Nunca he sido muy aficionado a tener cuadros en
casa (desde hace unos años tengo sólo uno). Tengo, en cambio, algunas fotos enmarcadas que generalmente deprimen o
sorprenden a mis amigos: la foto de Jean-Marc Bouju que ganó el World Press
Photo en 2004; la de Oded Balilty de 2007; la foto de Omayra Sánchez que le
hizo Frank Fourier (pasado mañana se cumplirán 30 años de la muerte de Omayra);
la de Samuel Aranda que ganó en 2001.
Y tengo también algunos textos aquí y allá. En
la puerta del refri , el poema Un día
después de la guerra, de Jotamario Arbeláez, y Busco la palabra, de Wisława Szymborska; en la habitación, un
fragmento de Hombre preso que mira a su
hijo, de Benedetti; en la cocina, Jiga,
de Tomás Segovia, y en el baño, junto al espejo, la primera página del
capítulo IV de Palinuro de México, de
Fernando del Paso.
Esos textos me han marcado, y son probablemente
lo más hermoso que he leído. Están ahí, desparramados por la casa, y los releo
casi a diario, y los disfruto y me maravillo con ellos. Cuatro los conozco de
memoria, pero con Palinuro de México es
diferente; tengo sólo la primera página del capítulo IV, pues necesitaría una
casa gigantesca para llenarla con el resto.
Palinuro es inabarcable.
La primera vez que oí sobre esa obra y sobre su
autor fue en la universidad. Bárbara, mi profesora de Literatura, nos leyó un
día un fragmento, ése en el que Palinuro les cuenta a Fabricio y Molkas algunas
cosas sobre él y su prima Estefanía.
Hacíamos el amor compulsivamente. Lo hacíamos
deliberadamente. Lo hacíamos espontáneamente. Pero sobre todo, hacíamos el amor
diariamente. O en otras palabras, los lunes, los martes y los miércoles,
hacíamos el amor invariablemente. Los jueves, los viernes y los sábados,
hacíamos el amor igualmente. Por último los domingos hacíamos el amor
religiosamente. O bien hacíamos el amor por compatibilidad de caracteres, por
favor, por supuesto, por teléfono, de primera intención y en última instancia,
por no dejar y por si acaso, como primera medida y como último recurso.
Hicimos el amor por ósmosis y por simbiosis: a eso le
llamábamos hacer el amor científicamente. Pero también hacíamos el amor yo a
ella y ella a mí: es decir recíprocamente.
Y cuando ella se quedaba a la mitad de un orgasmo y
yo, con el miembro convertido en un músculo fláccido no podía llenarla,
entonces hacíamos el amor lastimosamente. Lo cual no tiene nada que ver con las
veces en que yo me imaginaba que no iba a poder, y no podía, y ella pensaba que
no iba a sentir, y no sentía, o bien estábamos tan cansados y tan preocupados
que ninguno de los dos alcanzaba el orgasmo. Decíamos, entonces, que habíamos
hecho el amor aproximadamente. O bien a Estefanía le daba por recordar las
ardillas que el tío Esteban le trajo de Wisconsin, y yo por mi parte recordaba
la sala de la casa de los abuelos, con sus sillas vienesas y sus macetas de
rosasté esperando la eclosión de las cuatro de la tarde, y así era como
hacíamos el amor nostálgicamente, viniéndonos mientras nos íbamos tras viejos
recuerdos.
Muchas veces hicimos el amor contra natura, a favor de
natura, ignorando a natura. O de noche con la luz encendida, mientras los
zancudos ejecutaban una danza cenital alrededor del foco. O de día con los ojos
cerrados. O con el cuerpo limpio y la conciencia sucia. O viceversa. Contentos,
felices, dolientes, amargados. Con remordimiento y sin sentido. Con sueño y con
frío.
Y cuando estábamos conscientes de lo absurdo de la
vida, y de que un día nos olvidaríamos el uno del otro, entonces hacíamos el
amor inútilmente. Para envidia de nuestros amigos y enemigos, hacíamos el amor
ilimitadamente, magistralmente, legendariamente. Para honra de nuestros padres,
hacíamos el amor moralmente. Para escándalo de la sociedad, hacíamos el amor
ilegalmente.
Para alegría de los psiquiatras, hacíamos el amor
sintomáticamente. Y, sobre todo hacíamos el amor físicamente.
También lo hicimos de pie y cantando, de rodillas y
rezando, acostados y soñando. Y, sobre todo y por simple razón de que yo lo
quería así y ella también, hacíamos el amor voluntariamente.
Quedé fascinado por esos párrafos, le pregunté
a mis ñoños amigos del café literario de los viernes si conocían la obra, y unos meses después, mi amigo el Chore
me la regaló.
Y Palinuro
fue un parteaguas; fue distinto de lo que hasta entonces había leído y ha sido
distinto de cuanto he leído después. Palinuro
es un festín, es un carnaval, es un tremendo golpe de belleza.
Esta semana han anunciado a Fernando del Paso
como el ganador del premio Cervantes 2015 –el premio literario más importante
en lengua española-. Su novela más famosa es Noticias del Imperio (1987), aunque yo recomiendo indudablemente
comenzar por Palinuro de México
(1977). Hay que decir que las novelas de del Paso son densas, requieren tiempo
y disciplina, y están cargadas de erudición y juegos lingüísticos; su autor le
invierte más o menos diez años a la escritura de una novela –ha escrito sólo
cuatro aunque ha incursionado en otros géneros-. No es el escritor más leído en
México –de hecho Palinuro se publicó
primero en España y tres años después en México-; su obra se conoce poco,
desgraciadamente.
Y Palinuro
de México… bueno, quizá el título no es el más atractivo; tampoco lo son
sus casi mil páginas. Y al leerlo uno se da cuenta de al menos dos cosas: 1) es
una novela totalizadora –tiene prosa, poesía, teatro, ensayo, todo dentro de
una novela-, y 2) da la impresión de no ser exactamente una novela; no hay una
historia, no hay un argumento. Es un compendio abrumador de las andanzas de su
protagonista –Palinuro, un estudiante de medicina de la ciudad de México-, y su
gran amor –su prima Estefanía-.
