martes, 13 de mayo de 2014

Siete minutos, cien mentiras






“Junto al dolor del mundo,
mi pequeño dolor…”

Roque Dalton



Me gusta pensar que esto no es exclusivo, que todos tenemos de vez en cuando estos días. Días inexplicablemente grises; días en que despierto cenicero lleno, y camino como queriendo no llegar ni quedarme; días de desgana, silenciosos, inexpresivos. Días bostezables, rompibles, hediondos a deseos de fuga.

He aprendido a no buscarles explicación. Son días que se me plantan en la puerta y no se van en varios días; no se pueden echar a patadas o a base de buena voluntad y sonrisitas positivas.

Sin embargo –en mi caso- sí se pueden paliar a base de mentiras.

Me habrá sucedido cuatro o cinco veces desde que recuerdo. Lo de combatir con éxito estos días grises y esqueléticos. Cinco, tal vez siete. A veces se repite después de unos meses, o pasan tres años entre una y otra. Y cuando uno de estos días se me planta a media calle y no se larga, cuando se me va acumulando la tristeza, lo despreciable, el hastío… es entonces cuando sucede, cuando esos acordes me salvan y tornan lo gris en una dicha a la vez magnífica y culpable. Como hoy; siete minutos en que todo se transforma, todo adquiere de pronto un matiz distinto, intransferible, e irrefutable. Todo, por un momento, me parece tan claro, tan magníficamente inexpresable.


Y hoy es uno de esos días rutinariamente grises, rotos; días olvido, días desván. Y yo camino por la calle Kanonicza, en pleno centro, como un autómata, cuando en mis audífonos comienza a escucharse el rasgueo de una guitarra. Es Más de cien mentiras, de Joaquín Sabina. Entre hoteles, terrazas llenas y turistas con mapa y cámara en mano, comienzo a murmurar partes de la letra, comienza a suceder de nuevo, después de no sé cuánto tiempo. 

(Tenemos memoria, tenemos amigos,
tenemos los trenes, la risa, los bares,
tenemos la duda y la fe, sumo y sigo,
tenemos moteles, garitos, altares

Tenemos urgencias, amores que matan
tenemos silencio, tabaco, razones
tenemos Venecia, tenemos Manhattan
tenemos cenizas de revoluciones

Tenemos zapatos, orgullo, presente,
tenemos costumbres, pudores, jadeos,
tenemos la boca, la lengua, los dientes,
saliva, cinismo, locura, deseo...)


Doblo a la derecha en Senacka mientras Sabina continúa enumerándome mentiras; apenas unos metros y doblo a la izquierda en Grodzka, atestada como siempre, y veo y huelo la ciudad en todo su bullicio. Heladerías, escaparates, madres con niños en brazos, bicicletas que esquivan hábiles a los peatones, trote de caballos y sus cocheros que ofrecen tours a precios exorbitantes…

Y vuelvo a ver, a sentir, este ritmo inexplicable que parecía habérseme extraviado, y todo va adquiriendo una nitidez exasperante, y al mismo tiempo un dejo de culpa, de pena por tener todo esto frente a mis ojos, así, tan fácil, tan gratuito.

Tenemos un techo con libros y besos,
tenemos el morbo, los celos, la sangre,
tenemos la niebla metida en los huesos,
tenemos el lujo de no tener hambre

Tenemos proyectos que se marchitaron,
crímenes perfectos que no cometimos,
retratos de novias que nos olvidaron,
y un alma en oferta que nunca vendimos

Tenemos poetas, colgados, canallas,
Quijotes y Sanchos, Babel y Sodoma,
abuelos que siempre ganaban batallas,
caminos que nunca llevaban a Roma…


Siete minutos en que camino por la calle Grodzka atestada de gente, de risas, de vida y suerte que comparto sin habérmelo propuesto. Siete minutos mirando la vida que pasa vertiginosa frente a mí, devolviéndome con guante blanco mis quejas estúpidas, mi estrés pueril, mis pequeños dolores, mientras Sabina sigue espetándome Más de cien palabras, más de cien motivos, para no cortarse de un tajo las venas; más de cien pupilas donde vernos vivos, más de cien mentiras… que valen la pena.

Cruzo la calle Dominikańska, y veo rosas y tranvías, veo comida, y abrazos, y botes de basura y empleados. Y miro un momento mis pies, y sonrío y pienso en lo afortunado que soy por poder caminar; pienso en mis pequeños dolores, en las pequeñísimas piedras que a veces creo encontrar en mis zapatos, en mis patéticas quejas, en mis “trágicos” últimos días… y me avergüenzo, y me asqueo.


La canción ya ha terminado cuando llego a la Plaza Central, pero sigo caminando. Siete minutos y cien mentiras que vienen justo en uno de esos días grises, a devolverme eso que a veces olvido: que tengo un techo con libros y besos; que tengo la boca, la lengua, los dientes; que tengo, como todos ustedes que leen esto, que tenemos el lujo -el puto lujo- de no tener hambre.