me avergüenzo, y me asqueo.
La canción ya ha terminado cuando llego a la
Plaza Central, pero sigo caminando.
Siete minutos y cien mentiras que vienen justo en uno de esos días grises, a
devolverme eso que a veces olvido: que tengo un techo con libros y besos; que
tengo la boca, la lengua, los dientes; que tengo, como todos ustedes que leen
esto, que tenemos el lujo -el puto lujo- de no tener hambre.
Yo si tengo hambre... Y mucha, en mi panzota
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