Leí el libro con impaciencia, con entusiasmo,
maravillándome con monólogos de algún personaje que se extendían 20 o 30
páginas, capítulos enteros dedicados a los síntomas de una enfermedad o a la
muerte de un espejo; aun así, tardé un par de meses en terminarlo, aunque Palinuro es uno de esos libros que no se
terminan, de los que no se sale ni se quiere salir, uno de esos libros a los
que siempre se vuelve. Palinuro es un
torrente de lenguaje, erudición, erotismo y júbilo; Palinuro es un laberinto, y yo vuelvo cada tanto, una y otra vez, a
las primeras líneas, a las últimas, al capítulo XIV sobre la mala leche de
Molkas –compañero de estudios de Palinuro-, al monólogo del primo Walter sobre
las manzanas del granjero, y sobre todo al capítulo IV titulado Unas palabras sobre Estefanía, ese
capítulo cuya primera página tengo junto al espejo; esa apabullante descripción
de la mujer más bella de la Literatura.
En esta ocasión, la primera página no me bastó,
así que me puse a buscar por todos lados mi ejemplar de Palinuro, ese que hace años me regaló el Chore, y que me ha
acompañado a muchos sitios. No lo encontré. Luego de un rato, recordé con
tristeza que mi libro está en algún armario de un apartamento de la avenida Bernardo
de Irigoyen, en Buenos Aires; Mariana se lo llevó junto con otros de mis
libros, algo de ropa y no sé qué más, el año pasado, cuando tenía todo listo
para irme a vivir a Argentina, y ella se adelantó y se ofreció llevarse algunas
de mis cosas.
He cambiado de casa no sé cuántas veces, y sólo
hay dos cosas que me llevo siempre a donde voy: un cuadro –aunque es más bien
un póster plastificado- de Beatriz Aurora y algún fragmento de Palinuro de México.
Es un libro de ésos. De los que no se sale, ni
se quiere salir. Aunque yo esté en Cracovia, y mi libro en Buenos Aires y
Estefanía en la plaza de Santo Domingo del DF.
Unas palabras sobre Estefanía siempre vienen
bien.
Pura, inocente, impávida, como
si nada hubiera pasado entre nosotros, como si nunca hubiéramos hecho tantas
cosas que habrían obligado a los abuelos a dar de vueltas en sus tumbas de
haberlo sabido, y que de verdad les hizo dar cincuenta y dos vueltas al año
pero no en la tumba, sino en la pared, cuando Estefanía, un sábado, volteó sus
fotografías para que de allí en adelante nunca más nos vieran hacer el amor los
fines de semana: así era mi prima.
Y bella también, y angelical,
y pálida.
Y por si fuera poco o nada.
Por si fueran poco sus grandes ojos, inmensamente abiertos como si estuvieran
asombrados siempre de su propia belleza.
Como si fueran nada sus
mejillas eternamente ruborizadas por la vergüenza de traer, desde niña, una
calavera adentro.
Nada sus dos manos, nacidas
para acariciarme.
Y poco sus cinco sentidos, sus
veinte años, sus treinta y tres vértebras, sus cien mil cabellos, su millón de células
o su trillón de átomos.
O en una palabra, su cuerpo.
Ese cuerpo que tanto amé y
conocí, que hoy podría esculpirlo, de memoria y con la lengua, en un bloque de
sal.
Por si fuera nada todo esto,
mi prima Estefanía, mi prima íntegra y tersa, mi prima pura y nítida, después
de hacer el amor conmigo, la maldita, se quedaba junto a la ventana y bajo su
retrato quieta, sentada, contradictoria como un huracán congelado o como si
corriera por sus venas gelatina de piedra.
Y además límpida y casta,
inmaculada como una promesa de papel arroz, irreprochable como un remolino de
lechuzas blancas.
Y callada también, lejana y
clara, como si la hubieran enterrado viva en un prisma de niebla.
Así era mi prima, así junto a
la ventana, siguiendo a veces con la mirada toda la tarde el curso del sol,
como si tuviera los ojos rellenos con heliotropos, la puta.
Y sobre todo como si nada
hubiera pasado, como si no hubiéramos hecho el amor, como si no nos
conociéramos, como si yo fuera un pobre mortal descastado y paria, un esclavo,
un guiñapo, una mitad de hombre y ella, mi prima, una diosa. Y más que nada,
impecable, inimitable y sin tacha, como el Dios de San Anselmo, de Leibniz y de
Spinoza, como el Dios de Escoto Erigena al que valía más amar que conocer, como
una criatura que reunía, entre sus cualidades esenciales, la de una existencia
necesaria y perfecta.
Tan es así, señores —le dije
al general que tenía un ojo de vidrio, al billetero, a don Próspero y a todos
los otros amigos cuando volví a la cantina para cumplir mi promesa— tan es así
que de Estefanía yo podría hablar como Clemente de Alejandría, Dionisio el
Pseudo-Areopagita y Maimónides hablaron de Dios, y para abreviar la descripción
de mi prima decirles por la Vía Negativa y camino a la oscuridad esencial, todo
aquello que ella no fue nunca, a pesar de haber sido clásica, admirable y
única.
Estefanía, señores, nunca tuvo
los ojos negros, la piel naranja o el vientre dorado.
Estefanía nunca tuvo un metro
setenta y cinco de estatura, cuarenta y tres escarabajos sagrados de ancho o
veinte esmeraldas de profundidad.
Estefanía no fue un teléfono,
un acróstico o un sordo de mazapán.
Estefanía nunca engordó de la
cintura abajo como un reloj de arena por donde se escurre la mitad de los
cereales, los apetitos y los días.
En otras palabras, y en medio
de ese pueblo de bandidos y frutas de madera donde transcurrió su infancia como
un río de serpentinas, Estefanía no fue nunca un sargazo austral, el sonido de
la espuma o una sospecha destrenzada.
