Me lleva tiempo evocar su rostro. Y conforme
vayan pasando los años, más tiempo me llevará. Es triste, pero cierto. Al
principio era capaz de recordarla en cinco segundos, luego éstos se
convirtieron en diez, en treinta segundos, en un minuto. El tiempo fue
alargándose paulatinamente, igual que las sombras en el crepúsculo. Puede que
pronto su rostro desaparezca absorbido por las tinieblas de la noche. Sí, es
cierto. Mi memoria se está distanciando del lugar donde se hallaba Naoko. De la
misma forma que se está distanciando del lugar donde estaba mi yo de entonces.
Sólo el paisaje, aquella imagen del prado en octubre, vuelve una y otra vez a
mi mente como la escena simbólica de una película.
Pero este paisaje está desierto. No hay
nadie. No está Naoko, ni estoy yo. «¿Adónde hemos ido?», pienso. «¿Cómo ha
podido ocurrir una cosa así? Todo lo que parecía tener más valor –ella, mi yo
de entonces, nuestro mundo–, ¿adónde ha ido a parar todo eso?». Lo cierto es
que ya no recuerdo el rostro de Naoko. Conservo un decorado sin
personajes.
Haruki Murakami. Tokio blues
Es tal como lo escribe Murakami. Estás desapareciendo, inevitablemente. Primero
se fueron borrando los detalles más triviales que rodeaban nuestro mundo de
entonces. No recuerdo ya, por ejemplo, si el cabello te llegaba hasta los
hombros o solo hasta la mitad del cuello, si tomabas el café con mucha azúcar,
si tu coche era blanco o gris, o si
llevabas dos o tres anillos en las manos.
Después –y casi sin darme cuenta- se fueron borrando los detalles del
último día que te vi con vida. Aquella nítida fotografía se fue gastando, y hoy
quedan solo fragmentos. ¿De qué hablamos aquella noche, además de tu viaje a
Buenos Aires?, ¿cómo se llamaba esa cafetería que tanto nos gustaba?, ¿me
dijiste hasta mañana o hasta el viernes (aunque ni mañana ni el viernes llegaron para ti)?, ¿me pediste que te acompañara a tu entrevista del día siguiente?, y
si te hubiera acompañado, ¿hoy estarías viva, o estaríamos muertos los dos?
Hoy, cinco años después de tu muerte, me doy cuenta que ya no recuerdo
la ropa que llevabas aquel último día que nos vimos; todos esos detalles que podía
reconstruir de memoria son ahora borrosos. El camino desde mi casa de entonces
hasta tu casa de entonces se me ha olvidado por completo. Tu voz también está
desapareciendo; me cuesta mucho recordar el tono que tenía, o los detalles de
tus manos.
Es natural, supongo. Te me estás olvidando, Katherine. Y esto de
escribir nuevamente sobre ti, y de escribírtelo a ti, como si aún pudieras
leerlo –como si algún día hubieras leído algo de lo que te escribí-, es también
un intento de que el tiempo no te borre, aunque sepa que sí, que tu voz, que tu
risa, apenas cinco años después, se me están yendo definitivamente.
Tu rostro no.
Aún no. Tu rostro permanece, pero igual se irá borrando con los años. Cuántos, no
lo sé, pero sé que también se irá, y tal vez, en 30 años, sea incapaz de cerrar
los ojos y recordar a detalle tu rostro.
La rabia, el
silencio, la tristeza por tu muerte, también se fueron yendo. Y no volvieron.
Lo que sí ha vuelto es el otoño, y es hermoso, pero se parece demasiado al de
aquella ciudad donde estuvimos. Quizá por eso estos días te recuerdo un poco
más –lo que aún recuerdo-, porque estos magníficos colores, estos días cortos y
un poco fríos, son como aquellos que envolvieron tus últimos días. Quizá por
eso, también, releo a Murakami, y me doy cuenta, Katherine, que me arruinaste
un poco los otoños, que Benedetti no tenía razón en eso de que el olvido
está lleno de memoria, al menos no el mío. Mi olvido solo tiene eso, olvido. Y
es triste, pero cierto, te seguirás diluyendo en el tiempo.
Tu voz ya se me
está yendo, luego será tu rostro, tu cuerpo. Tu nombre tal vez sea lo último. Tal
vez sea lo único que me quede sin temor a equivocarme. Tu nombre, el nombre de
la maravillosa chica que me arruinó los otoños más bellos.
Me acordé de este poema con tu post...
ResponderEliminarPIDO SILENCIO
AHORA me dejen tranquilo.
Ahora se acostumbren sin mí.
Yo voy a cerrar los ojos
Y sólo quiero cinco cosas,
cinco raices preferidas.
Una es el amor sin fin.
Lo segundo es ver el otoño.
No puedo ser sin que las hojas
vuelen y vuelvan a la tierra.
Lo tercero es el grave invierno,
la lluvia que amé, la caricia
del fuego en el frío silvestre.
En cuarto lugar el verano
redondo como una sandía.
La quinta cosa son tus ojos,
Matilde mía, bienamada,
no quiero dormir sin tus ojos,
no quiero ser sin que me mires:
yo cambio la primavera
por que tú me sigas mirando.
Amigos, eso es cuanto quiero.
Es casi nada y casi todo.
Ahora si quieren se vayan.
He vivido tanto que un día
tendrán que olvidarme por fuerza,
borrándome de la pizarra:
mi corazón fue interminable.
Pero porque pido silencio
no crean que voy a morirme:
me pasa todo lo contrario:
sucede que voy a vivirme.
Sucede que soy y que sigo.
No será, pues, sino que adentro
de mí crecerán cereales,
primero los granos que rompen
la tierra para ver la luz,
pero la madre tierra es oscura:
y dentro de mí soy oscuro:
soy como un pozo en cuyas aguas
la noche deja sus estrellas
y sigue sola por el campo.
Se trata de que tanto he vivido
que quiero vivir otro tanto.
Nunca me sentí tan sonoro,
nunca he tenido tantos besos.
Ahora, como siempre, es temprano.
Vuela la luz con sus abejas.
Déjenme solo con el día.
Pido permiso para nacer.
Pablo Neruda.
Tremendamente bello este relato, Alex.
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