I.
A Katherine Olson
“Es oscura la casa
donde ahora vives…”
He
tratado de recordar cuándo nos conocimos, aunque a estas alturas sea
completamente irrelevante. Habrá sido aproximadamente hace un año. Lo que
sí recuerdo bien es que aquella tarde en el Cafe Latte, donde nos vimos por
primera vez, la comida fue terrible, por lo menos para mí; era uno de esos
lugares que a ti tanto te gustaban porque tenían ensaladas y comida orgánica,
así que yo tuve que rumiar un sandwich de pavo y unas papas frías, pero la
charla, la primera de muchas que tuvimos, fue buena. Creí que no volverías a
llamarme, pero lo hiciste (hace 3 semanas me confesaste que tú creíste lo mismo
de mí), y las cosas comenzaron a marchar bien. Conocí a Matt, tu compañero de piso, y me pareció un chico bastante agradable, aunque sus hábitos de comida
eran aún más extraños que los tuyos. Me hablaste un poco de tu familia y de tu
pasado, nada de detalles, sólo lo principal. Nos conocimos hasta donde pudimos,
nos confesamos hasta donde quisimos. Traté de hablarte siempre con la verdad,
aunque debo confesar que no siempre lo hice. Nos conocimos hasta donde nos
alcanzó la piel y las palabras, y a finales de octubre, cuando los árboles se
tiñen con los tonos más anaranjados que uno pueda imaginar, cuando las calles
se cubren totalmente de hojas multicolores, cuando el aire comienza a enfriarse
y los ocasos son rojos y amarillos, en fin, justo cuando esta ciudad estaba más
bella que nunca, a ti, Katherine, te mataron. Y te mataron como se mata la gente
todos los días en este mundo torcido: inexplicablemente, irremediablemente, intencionalmente
e incomprensiblemente te mataron.
Y con ello te mataron también el viaje a
Buenos Aires que planeabas hacer en febrero; te mataron las discusiones con tu
jefe y el hambre que te daba en las mañanas; te mataron el dolor en el cuello,
las lágrimas, las dudas, la infección en la garganta; te mataron todo el
cabello, y toda la piel y todos los besos; te mataron la saliva y los deseos,
el gusto por la comida egipcia y todos los gestos. Te mataron el pasado, el
futuro y todos los tiempos verbales, te mataron los enojos, las decepciones,
los ideales, los microbios de las uñas, la posibilidad de construirte una vida
o de descubrirte frente al espejo en unos años las primeras arrugas o las
primeras canas; te mataron la vejez prematuramente; te mataron también las
ganas de ver todas las películas de Javier Bardem. Repentinamente, Katherine,
te mataron, y sepa dios o el diablo cuántas otras cosas murieron contigo.
De lo nuestro… de lo nuestro no hay fotos,
Katherine, no hay discos ni cartas ni nada tangible que me
confirme, en estos días en que nada parece verdad, que en los 24 años que
duraste en este mundo, hiciste una breve escala en mi vida. Hay sólo una
pequeña nota que pusiste en uno de mis libros: El tiempo parece quedarnos exacto. Nunca nos falta ni nos sobra. Eres
como un espiral que desenrollo. Eso es todo, lo demás lo llevo dentro, y en
estos días se siente como un taladro detrás de los ojos, como pedazos de vidrio
molido frotándome el cráneo, y el ruido de mis pasos nunca me había parecido
tan vacío, ni la gente tan ajena ni esta ciudad tan silenciosa como ahora, y
aunque este otoño sigue siendo tan bello, hay en él un ligero matiz de
irrealidad.
Dice mi madre, y su madre también, aunque no la
conocí, y supongo que muchas madres más, que a veces los muertos vuelven a
recoger sus pasos, y aunque nunca le he creído del todo, ahí voy, regresando a
los lugares por los que pasamos a ver si coincidimos y escucho de tus propios
labios –porque aunque todos los demás lo digan nunca he de creerles- que estás
bien. Y aunque son pocos, la memoria me falla, como siempre. Me he sentado un
buen rato en el sillón del sótano pero no has venido; aunque también hay un
supermercado cerca de tu casa al que fuimos a comprar una pasta extraña que
cocinaste, un pequeño restaurante en la avenida 11, un par de bares, la orilla del lago
Nokomis, la clínica donde trabajabas (aunque no creo que vuelvas por ahí), un
tramo de la avenida Summit donde solíamos caminar los martes en la mañana y un
café en la esquina de la calle 27 y Lyndale Av., donde te vi por última vez,
aunque claro, ese miércoles por la noche cuando nos despedimos, cuando me diste
un breve abrazo y yo te besé y tú me dijiste buenas noches y yo dije nos vemos
el viernes, yo no sabía que a la siguiente mañana te iban a matar, y el viernes
cuando te llamé para preguntarte por la función de teatro a la que íbamos a ir,
y te dejé un mensaje en tu celular porque no contestabas, no sabía, tampoco,
que ya estabas muerta.