Estefanía, por supuesto, fue mi
prima. Estefanía tuvo, al menos la mayor parte de su vida, siete mil días de
edad que giraban alrededor de ella como los caballos albos y los cisnes
descarados de un carrusel. Estefanía estudió en un colegio inglés de la ciudad
de México y Estefanía, aunque tuvo un lugar privilegiado en el caparazón de las
flores y como regalo adelantado por todas las navidades de su vida toda la
serie de bellezas innumerables que les voy a enumerar, y entre las cuales sus
pestañas rizadas de risa y su lengua de charol rojo y filoso no eran las menos
importantes, a pesar de ello Estefanía era un ser humano con todas sus
limitaciones, que siempre tuvo ni más ni menos que todo el número de órganos,
vísceras y miembros que tiene toda mujer completa, normal, pálida, pura y virginal.
Por lo mismo yo no podría
hablarles de las diez tetas de marrana de mi prima, o de la media pestaña de
Estefanía.
De sus doscientos dientes de
tiburón o de sus dos mil ombligos de árbol.
Y en todo caso, tampoco podría
hablarles de su nalga única, su nalga luminosa, su nalga-luna delicia de los
poetas mancos, su redonda y blanca nalga como una media esfera para adivinar la
mitad más fría de la noche.
Así que por eso también, y a
lo largo de toda la descripción de Estefanía, se cansarán ustedes —yo jamás me
cansaré— de oír hablar del mismo número de brazos, pechos, clítoris y vientres
que tuvo Estefanía, con los mismos nombres que tuvieron siempre: el pelo pelo,
las costillas costillas y los labios, alados incontaminados y dulces flotando
entre los cirros blancos de las nubes, labios. Porque si bien yo me encerré
alguna vez dentro de un año entre dos febreros locos y besé el pezón húmedo de
su olvido derecho y me reflejé en sus triunfos azules, eso fue posible gracias
a que esa única vez sus pechos se llamaron olvidos, sus muslos febreros y sus
ojos triunfos. Por lo demás, los nombres que yo les di a las distintas partes
de su cuerpo cambiaron muchas veces; tantas, que casi nunca me acuerdo, por
ejemplo, del verdadero nombre de su sexo. Y como además ellos mismos
intercambiaban sus nombres viejos y nuevos, quién sabe, quién va a saber,
señores, si en realidad no acordarme de él sea un triunfo, o recordarlo sea un
olvido: el caso es, en fin, que el nombre de su sexo, entre paréntesis, siempre
lo tuve en la punta de la lengua.
Pero si a alguien hay que
poner entre paréntesis —en una casa de cristal, en una pecera de ojos de
serpiente, en una gota de esperma cuajado—, es a la misma Estefanía, para que
ustedes, señores, se concentren en la estructura esencial de la belleza de mi
prima. Y para eso hay que ponerla aparte del mundo, aparte de todo aquello que
nunca fue, porque mi prima, aparte de ser excelsa y admirable y sobre todo
alejada y pulcra, afiligranada y quieta, la perversa, aparte de tener una
estrella entre ceja y ceja, y aparte de las galaxias domesticadas que le
seguían los pasos lamiéndole las huellas, Estefanía nunca fue de noche, no
llovió sobre las cosechas del pan y jamás fue una verdulera con el resplandor
de un perejil entre los dientes. Y si bien es cierto que en su cuerpo —así
fuera por ejemplo en su boca o en sus pezones—, se podía encontrar siempre una
alternativa color cereza o una excepción morada; y si bien es cierto que en su
nuca salpicada por mis bendiciones y en cada centímetro redondo de su piel y en
su manía por encontrar desavenencias entre sus dientes maduros y sus dientes de
leche, y en su forma de señalar a los pájaros como si supiera, la tonta, que
acabarían por posarse en su dedo índice, y en su forma de tirar los dados sobre
lo; apeles ver des de Las Vegas como si esperara, la ilusa, que sus aristas se
pulieran y se transformaran en bolas de nieve de azahar; si bien es cierto que
en esto y en todo lo demás Estefanía era única y maravillosa, adorable y más
que nada impoluta, la hipócrita; y si bien debo admitir que los ojos de
Estefanía, en medio de sus dádivas y simulacros tenían cierto parecido musical
con las olas, a cambio de ello mi prima nunca tuvo la más mínima semejanza con
una escena marina en la cual las playas, los barcos de vapor y los malecones
bañados con bocanadas de saliva contemplan a un capitán que desde lo alto de la
borda de un buque deshoja un calendario.
Pensarán ustedes, entonces,
que Estefanía pudo ser una anciana amarilla, un mapa frutal o una obligación sorprendente:
y tienen que saber que a pesar de que ciertas distracciones del vino y de la
sangre se confabularon para atardecer en sus labios; a pesar de que sus largos
viajes por debajo y por encima de los meses, por Venecia y por mis brazos la
encarcelaron en espejos de seda y la rodearon de amnesias verdes, a pesar df:
todo, digo, ella no fue nunca la muerte casta de una bandera, la máscara
indefensa de un árbol o uno de esos paisajes de corcho y oro batido dentro de
los cuales el capitán se arrojó al mar, y donde no faltaban las islas nevadas,
las erupciones de piratas, la cabeza con alas del capitán y la alusión a las
noches pálidas de los trópicos.
Por lo demás, entre otras
cosas y al igual que Eucaris, la ninfa de la que se enamoró Telémaco, y al igual
que Anaxareta, la doncella hermosísima e insensible transformada por Venus en
un bloque de piedra, Estefanía sí fue una mujer de belleza apabullante, un ser
que estaba más allá de toda jerarquía geométrica, de todo esplendor mortal, de
toda lengua vítrea y sin embargo, más acá de las estrellas. En pocas palabras,
y siempre alta y delgada, con el amor desarmado y prendido a sus pechos como en
una pintura de Watteau, hermosa como la Herejía descrita por Winckelmann o como
la Bella Rosina de Wiertz desnuda y contemplando un esqueleto colgante,
misteriosa como Berenice y Ligeia, y con su nombre, Estefanía, escrito en su
frente y su vestido amarillo entre las amarilis, Estefanía fue un ser donde
siempre fue posible verse de cuerpo entero, de primo y amigo, de novio y
amante, y encenderse, cada día, con una llamarada de presagios.
