De todas las bendiciones que me ha dado el Señor, la que más le agradezco es mi resistente sistema digestivo. Amo mi estómago, mis intestinos y mi colon. Puedo comer cualquier porquería, cualquier insalubre alimento, y ahí está mi estómago, haciendo lo suyo. No se inmuta, todo lo recibe, y todo lo digiere. Y así voy por la vida; comiendo deliciosas cochinadas.
Gracias, Señor, por este estómago de neandertal.
Tristemente, en el estómago de la mujer que descansa a mi lado pasan cosas muy distintas; en el estómago de Ewa hay misterios inescrutables. Un designio incomprensible ha hecho que su organismo sea intolerante al gluten, una glicoproteína presente en muchos cereales y usada también como conservante, y que está prácticamente en todos lados. En el pan, en la cerveza, en los embutidos y hasta en las estampillas postales.
Al ver su dieta no puedo sino entristecerme, aunque ella lo lleva de maravilla. Con los años ha aprendido a comer en casi cualquier lugar, con las precauciones adecuadas –pues las consecuencias pueden ser serias si esta proteína entra en su organismo-, y a disfrutar su ingesta sin peligros. O casi, pues siempre puede ocurrir algún pequeño descuido: un cocinero que usa la misma sartén en la que recién cocinó una pasta, un camarero mal informado, un beso mío después de comer un trozo de pizza.
Y Ewa, acostumbrada a mis olvidos, me sonríe y menea la cabeza cuando de pronto le propongo ir por una monstruosa hamburguesa con triple queso y tocino, o le ofrezco un dulce que saco del bolsillo, o le digo ¿Quieres probar? mientras le extiendo mi croissant relleno de chocolate. Pero ella niega y susurra un amable no puedo, y entonces yo recuerdo su celiaquía (tal es el nombre de la enfermedad) y me disculpo, y ella me repite que no pasa nada, y yo me entristezco un momento por estos placeres que para ella están negados, y en silencio le agradezco al Señor por mi estómago de troglodita, y vuelvo a mi hamburguesa o a mi croissant y los devoro con más vehemencia.
Y la admiro, de verdad. Admiro a Ewa por haber aprendido a privarse de las cosas más ricas del mundo y vivir tan tranquilamente. A veces me parece que sufro más yo que ella cuando le ofrezco algo y ella sonríe y me dice no puedo, tiene gluten, y yo bajo la vista y me lo como con un poco de culpa.
Trato de ser comprensivo, de ponerme en sus zapatos –o mejor dicho en su estómago-, pero no puedo. No sé qué tanto eche de menos aquellas cosas que hace años aún podía comer; no sé si aún se le antoja de vez en cuando una galleta para acompañar su café, un plato de żurek o unos huevos con tocino. Por eso trato de adaptarme –aunque las galletas que ella come para mí sepan un poco a papel-, y procuro no decirle que vayamos por una malteada de McDonalds, o a comer burritos o pedir una pizza por teléfono mientras vemos una película.
Pero siempre lo olvido, y a media película, a mitad de una escena emocionante, recostados los dos en el sofá y sin apartar la vista de la pantalla, le extiendo un trozo de pizza, y ella, también sin dejar de mirar la pantalla, me aparta suavemente la mano sin decir nada. Al terminar la escena, miro a Ewa y acerco mi boca a la suya, pero ella me pone un dedo sobre los labios y me detiene. Ahora tú tienes gluten, me dice. Me puedo enfermar…
Y yo sonrío un poco apenado, y pienso:
Bueno, por lo menos suena poético. A Ewa la enferman mis besos.
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