Hubo música en el funeral; Matt dijo que te
gustaría. ¿En verdad te gustó? No quise acercarme a tu ataúd, ni tampoco quise
ir al panteón; creo que Sabines tenía razón en eso de que enterrar a los
muertos es una costumbre salvaje; cubrirte con toda esa tierra, como si
temieran que te fueras a salir, como si no se murieran de ganas, igual que yo,
de verte regresar. Pues si me permites un consejo, Katherine, no hagas caso a
esa salvaje lápida. Yo no quiero que te quedes ahí. Vuelve cuando quieras, ven
a tirarme el café sobre la mesa o a apagarme el televisor de vez en cuando, ven
y recarga tu boca sobre mi cuello si te dan ganas, hazme tropezar con la pata de una silla y ríete, o apágame la luz si me ves leyendo; vuelve y deja un halo fino
cuando pases, y sabré, entonces, que eres tú.
Ya no hubo tiempo, Katherine, y de verdad lo
siento. Ya no hubo tiempo de hacer nada más. ¿Recuerdas cuando me preguntaste
si me gustaba bailar? Yo te dije que lo único que bailaba era salsa, y tú
dijiste que a ti te encantaba la salsa y yo sonreí y te dije bromeando que las gringas no
saben bailar salsa, entonces me miraste entre enojada y divertida y me dijiste
que me iba a quedar impresionado cuando te viera bailar. ¿De verdad bailabas
tan bien como decías? En fin, no hubo tiempo de saberlo; no hubo tiempo tampoco
de ver “El amor en los tiempos del cólera” (con Javier Bardem), o de que me
enseñaras a esquiar o de seguir explorándonos la piel y las miradas. Ya no hubo
tiempo de contarte nada más, de escucharte decir nada más. Y ese tiempo que tú
ya no tienes a mí parece sobrarme; me has dejado minutos que parecen
interminables. ¿Qué hacer,
Katherine, con tanto silencio y tanta rabia que me ha dejado tu muerte? ¿Qué
hacer con esta ciudad que nuevamente me parece inmensa y fría? De repente todo
esto me parece la más macabra de las bromas, porque eso que tanto detesto del
mundo, esa naturaleza humana, esa maldad pura e
incomprensible que veo a diario de pronto se concentra en tres centímetros cúbicos
de metal en forma de bala que te perfora la piel y te corta de tajo la
existencia.
Dicen que esa bala que terminó con tu vida no
salió de tu cuerpo, y sin embargo las esquirlas, tan infaustas, tan incólumes,
tan letales, lastiman tanto que me están despedazando los días, y duele tanto
esta ciudad, Katherine, y duele tanto este silencio.
Duele tanto tu silencio…
duele
tanto…
Minneapolis. Noviembre 2007.
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II.
“La muerte es esa
pequeña jarra con flores pintadas a mano
que hay en todas las
casas, y que uno jamás se detiene a ver;
la muerte es ese amigo
que aparece
en las fotografías de
la familia, discretamente,
a un lado, y al que
nadie acertó nunca a reconocer;
la muerte, en fin, es esa mancha en el muro
que una tarde hemos
mirado, sin saberlo,
con un poco de
terror.”
Eliseo Diego
No voy a
mentirte, Katherine, el mundo siguió casi igual después de tu muerte. Aunque a
mí no me lo pareciera, el otoño siguió siendo bello, y el invierno llegó tal
como hubiera llegado si tú siguieras viva, ni más frío, ni más blanco. Tu
muerte ocupó los principales noticieros durante unos cuantos días, y después de
comentar fugazmente tu funesta suerte, el conductor del noticiero nocturno, tan
profesional como siempre, comentaba con la misma voz la grandiosa temporada que
Adrian Peterson estaba dando con los Vikingos de Minnesota.
Y yo seguí
esperando. Esperando que vinieras, aunque fuera solamente para derramarme el
café.