Aparte, claro, que su
perfección nunca tuvo nada que ver con lo que ella fue de verdad, en este
mundo, en esta Plaza de Santo Domingo y en nuestro cuarto, porque vista de
cerca y contemplándola a la luz de su muerte y de su voluntad, sentada junto a
la ventana y en las piernas una historia de los Navegantes Ilustres con las
páginas abiertas al viento, hinchadas y blancas como las velas de un barco,
Estefanía estaba llena de imperfecciones:
A veces bizqueaba un poco y
tenía pie de atleta.
Nunca terminaba de leer un
poema.
Los lunes amanecía con mal
aliento.
Y los domingos, como Visnú en
el océano del caos, como la mujer del poema de Anacreonte, acababa hinchada y
con los ojos pegoteados de legañas, por culpa de mi lujuria.
Por si fuera poco, tengo que
confesarles que mi prima, también, estaba llena de asimetrías deslumbrantes y
mágicas. Y no hablemos de las que son comunes a todos los mortales:
El rosado bronquio derecho más
corto, más ancho y más vertical que el bronquio izquierdo.
En tanto que el azul claro
riñón izquierdo más largo y más estrecho.
Y la translúcida y tibia
arteria renal derecha más larga que la izquierda.
En tanto, también, que el
esponjoso y aireado pulmón derecho más grande que el izquierdo pero al mismo
tiempo dos o tres centímetros más corto.
Esto no es nada.
Y tampoco otras pequeñas
imperfecciones que todos tenemos: una pantorrilla más abultada, una pierna
ligerísimamente más corta o un párpado apenas más levantado. No. Lo peor es que
las asimetrías de mi prima se desbordaban de su cuerpo para abarcarlo todo,
porque sus días nunca eran iguales: tenía jueves malos y jueves buenos días
como los de Apollinaire, que estaban viudos, y viernes sangrantes y lentos de
cortejos. Tenía septiembres que reventaban de talismanes espejeantes, y
septiembres lluviosos y horribles. Tenía, a veces, una mirada más inteligente
que la misma mirada cinco minutos antes.
Tenía sueño, y frío, y gripas.
Y tenía una oreja más
perfumada, una mano más cariñosa, un brazo más ingrato y un clítoris más dulce.
Por último, de sus dos muslos
uno siempre estaba más caliente y ensalivado.
De sus dos pezones, el otro
siempre estaba más redondo y duro.
Y de sus dos nalgas, las dos
estaban siempre más frías.
Y sin embargo mi prima, mi
admirable y pulcra y celestial prima, era perfecta; perfecta por ser un ángel
sin ningún principio de limitación que no fuera su sustancia simple; perfecta
por ser sus ideas —sus ideas largas y brillantes que se dejó crecer al par que
sus cabellos rubios—, iguales a su esencia divina, y perfecta por ser la única,
la primera, la última representante de la especie de los Estefánidos, y sobre
todo por ser la representante más fina y clara, la más delicada y álfica.
A pesar, por ejemplo, de que
nunca he visto a nadie que en un momento dado tuviera tantas señales y manchas
en su piel armiñada y tersa.
No sólo una cicatriz de vacuna
en el brazo, del tamaño de un camafeo.
Un lunar en el muslo con la
forma de un relicario, que encerraba una manifestación de vellos rubios.
En el vientre, el recuerdo de
un apéndice supurado, y las huellas de las inyecciones antirrábicas.
Y en la cabeza la mancha de
Neptuno de color desconocido que le crecía entre los cabellos, escondida como
el rostro de una virgen en el fondo de una pátera y que sólo el tío Esteban, la
tía Lucrecia y el peluquero de Estefanía había visto alguna vez, o presentido,
y si acaso quizás don Próspero, que cuando llegó a la letra F de la
enciclopedia descubrió la frenología y descubrió también, en la cabeza de mi
prima la protuberancia de la maravillosidad.
Lo cual no es hablar por
hablar, porque el amor que nos tuvimos Estefanía y yo, y no sólo porque nos
amábamos, sino porque amábamos a nuestro amor, nos llevó a todos los encuentros
posibles: desnudos, sudorosos, con la sangre abierta en el soplo de las alas, y
en los minutos que transcurrían entre una ida al cine y las horas enteras que
Estefanía empleaba para aderezarse los pechos mientras arriba la luna se
inflaba de envidia como una esponja holandesa, ensayamos todos los orificios
que les nacían del cielo, tanto a Estefanía como a su prima la luna.
En una ocasión eyaculé entre
las piernas de mi prima y le embarré mi esperma en los muslos, en las rodillas
y en los vellos espumosos del pubis.
Con la lengua, pude extender
las últimas gotas hasta el borde mismo de su ombligo lleno de pelusas y de
remordimientos giratorios.
Quince minutos después, me
vine en su espalda y con mi semen ungí su nuca, su cuello, sus axilas de
pellejo de pollo, sus hombros y el comienzo cálido de sus pechos, y dos horas
más tarde —y una eternidad de besos, caricias y maquinaciones sexuales más
tarde—, Estefanía me masturbó con sus pies y luego de que bañé con mi semen la
mitad áspera y la mitad suave de sus plantas, las improntas de todas sus
caminatas por la ciudad y el porvenir descalzo de las rosas, le unté mi semen
entre sus dedos chinguiñosos, en sus pantorrillas macizas y en sus corvas
surcadas por aladas sombras y arrugas invisibles.
De manera que pronto no hubo
un sólo centímetro de la piel de Estefanía.
Un solo valle lampiño.
Una sola encrucijada
glandular.
Codo o recoveco, talón o
frente ávida, que yo no hubiera embadurnado con mi esperma.
Como si mi esperma fuera leche
de burra egipcia, pomada de ónix, jarabe de nácar o una crema de belleza de
ballena que penetrara y fecundara toda la piel de Estefanía.
Y mi prima quedó así, tiesa y
blanca como un ángel de fibra de vidrio, almidonada y nívea como recién salida
de la lavandería de un hospital.
Y como embarazada, la pobre,
un millón de veces al mismo tiempo: una por cada uno de sus poros, una por cada
uno de mis espermatozoides.
