Los golpes en la puerta me despertaron a las 2
de la madrugada. Esperé unos segundos para estar seguro de que había oído bien.
Sí, alguien estaba golpeando mi puerta. Me levanté y caminé despacio, pensando
que quienquiera que fuese, había podido abrir la puerta del edificio y había
subido hasta el último piso… ¿para qué? Mire por la pequeña rendija de la
puerta y vi la del departamento de mis vecinas, justo enfrente, abierta y con la
luz encendida. Escuché voces de mujer. Más bien gritos, y abrí la puerta.
Vivo en el quinto piso, el último, de un
edificio viejo, sin elevador. Frente a mi puerta hay otro apartamento donde
viven dos hermanas; dos mujeres polacas que deben de tener casi 80 años. Después
de dos años viviendo aquí, encontrándome con ellas cada dos o tres días en las
escaleras o en el mercado del barrio, lo único que he conseguido es que a veces
me respondan cuando digo Dzień dobry (buenos
días). No sé de qué dependa que a veces me respondan con una fingida sonrisa, a
veces sólo muevan la cabeza y a veces simplemente pasen de largo como si yo no
estuviera. A eso se había limitado mi
relación con mis dos únicas vecinas, hasta que un día escuché golpes en mi
puerta a las 2 de la madrugada.
Abrí la puerta. Una de mis vecinas, creo que la
mayor, gritaba pidiendo ayuda y se asomaba por el cubo de la escalera,
esperando que alguno de los vecinos de abajo se despertara y subiera. Con mi
macarrónico polaco, le pregunté qué pasaba, aunque el miedo en su rostro
evidenciaba que algo andaba muy mal. De todo lo que ella dijo en polaco entendí
tres palabras: hermana, hospital, ayúdeme.
Entré a su departamento y la fui hasta la
habitación. La mujer estaba tirada en el suelo, boca arriba, en camisón, rígida
como una tabla y con los ojos muy abiertos y la mirada perdida en el techo. Se
había orinado encima, y preguntaba una y otra vez ¿dónde estoy?
Pusimos una pequeña almohada bajo su cabeza,
volví corriendo a mi habitación por mi teléfono, marqué el número de
emergencias y se lo tendí a mi vecina para que ella explicara qué había pasado.
Supe entonces, al escucharla hablar por teléfono –y después de dos años de ser
vecinos- que la mayor, la que hablaba por teléfono en ese momento, se llamaba
Elżbieta, y la menor –la que estaba tendida en el suelo, Grażyna. Su apellido, creí
escuchar, terminaba en owska
La ambulancia llegó unos 15 minutos después, y
durante ese tiempo no hubo mucho que pudiéramos hacer. Mi vecina no reconocía
ni a su propia hermana –ni qué decir de mí-, su mirada seguía perdida y
continuaba preguntando dónde estaba. Los paramédicos la subieron a la camilla
mientras Elżbieta les decía que dos semanas antes habían operado a su hermana
por cuarta vez –aunque no estoy seguro si dijo algo del hígado o del rinón-.
Sacaron a Grażyna en camilla, aún con la mirada extraviada; su hermana Elżbieta
sujetándole la mano.
Hace ya casi veinte días que se la llevaron. Sé
que no han vuelto porque desde mi balcón puedo ver el suyo, y veo aún su ropa
colgando desde ese día.
Un par de prendas ya se han caído al suelo. El viento va a volarlas del balcón cualquier día.
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