Hace ya más de cien días que estás muerta. Ha
sido tiempo suficiente para pasearme con pasmosa lentitud por la orilla del
lago Nokomis, que ahora luce casi completamente congelado, para volver a aquel
café donde te vi por última vez y
darme cuenta de que aquella mesa y sus dos sillas siguen exactamente iguales;
tiempo suficiente para sentarme junto a tu insoportable silencio, para sentir
el eco de tu muerte. Más de cien días para pensar, incluso, que simplemente te
largaste a Buenos Aires como habías planeado, sin despedidas; más de cien días
para perdonarte por haberte muerto a la mitad del otoño más bello que
yo haya vivido; más de cien días en los que he tenido que tragarme tu muerte
como he podido, a solas, con frío, con miedo; lidiando con ella como si fuera
un incómodo inquilino. La escondí, la repasé, la deshice, la escribí, y al
final, Katherine, al final tuve que quedarme con ella, y empaparme hasta el
vómito con su hedor, y preguntarme, y preguntarle, ¿qué se hace con la muerte
de alguien?, ¿qué se hace con una muerte tan absurda, tan voraz, tan hija de
puta?
Y es el tiempo nuevamente tan extraño, porque
tu muerte parece tan lejana durante el día, y tan inmediata por las noches, cuando
la escucho trepar por mi cama, paciente, sigilosa; y la siento lamerme las
orejas, y la reconstruyo, Katherine, aun sabiendo que eso me hiere más, la
reconstruyo una y otra vez; y te imagino con esa sonrisa diáfana y ese tono de
voz inocente, con el cabello suelto y desordenado, emocionada tocando el timbre
de esa casa desconocida, y después, Katherine, después hay un vacío que no puedo
llenar, que ni siquiera imagino, una nada absoluta, hasta que te veo nuevamente,
minutos después, en esa misma casa extraña, oscura, corriendo desesperada,
bajando a tropezones las escaleras, llevándote una mano a la espalda y
sintiendo la tibieza de tu propia sangre –la misma que días después encontraría
la policía-, preguntándote qué sucedía, qué era ese dolor en tu costado, quién
era ese hombre, preguntándote por qué todo se volvía difuso; te
imagino así, Katherine, con la mirada llena de miedo porque no comprendías qué
pasaba, no entendías que ya llevabas una bala dentro y que se te iba la vida,
que ese era el final de todo, no entendías cómo ni por qué; querías salir de
aquella casa pero ya no tenías fuerzas, todo se desvanecía, y todo pasó tan
rápido que quizá ni siquiera tuviste tiempo de entender que te
morías, que no cenarías con tus padres esa noche, que no habría obra de teatro ese fin de semana, ni viaje a Buenos Aires
en febrero, ni maestría, ni boda, ni hijos, ni nada.
Nada.
Más de cien días, Katherine, y yo me he
convencido más de que la muerte debería ser voluntaria, que cada quien debería
elegir el lugar y el momento preciso para abandonar este mundo, que a los
gobiernos les ahorraría indemnizaciones; a los familiares, llanto; a los
muertos, tiempo. Más de cien días para repasar una y otra vez tu muerte, para
escupirla, para pensarla, y deshacerla y regresarla, y maldecirla y
encarcelarla; más de cien días para preguntarme hasta el cansancio por qué me
llamaste aquella noche, una noche antes de que te mataran, por qué me llamaste,
Katherine, por qué tan tarde, y preguntarme también hasta
el cansancio por qué no contesté, por qué me quedé mirando el
teléfono, sabiendo que eras tú, y decidí llamarte después y olvidé hacerlo. ¿Qué ibas a decirme esa
noche, Katherine? Me lo he preguntado hasta hartarme, y hoy, más de cien días
después de tu muerte, entiendo amargamente que nunca he de saberlo, y que no
vale la pena preguntármelo más.
Hay tantas piezas que no encajan en el
rompecabezas de tu muerte... Tal vez no me corresponde a mí ponerlas, tal vez mi parte, aunque sea
mínima, está hecha. Yo seguiré haciendo lo que se pueda, y tú Katherine, tú
simplemente ya no estás. Y si no cumplimos lo dicho, y si dejamos pendiente
alguna palabra, o si nos quedamos con un manojo de dudas o de besos, todo está
saldado.
Nada me debes, Katherine.
Nada te debo.
Estamos en paz.
Minneapolis. Febrero 2008.
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III.
IV.
Es inevitable buscarte en estas calles
aunque no disfrute
aunque ya no duela.
Vuelvo cada tanto a esta ciudad
y encuentro fragmentos
-cada vez más difusos-
de aquel yo que te conoció
y de aquella tú que se desvaneció.
Me pierdo entre calles que conocíamos bien
paso de largo ante un cine
después volteo
lo miro un momento
¿era este cine donde...?
¿fue en esta calle en la que...?
¿aún estabas viva cuando...?
Y aun con todo este olvido atravesado
es inevitable que esta ciudad te devuelva por momentos.
Aunque no lo disfrute
aunque ya no duela
aunque no lo busque
aunque ya no seas.
Minneapolis. Agosto 2015.
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