Pero muy poco nos duró la
ilusión de tener una infinitud de hijos, porque en su cuello y en su barriga
comenzaron a aparecer unas ronchas púrpuras que, como antes las pecas,
comenzaron a conglomerarse formando consorcios de rubíes, y cuando la comezón y
la urticaria se extendieron por su cara y por sus brazos, yo no tuve más
remedio que ponerme una chistera de seda con resplandores de ébano, coronar a
mi prima con una diadema de flores de naranjo y llevarla a la tina en brazos,
como los novios antiguos cargaban a sus novias, para darle un baño-maría que a
fuerza de vapores y delirios, enjuagues y colofonias, la dejara de nuevo no
inefable, no pura y no inocente, sino simple, sencilla y maravillosamente lisa
y exacta.
Porque inocente, pura e
inefable, no dejó de serlo un solo instante, una sola diezmilésima de instante
o una sola diezmillonésima de ángel, como lo podían atestiguar los espejos de
su alma: sus ojos, esos ojos azules compuestos por una infinitud de partículas
que así, señor general, señor billetero, así como las homeomerías de Anaxágoras
contenían las semillas de todas las cosas existentes, así ellas encerraban el
semen de todos mis poemas y escritos futuros.
Y cuado digo que los ojos de
mi prima —esos ojos que nacieron para percibir y ser percibidos a veces por mí,
quizá por ustedes y siempre por Dios— contenían el semen de mis poemas y
escritos, se trata claro, señores, de una alegoría, porque el único semen que
de verdad tuvo en sus ojos alguna vez —y sólo una vez— mi prima, fue la tarde
en que me pidió que me viniera por una de las ventanas de su nariz, por uno de
esos orificios divinos e inimitables, túneles foscos que desembocaban en la luz
opalina de sus estrellas olfatorias.
Yo elegí el agujero izquierdo
de su nariz, que era con el que Estefanía aspiraba mejor las tufaradas de los
retretes y los guarismos perfumados de las rosas.
Recuerdo que cuando acabé, un
licor turbio alfombró sus o|os por unos segundos, espeso y translúcido como si
unos párpados de serpiente subrepticios le hubieran salido a mi prima bajo sus
propios párpados prodigiosos.
No pasaron cinco minutos sin
que la pobre, la perversa de mi prima comenzara a quejarse de irritación de las
carúnculas lagrimales y a llorar unas lágrimas densas y blancas que se le
coagularon a la mitad de las mejillas, mientras que por el agujero derecho de
la nariz le escurrió un moco infinito y nacarado como sopa de nido de
golondrinas o engrudo de esmeraldas.
En la noche soñó que yo le
había fecundado una glándula desconocida que tenía en el cerebro, y que al
igual que a Júpiter le crecía una criatura en la cabeza y tenía que parirla en
medio de un dolor de muelas más allá de toda santidad: la criatura era Palas
Atenea, la de los claros ojos, pero no tan claros, no tan azules en todo caso,
como los ojos de mi prima cuando visitaba a sus enfermos en los hospitales o la
visitaban sus clientes en las Islas Imaginarias.
Ah, la hubieran visto ustedes,
entonces, en las agencias de publicidad, bañada de slogans como la bestia del
poema, sonrojada por los aviones de Eastern y alicaída de tanto chocolate en
polvo. Ah, hubieran visto ustedes con los ojos de sus enfermos a Estefanía en
los hospitales, donde mi prima fue más santa que Bernadette enfermera de la
guerra franco-prusiana. Para mí sería muy fácil decirles que Estefanía era tan
bella como Mayaderi la madre de Buda, o como Psiquis que cautivó al mismísimo
amor. ¿Pero quién de ustedes conoció a Calé, la belleza por antonomasia? ¿Quién
vio jamás a Iris Crisópteros limpiando con algodones las gargantas de los
diftéricos del Hospital General? O a Gerda, la hija del gigante Gimer y a la
princesa Dropadi cuya mano fue solicitada por mil reyes, ¿quién las vio jamás
exprimiendo los ántrax de los enfermos con sus propias manos para arrancarlos
de raíz como lo hacían sor Angélica y Estefanía? ¿Quién de todas esas diosas
fue como Estefanía enfermera: alta y delgada, excelsa y clara, y experta en
drenajes de pus y en punciones de la cresta ilíaca?
Sus pacientes, que nada sabían
de las Princesas de Nieve y de Marfil de Jean Lorrain. Que nunca habían oído
hablar de Clorinda, de Zéphire, de la dama Baudelaire bella como un sueño de
piedra, sencillamente adoraban a Estefanía cuando cada mañana llegaba hasta sus
camas para decirles los buenos días y las buenas o las malas temperaturas,
vaciarles sus bacines y sus colecciones de felmas, y si había tiempo y humor
—Estefanía siempre se las arregló para que hubieran—, leerles a los enfermos
que no podían leer, con una voz clara y precisa como de locutora de Radio
Moscú, las secciones deportivas y policiales de los periódicos, y a los
enfermos que no podían escribir y con una letra alta, luminosa y delgada como
la propia Estefanía y con una ortografía tan perfecta que parecía postiza,
escribirles sus cartas, sus adioses a la vida o a los árboles, y muchas veces,
también, las declaraciones de amor para ella misma y los poemas donde la
describían sin darse cuenta, sus pacientes, de la inutilidad de describir o
escribir a una prima así, a una Estefanía que había nacido ya como escrita,
llena de párrafos redondos y frases que olían a sándalo y menstruaciones; de
asteriscos, en sus ojos, que la remitían a la mitad de su sexo y de guiones que
separaban nuestro amor en dos capítulos completos: la tarde y la mañana, la
mañana y la noche, la noche y las campanas, las campanas y las nubes, las nubes
y las espadas.
De nada, pues, me serviría
decirles que las piernas de Estefanía eran más largas que las piernas de Rita
Hayworth y sus labios más sensuales que los labios de Sofía Loren. O incluso
que mi prima, ya no digamos en los hospitales, tan albeante y tan prendida, tan
inaudita y clásica, sino Estefanía en pantuflas y en la cocina, atocinando los
intersticios de un jamón y rodeada de platos sucios, ciruelas irreparables y
cáscaras de faisán, era más bella que Greta Garbo en La Dama de las Camelias, o
Marlene Dietrich en El Angel
Azul.
