Aunque nació en esta ciudad, aquí no la conoce
absolutamente nadie. Por eso me gusta jugar con su nombre durante la primera
clase de español de cada semestre, cuando inevitablemente mis estudiantes me
preguntan por qué vine a Polonia. Entonces yo digo su nombre, les cuento aquel
día en que la conocí, les digo que vine a buscarla precisa y solamente a ella,
a Ludwika.
A veces se lo creen.
Y lo compruebo cada semestre con cada grupo de
estudiantes polacos: a Ludwika -a pesar de ser hija de un gran violinista y una
pintora, ambos cracovianos- en su propia ciudad no la conoce nadie.
Sin embargo, no hay un solo mexicano de treinta
y tantos años que no sepa quién es Ludwika; no hay un solo mexicano que no sonría
al escuchar ese nombre que todos conocimos en 1989. Ni siquiera hacen falta
apellidos. Todos sabemos quién es Ludwika; todos sabemos quién es, o quién fue,
o quién era - porque con ella cualquier pretérito es correcto- María Joaquina.
Igual que miles de niños mexicanos a finales de
los años ochenta, yo también me enamoré perdidamente de María Joaquina
Villaseñor –interpretada por Ludwika Paleta-, una de las niñas de la telenovela
Carrusel.
Dicha telenovela mostraba las vidas y aventuras
de un grupo de niños, compañeros de clase, de unos 10 años; estaba llena de
arquetipos: estaba el niño gordito-bromista que se sentaba al fondo del salón,
la gordita-enamoradiza, el travieso-hiperactivo de risa estridente, el
arrogante hijo del millonario, el niño estudioso de familia humilde y que
además trabajaba por las tardes, un niño judío que trataba de esconder su
origen, la niña chismosa, el niño que se dormía en clase, el niño genio que
intentaba explicar todo con ecuaciones matemáticas, el de la casita del árbol, el hijo de inmigrantes japoneses que sabía artes marciales y hablaba raro, la niña lectora, el
niño negro hijo de un carpintero, la niña rubia de ojos azules, arrogante y
presumida.
Y por supuesto, Cirilo –el niño negro hijo de
un carpintero-, estaba perdidamente enamorado de María Joaquina, la niña rubia,
y todos los niños mexicanos nos sentíamos un poco Cirilo, y esperábamos con
ansias que algún día María Joaquina correspondiera finalmente a su amor.
Ella, hermosa, egoísta, malvada, racista,
arrogante, materialista, poco inteligente, tenía enamorado a medio México, lo
cual quizá dice mucho de los niños mexicanos, o de los mexicanos a secas, o de
los hombres a secas; pero con todo eso, María Joaquina fue el amor platónico de
miles.
Tanto éxito tuvo Carrusel, que después de
terminada hicieron una gira por varios teatros del país, y mi madre –que como
todas las madres, entienden muy bien los estúpidos enamoramientos de sus
hijos-, consiguió no sé cómo boletos para la única función que darían en el
norte de la ciudad. Mi mamá me va a
llevar a ver Carrusel, les decía a mis amigos de la escuela, y era la envidia
del todo el grupo. Ya en el teatro, el escenario era la misma escuela que en la
telenovela, y los niños cantaban, asistían a clase, corrían por el patio e
incluso entre el público.
Y durante dos o tres segundos tuve a María
Joaquina a 30 centímetros de mí. Estrechó fugazmente mi mano al pasar entre el
público, y yo, a mis 7 años, supe por primera vez que la felicidad son esos
esporádicos ramalazos; esos rayos que te parten los huesos y te dejan estaqueado
en la mitad del patio, como dice Cortázar. Un instante después la función había
terminado, y Cirilo y yo volvimos a ser hermanos en la desgracia.
El personaje de María Joaquina Villaseñor quedó
en nuestra memoria. Poco después Ludwika Paleta volvió a Polonia con su familia
donde estudió algunos años, después se fue de nuevo a México e hizo varias
telenovelas y películas más. Años después, ya convertida en toda una mujer,
hizo su primer desnudo en una revista para hombres (por primera vez en la
historia de la revista, la edición se agotó en menos de 12 horas), después se
casó con un actor, se divorció, y se casó hace poco con el hijo de Carlos
Salinas de Gortari, uno de los ex presidentes más odiados de México.
Yo me vine a Polonia hace unos años, y fue acá
donde me enteré de que en esta ciudad, en Cracovia, nació Ludwika Paleta. Aquí
hicieron carrera sus padres, aquí vienen de vez en cuando.
Como hoy, por ejemplo.
Esta semana el compositor y violinista Zbigniew
Paleta -tal vez les suene la música de la trilogía Tres colores, de Krzysztof Kieślowski, o los conciertos sinfónicos y
acústicos de Álex Lora y El Tri- está en Cracovia para recibir un importante premio
y tocar con su antiguo grupo dentro del ciclo Conciertos para Piotr Skrzynecki. Lo acompañan sus dos hijas,
Dominika y Ludwika. Es sabido que a Zbigniew Paleta le gusta pasarse por el bar
Vis à Vis, en la plaza central de Cracovia,
donde está la famosa estatua del fallecido compositor y coreógrafo Skrzynecki.
Ahí están los tres, acompañados de viejos
amigos del violinista. En México jamás podría encontrármela en un bar, pero aquí,
en su ciudad, a Ludwika no la conoce nadie.
Excepto aquellos a quienes nos hermanó la
desgracia de Cirilo.
Me levanto sin pensar exactamente qué voy a
decir. Sé que serán más de tres segundos. Y sé también que ya no será un rayo
que me parta a la mitad como en aquel teatro cuando tenía 7 años.
Tu entrada es pésima, patética y mediocre.
ResponderEliminarPodrías ser un poco más explícito, estimado "no".
EliminarEste comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminarQué buenos recuerdos, ese "make believe" por el que nos hizo pasar María Joaquina a todos los niños es un gran recuerdo de una gran infancia
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