Empecé a hospedar desconocidos en mi casa hace
más o menos seis años, a través de Couchsurfing, una comunidad de gente que
comparte su casa sin otra razón que la de conocer gente de otros países. Abres
un perfil, y si viajas a casi cualquier lugar del mundo encontrarás en esta
comunidad a alguien que está dispuesto a ofrecerte su casa. Así nomás, por
puras ganas. Si hoy estoy en Polonia es también por culpa de Couchsurfing; por
un par de desconocidos que hospedé cuando vivía en Tuxtla Gutiérrez, y que al
final me convencieron de venir a este país. He hospedado y he sido hospedado
por gente increíble (excepto cuando viajé a Bangor, Maine, el pueblo de Stephen
King, y tuve una experiencia como sacada de una de sus novelas, pero eso lo
contaré otro día). He tenido casi siempre experiencias buenas en Couchsurfing,
pero ninguna la recuerdo tan bien como la de Borya, el chico ruso que nos
hospedó en Moscú hace tres años.
Después de varios meses de planearlo, de visas,
cartas falsas de invitación y engorrosos trámites, por fin partí hacia la
patria de Bulgákov, de Tarkovski, de Solzhenitsyn (bueno, en realidad a ésos
los conocí después; yo quería ir a la patria de Maria Sharapova y Yelena Isinbayeva).
Viajé durante más de un día en autobús hasta
San Petersburgo y ahí me encontré con Darina, a quien había conocido meses
antes en Cracovia. Ya encontré a una
persona que va a hospedarnos en Moscú, me dijo, y yo no me preocupé más del
asunto. Viajamos en un tren nocturno a
Moscú; llegamos a eso de las 4 am, y como el chico que nos hospedaría nos vería
a eso del mediodía, aún tuvimos tiempo de ir a ver el Kremlin y la Plaza Roja
casi vacía. Lo único abierto a esa hora era un McDonald´s, así que tuvimos que
comernos un McDesayuno mientras mirábamos la tumba de Lenin. Irónico.
Nos encontramos con Borya en la estación del
metro Ryazansky Prospekt, no muy lejos del gran monumento a Lenin en el parque
Kuzminki. Era un chico muy delgado, de pelo enmarañado y ojos oscuros, y mi
primera asociación fue la de un estudiante de Ciencias Políticas de la UNAM.
Apenas nos presentamos, nos dijo: Lenin
vivió de joven en este barrio, ¿saben? El gran Lenin.
Caminamos hasta su apartamento mientras él y
Darina hablaban animadamente en ruso; yo disfrutaba de lo melódico de su lengua
y contemplaba la arquitectura comunista del barrio Kuzminki, bastante similar a
la de Tlatelolco, en México DF.
Lo primero que vi al entrar al apartamento de
Borya fue un gran póster del Che Guevara en la pared frontal; lo segundo, las
enormes estanterías llenas de libros amarillentos y deshojados; lo tercero, a
Borya parado frente a mí, sonriendo y extendiéndome un libro: era el Manifiesto Comunista de Marx y Engels,
en español. Lo tengo en 14 idiomas,
me dijo Borya mientras me hacía un breve tour por las estanterías. Había
cientos, verdaderamente cientos de libros por todo el apartamento; en ruso, en
checo, en italiano, en francés. Era una enorme biblioteca comunista, y en las
paredes había afiches de Marx, de Trotski, de Mao, del Che, y por supuesto, de
Lenin. Propaganda en ruso por todos lados, papeles, ceniceros llenos, discos.
Pasamos a la cocina y Borya preparó café. Yo
seguía contemplando aquellas paredes llenas de fotos, afiches, frases, y
entonces vi un póster de Pussy Riot –el famoso colectivo punk feminista- detrás
de la puerta de la cocina: era la ya emblemática imagen de las 4 chicas, con
pasamontañas de colores, dentro de la iglesia ortodoxa de Cristo Salvador, en Moscú.
Katya vivió en este apartamento,
dijo Borya. Sí, aquí mismo, hace unos diez años,
cuando estudiaba.
¿Quién es Katya?, le respondí, y Borya me miró como
si yo hubiera preguntado quién es Messi.
¿Cómo que quién es Katya?
Yekaterina Stanislavovna Samutsévich… Katya, de Pussy Riot, dijo señalando el póster. ¡Katya vivió aquí, en este mismo lugar!
Borya se acercó al póster y lo miró unos segundos; su pecho estaba hinchado de
orgullo y su mirada absorta en las cuatro chicas del póster, y se quedó así por
lo menos medio minuto, y yo me sentí como si estuviera viendo un cuadro de Jackson
Pollock al lado de uno de esos fantoches que dicen entender y hasta sentir el
arte abstracto. Darina y yo nos miramos en silencio mientras Borya terminaba de
suspirar frente al cuadro de Pussy Riot.
Durante los siguientes días Darina y Borya
fueron mis guías en Moscú. Por las tardes, cuando volvíamos al apartamento,
Darina se echaba una siesta y yo me quedaba con Borya en la cocina,
escuchándole despotricar contra su presidente y perdiéndome en sus
explicaciones sobre el neocomunismo. Me preguntó si en México había muchas
estatuas de Trotski, si era tan querido como El Che Guevara y si yo había
visitado la casa de Coyoacán donde lo habían asesinado. Yo me escaqueaba como
podía, y de vez en cuando trataba de aventurar comentarios o preguntas para no
quedar como un inútil que nada sabía de Rusia, e invariablemente, cada vez que
yo mencionaba el nombre de su presidente Vladimir Putin, Borya asestaba un
ligero golpe en la mesa con el puño y apretaba los labios en claro signo de
molestia y se le salía un claro ¡Chertov
Putin!, o se quedaba mirando por la ventana, y bufaba enfadado y soltaba un ¡Mudak Putin! antes de volver a mirarme
y continuar su apasionada diatriba. Sólo aquel póster de las Pussy Riot parecía
calmar la irritación de Borya al hablar de Putin; sólo el hecho de saber que
Yekaterina Samutsévich había vivido en ese mismo apartamento parecía darle
ánimos.
Después de casi una semana en esa antigua casa
de una de las Pussy Riot, no entendí ni madres del neocomunismo, pero me
aprendí más de diez insultos para el presidente ruso. Nos despedimos de Borya
enormemente agradecidos por su hospitalidad, y como ocurre con la mayoría de
gente de Couchsurfing, supe que sería difícil que nos volviéramos a encontrar.
Yo he seguido hospedando gente, últimamente
bastantes viajeros de Ucrania, que está aquí al lado, y casi siempre los
ucranianos traen un pequeño regalo como pago por recibirlos; algunos traen
dulces típicos, chocolates, alguna botellita de licor casero que siempre se
agradece, pero hubo una pareja que recibí hace unos meses que me trajo el
regalo más original que he visto, aunque pensé que nunca lo usaría, así que lo
guardé en un cajón y lo olvidé.
Sin embargo Borya me ha escrito hace un par de
semanas; viene a Cracovia y obviamente se quedará en mi casa. Me alegré mucho
de saber que nos veríamos de nuevo, y supe que finalmente alguien le daría uso
a ese regalo que me dieron unos ucranianos.
Ese regalo es para Borya. Hoy le mandé una foto. Sé que no podría
darle nada, absolutamente nada mejor.
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