Primero, porque Estefanía
odiaba esta clase de comparaciones y sabía que hacerlas era traicionarla, ya
que siempre quiso ser la única dueña de su cuerpo incluyendo sus brazos, sus
cabellos, el apogeo entre sus piernas y otros esplendores grises, a pesar, o
quizás no a pesar, sino precisamente porque sabía que como todo ser humano, era
insignificante y limitada, que con todo su cabello apenas habría alcanzado para
hacerle una peluca a Marilyn Monroe, y con todo el vello de su pubis, unos
bigotes rubios a Emiliano Zapata; que la piel de todo su cuerpo apenas habría
bastado para forrar una estatua de Brigitte Bardot, y la piel de sus pechos
apenas para hacerme un par de guantes; la de su vientre, quizás, para cubrir mi
máscara mortuoria.
Y sabía también que si por
arte de magia se hubiera transformado de pronto en los elementos primarios que
componían su cuerpo, se hubiera hecho agua o menos que agua: viento y polvo, o
menos que viento y polvo:
Unos montoncitos de carbono,
unos granos de potasio por aquí o por allá.
Quizás una pizca de fósforo
suficiente para arder diez segundos.
Quizás, si acaso, cincuenta
litros de oxígeno que se hubieran escapado por la ventana rumbo a los castillos
de la yerbabuena, y que no hubieran alcanzado para inflar un bote azul que le
salvara la vida.
Pero en todo caso menos que
viento y agua, menos que cenizas o harina, menos incluso que polvo, y ni
siquiera polvo enamorado.
Y segundo, porque sólo
Estefanía y nadie sino ella misma, fue la enfermera adorada que todos los días
pasaba por los pabellones vestida de blanco, empujando un convoy de curación
donde relumbraban los instrumentos y tintineaban los frascos llenos con
líquidos irisados o con grageas que parecían aguamarinas y granates, entre los
ramos de claveles disciplinados y de rosas Luto de Juárez, a los que Estefanía
todas las mañanas, como una cistófora fiel cambiaba el agua, y atrás iban las
enfermeras novicias mientras ella, Estefanía, les indicaba cuáles eran los
apósitos de carbonet y tul graso, por qué las pinzas de Cheatle debían llevarse
en un frasco con lisol y cómo quitar unos agrafes, cómo hacer tapones de gasa
yodofórmica para contener las hemorragias uterinas y cómo emplear el
nebulizador de Vilbiss, mientras los médicos y los residentes la esperaban en
los corredores, la citaban en los quirófanos, la encerraban en los ascensores y
la asaltaban en los anfiteatros para declararle su amor bajo los tragaluces
amarillos, jurarle fidelidad sobre las mesas de operaciones olorosas a
mertiolate, besarla entre el cuarto y el quinto piso o entre Patología y
Maternidad, entre Infecciosos y Radiografías, o violarla entre los soplos fríos
y las delitescencias verdes de los cadáveres refrigerados.
«Qué bella es», decía de
pronto un cirujano a la mitad de una trepanación y se quedaba absorto, con un
berbiquí en la mano, pensando que en efecto, qué linda era Estefanía y qué
sabia, cuando limpiaba los orificios nasales de los enfermos con loción
boratada caliente o les untaba jalea de petróleo en el esfínter anal, para
dilatarlo. Y en este sentido «Qué humilde es», opinaba un interno mientras
caminaba por el jardín del hospital jugando con su estetoscopio a escuchar el
corazón de los árboles. Y sí, sin duda, qué hábil y rápida y delicada era Estefanía
para introducir los supositorios de Cibalgina con manteca de cacao; qué
cuidadosa para lavar los oídos de los pacientes con una pera de Higginson; qué
diestra para lubricar con mantequilla las sondas nasales. «Y qué desgraciada,
qué soberbia, qué puta es», decían entre sí otras enfermeras, que se morían de
la rabia y de la envidia, verdes y con el pelo aculebrado y con máscaras de
talco como los embriones de Bearsdley, reconociendo, sí, que Estefanía era un
ángel, pero en todo caso de la raza de los demonios hermosos como la Fata
Morgana.
O de los ángeles crueles, como
Azrael y Abaddon.
O incluso de los ángeles
grotescos, como Melecimut el de las veinte manos:
Porque no toleraban que mi
prima Estefanía mostrara sólo un lado de la moneda, una de sus dos caras, y que
al igual que otro San Vicente de Paúl, otro San Luis con los leprosos y otra
Santa Isabel de Hungría pintada por Holbein El Viejo, transcurriera por los
hospitales como una bendición sin fin con la cabeza en alto y sus ojos ilumina
dos por la centella viva, increada e increable, de Meister Eckehart.
«Qué bellos son los ángeles»,
dijo al despertar un muchacho suicida que se había tragado veintisiete
nembutales para olvidar a una muchacha y a una mala estrella y que despertó en
el hospital para encontrarse con Estefanía y con un ángel, los dos en la misma
persona, con Estefanía mi prima, la enfermera, que con sus propias manos,
tantas veces cubiertas del eczema que le producía la alergia a los
antibióticos, enfrió con hielo frappé la sonda duodenal y colocó al muchacho
en la posición de Trendelenburg para el lavado gástrico, y obligó a su
organismo a expulsar los barbitúricos, junto con los restos de la última cena y
una tenía solitaria agonizante, y lo volvió a la vida y a otra nueva decepción
cuando el muchacho, como tantos otros, le declaró su amor y ella le tomó la
temperatura rectal, la presión y el pulso, le examinó la lengua, le checó los
reflejos con el martillo y le dijo que no, lo dio de alta, le dijo adiós, le
entregó su ropa y le ordenó que jamás, ni vivo ni muerto, se volviera a parar
por el hospital, a menos, claro, que estuviera enfermo: a menos que de tanto
quererla se le agigantara el corazón como a los que padecen bucardia o corazón
de buey, a menos por supuesto, que de tanto desearla le diera un ataque de
erección continua y dolorosa que no se curara ni con baños de limón, ni con
chorros de alcohol, ni con cataratas de saliva.
Y así fue cómo Estefanía, para
tantas personas, hizo las veces de ángel a pesar de que nunca tuvo alas en el
sentido alado de la palabra, ni cara en el sentido clásico del verbo, ni ojos
en el sentido adverso de la suerte, pero sí sexo en el sentido contrario, con
raíces aéreas que el tío Esteban se robó de la transparente Hungría, como
ustedes lo podrán comprobar, don Próspero, general, cantinero, en el momento en
que así lo deseen, cuando descubran algún día, quizás, si Dios quiere y sobre
todo si lo quiere Estefanía, todas esas sorpresas que mi prima reserva a la
vuelta de un pecho, en la esquina del cuello y a la redonda de las nalgas.
Pero lo que son las cosas de
la vida, si la falta de alas en Estefanía no fue una negación sino una
privación así como la ceguera de un poeta griego, por ejemplo, de todos modos
cuando menos una vez en su existencia, mi prima tuvo alas de verdad cuando fue
un ángel de mentiras: en su escuela, y como tantas otras niñas famosas de las
novelas y el cine, actuó de ángel en una obra de teatro de fin de curso, y para
qué contarles que cuando se supo que la habían elegido para ser el ángel de la
guarda de ella misma, hubo en toda la casa un gran revuelo de alas:
Alas transparentes, alas
negras, alas de mariposa, alas de querube, alas llovidas, alas nacientes y alas
de Altazor paracaidista. Alas también, rojas como las alas de la Virgen pintada
por Fouquet, como sugirió don Próspero.
Alas tricolores como las alas
de los ángeles que sostienen la medialuna de la Guadalupana, como pidió el
abuelo Francisco.
Alas pardas con ojos de
pavorreal como los ángeles pintados por Filippo Lippi, y alas blindadas como
las alas de los ángeles de Perugino, tal como quería el primo Walter.
Alas doradas como las alas del
arcángel Gabriel pintado por Masolino da Penicale, y alas en explosión como los
ángeles del Tintoretto, tal como se le ocurrió a la tía Luisa.
Alas grises como las alas de
los ángeles que pintó El Greco, según pensó la abuela Altagracia.
Y alas, en fin, como las que
diseñó el tío Esteban para Estefanía, en un intento de darle gusto a todos, y
que en todo caso se parecían a las alas de los ángeles de la Anunciación de
Mónaco, y de los ángeles músicos le Memling, y que tenían franjas amarillas,
moradas, blancas, lilas, rojas, verdes, rosas y azules, como si estuvieran
forradas con la piel de una cebra en tecnicolor.
El siguiente paso fue hacerle
el amor por el oído derecho. Era este oído con el que Estefanía escuchaba mejor
el aleteo de la espuma de la cerveza, los conciertos de Brahms, los latigazos
del viento, las canciones de Bilitis y mis pregones de ropavejero que insistían
en cambiarle sus caricias, sus besos y sus muslos por lámparas sin alma y otros
objetos intocables y casi invisibles como eran una cantimplora llena de sueños
para beber en las noches de insomnio, agua de turquesas para llenar sus ojos,
un reloj de manecillas de estalactitas para saber la hora de la eternidad, un
paraguas de alas de murciélago para resguardar de una posible lluvia de
luciérnagas, una raqueta de hielo para jugar tenis con pelotas de nieve y
tantas otras cosas que jamás le interesaron, porque Estefanía estaba cansada ya
de los elogios con los que siempre la agobiaron todos los poetas, vivos,
muertos o imaginarios, y es que la pobre de Estefanía no podía reír sin que el
primo Walter, Ricardo el jardinero o cualquiera de nuestros parientes o amigos,
le hicieran una oda marítima a sus dientes o una oda elemental a sus axilas y
ella misma no podía sentarse a leer un cuento o una novela así fuera sobre los
temas más dispersos, como la Revolución de Octubre o la conquista del
Matterhorn, sin que tarde o temprano apareciera un personaje poeta que
traicionara el argumento y se escapara del libro descolgándose por la cinta
señaladora para elogiar el aroma de sus muslos o el código agridulce al que
obedecían sus ojos; y por otra parte, como ella sabía que la misma relación que
existe entre todos los poetas que son y sus amantes que han sido, existía,
pura, exacta, limpia, entre ella y yo, y que por lo mismo que yo siempre me
sentí dueño de todos los poemas ajenos, igual que si yo los hubiera escrito con
mi propia mano y mi propia alma (hasta el punto que varias veces pensé, muy en
serio, en adoptar algunos poemas anónimos) por esta misma razón mi prima
Estefanía no podía escuchar, leer o recordar un poema, sin sentirse mortalmente
aludida: de ella era la lengua de hostia apuñalada de la mujer de André Bretón,
de ella el abrigo color de leche e insolencia de Isabelle la amiga de Louis
Aragón, y de ella y de nadie más, las manos de agua caliente de la muchacha
ebria de Efraín Huerta. Y la oreja descrita por Alfonsina Storni, el rosado
foso de irisadas cuencas, era también de ella. Fue por allí, una tarde, que le
hice el amor: pero a pesar de que apenas y con todo cuidado pasé el glande de
seda por el aseado, terso pabellón de su oreja, a pesar de que tan sólo dejé en
el caracol recóndito de su oído la primera perla de semen y en realidad los
chisguetes cayeron en el pabellón, de modo que mi esperma le escurrió por el
cuello como un hilo de sangre gris clara, a pesar de eso, les digo, Estefanía
perdió el equilibrio de los días y de las fiestas, se quejó de retintines en el
estribo, y tuvo más pesadillas: soñó que un pene gigantesco, un lingam morado y
larguísimo le entraba por una oreja y le salía por la otra, enredado con
ganglios linfáticos y huevos pascuales. Yo le aseguré que todo era cuestión
mental; que estaba llena de prejuicios burgueses; que no me extrañaría nada que
el domingo menos pensado se fuera a misa olfateada por los perros; que de
seguir así no le faltaría un sacerdote ventrílocuo que le hiciera confesar
pecados inexistentes y nefandos dignos de pagarse a fuego lento en las sentinas
del infierno; que esto, que lo otro, que su ombligo, que sus piernas, que sus
ojos. Pero Estefanía no me escuchó, quizá porque de verdad mi esperma le tapó
el oído dejándola sorda por unas horas, o quizás porque sencillamente no se le
dio la gana ponerme la menor atención: el caso es que Estefanía, que siempre
tuvo un oído muy sensible, que fue capaz de escuchar desde niña los diálogos
nocturnos y oscuros de sus padres desde tres recámaras más allá, casi en el
otro alerón del castillo; que sabía cuándo las babosas se deslizaban por los
mármoles de las sepulturas y que sentada bajo un olmo de los pantanos escuchaba
cómo crecía el pasto azul de Kentucky, esa vez sin embargo, no escuchó ninguna
de mis palabras; lo que es más, no escuchó, siquiera, la caída estruendosa de
la tarde y la plomada diagonal del sol que destrozó las vidrieras de colores y
levantó nubarradas de pólvora dorada.
Y como han de imaginarse,
tampoco quiso saber nada de hacer el amor, al menos por unas horas, y me
propuso un paseo por nuestro barrio. La hubieran visto ustedes, tranquila,
intacta, pasmosa e impoluta como si nada, y consciente de su talento y de sus
aniversarios de cristal, y sobre todo de esa gracia que imantaba todos los
poderes y hacía prenderse a sus labios las frases más hermosas que flotaban,
desamparadas, en el aire: las más traídas de las alas, las que encienden cosquillas
en los funerales, las que lo hacen despertarse a uno de la podredumbre nocturna
esbelto como un dinosaurio.
¡Ah, mi prima, mi prima
luminosa como una amatista de dulce o un fresno parpadeante!
¡Mi prima, que era alta como
una promesa y linda como ir al zoológico un domingo de ojos cristalinos!
¡Mi prima, mi limpia y
relamida Estefanía que sin haber sido nunca un águila de sal o un horóscopo de
plata, era bella como la eternidad bordada con nomeolvides y sorprendente como
los muestrarios de cintas de colores que se enredan en las hélices de las
leyendas!
¡La hubieran visto ustedes,
clara y fresca como los naranjos en ayunas, espléndida como las cuatro en punto
de la primavera o la póliza del anís, transcurriendo por las salas y los
pabellones del hospital, por las crujías, las clínicas y los dispensarios, los
bancos de ojos y los bancos de sangre, los manicomios y las leproserías!
¡La hubieran visto rodeada por
sus enfermeras, que la seguían como un enjambre de abejas en vuelo nupcial o un
palabrerío de confeti blanco que no se atreviera a tocarla!
¡Hubieran visto cómo sus
pacientes la adoraban, cómo los cirróticos se olvidaban de sus vientres de
medusa y los tuberculosos de sus sarcoides violetas cuando pasaba mi prima, que
era bella y misteriosa como volar por la noche estrellada en el lomo de una
interrogación de vapor!
¡Hubieran visto cómo los
corazones de los enfermos de aleteos auriculares alcanzaban las doscientas
pulsaciones por minuto, y cómo los parkinsonianos extendían sus manos tembleques
cuando pasaba mi prima por los pabellones!
¡Cómo a través de los párpados
de los diabéticos en coma, se vislumbraban resplandores verdes, y cómo los
enfermos de porfiria le sonreían con sus dientes de vampiro, alargados y color
de rosa!
¡Ah, mi prima, la púdica, la
inefable, la diabólica de mi prima, que sin haber sido jamás la corteza del año
o la redondez del mediodía, el fragor de los espejos o la yema del viento; que
sin haber sido, siquiera, la astilla de una nube, el reverso de un sueño o la
cáscara del arco iris, pero que gracias a que en su roce con el mundo, con la
arena, con las loterías y con el frufrú de los cuervos, algo de luz y de rencor
se le pegó a su alma y algo de dulzura y de inteligencia, de buen humor, se le
contagió en su trato y sus conversaciones con el mar y con los milagros, fue
excelsa y celestial y absurda, absurda como la leche negra de Celan o la nieve
roja de Góngora, absurda como un demonio de malvavisco o un ángel de carbón, un
puente de aire o la oscuridad al rojo blanco, un buitre de hule-espuma o un
lirio de excremento!
Y sobre todo después de
hacer el amor y sentada junto a la ventana y bajo su retrato, puro, mansa,
quieta y lasciva, sin permitirme que le tocara yo la punta de un cabello o un
botón del pecho, tranquila, así, inocente y encaneciendo a diez años por hora,
mansa y sin soñar, y blanca y recatada y límpida y recién comulgada, como todas
mis nietas futuras, y encerrada, intacta, en una burbuja de saliva, en un
paréntesis de vidrio, en un témpano de celofán, llorando lágrimas de gelatina
de apio y con la cabeza sumergida en el enigma translúcido y sordomudo de una
escafandra, mi prima era una contradicción en carne viva: frágil y recia, la
admirable; quebradiza y dura al mismo tiempo, la pérfida, como quedó el día y
la noche en que le embarré mi esperma por todo su cuerpo: desmoronadiza, sí,
casi etérea pero a la vez sólida y densa como una virgen de nieve forrada con
celuloide de acero, la puta, o como una estatua de polen cubierta con leche
vidriada, la inocente.
Esa Estefanía... aquí otra de sus tantas transfiguraciones
ResponderEliminarhttps://www.youtube.com/watch?v=aP6AXy3-ta8
Palinuro de México es provocativo. 1977. Nace mi hija mayor. Dan ganas de tenerlo en mis manos y leerlo y leerlo, pero también, dan ganas de estar en la maestría porque por ella lo conozco. Lo mejor con él estudiar Gramática
ResponderEliminarMe encantan todas las figuras que trae y apunto algunas: "contradictoria como un huracán congelado", "corriera por sus venas gelatina de piedra", "arriba la luna se inflaba de envidia como una esponja holandesa"- El libro es definido como un compendio abrumador de las andanzas de su protagonista. ME GUSTA.