domingo, 31 de mayo de 2015

Email de un amigo mexicano cagándose de miedo






Alejandro,

hace ya tiempo que quería escribirte. No voy a ponerte excusas, por una u otra cosa se me pasaba, pero ahora sí.

No sé qué tanto sigues las noticias de lo que pasa acá, no sé si te gusta saber lo que pasa acá; si el estar lejos hace que eches de menos todo o que al contrario, quieras desconectarte de toda esta porquería. No sé si te enteraste de lo que pasó en Chihuahua hace unos días, lo de los niños que estaban jugando. Sé que no te va a sorprender mucho, y si te lo cuento es porque lo que me pasa a mí ahora está muy relacionado con eso.

Bueno, y porque tengo miedo. Daniela y yo no hemos hablado mucho de eso, pero sé que ella, de alguna forma, piensa y siente lo mismo que yo estos días, y el silencio es una forma de pretender que no nos afecta, y de no querer preocuparnos más el uno al otro. Pero sé que ella también tiene miedo.

Un grupo de chicos, dos de 15 años, dos niñas de 13 y otro de 11, decidieron “jugar al secuestro” con un vecino suyo, un niño de 6 años llamado Christopher. Lo ataron, lo golpearon, y finalmente lo estrangularon. Cuando se dieron cuenta de que estaba muerto, lo apuñalaron en la espalda, le sacaron un ojo, le arrancaron un trozo de una mejilla y echaron el cuerpo en una zanja que habían cavado. Incluso, para ocultar un poco el cuerpo, lo cubrieron con los restos de un perro muerto.

Un niño de 6 años, Alejandro, asesinado por sus amiguitos que decidieron jugar al secuestro. Y mis hijos vienen y me preguntan papá, ¿por qué mataron a ese niño Christopher?, y yo tengo que decirles que fue un accidente, pero ellos saben que no. Victoria ya tiene 9 años, Fer tiene 7, y escuchan cosas, en todas las noticias hablan del caso, de que ahora sí ya tocamos fondo en México.

¿Cuántos fondos hemos tocado ya? ¿Cuántas veces se dice eso en este país? ¿Te acuerdas de los setenta y tantos migrantes ejecutados en el Norte? ¿De los dos policías quemados vivos en Tláhuac? ¿De los 49 bebés y niños muertos en la guardería? En todas esas tragedias tocamos fondo, creímos que aquello era lo peor; marchas, páginas de Internet, firmas, despliegue mediático, condena generalizada, ultimátum al gobierno. Aquello fue lo peor… hasta que un día dejó de serlo.

Y tengo miedo. Me estoy cagando de miedo, Alejandro. Miedo de llevar a mis hijos a la escuela por la mañana, miedo de que un día, cualquiera de los amiguitos de Victoria o de Fer decidan probar un juego nuevo, imitando lo que ven, de que ellos puedan participar en un juego así, por diversión, por curiosidad, porque los convenzan sus amiguitos. Pero claro, como todo buen padre me digo completamente convencido: No, mis hijos nunca harían una cosa así, yo los he educado bien, con valores, conozco bien a mis hijos y sé que ellos jamás harían una cosa semejante. Todos los padres decimos eso, lo mismo decían los padres de esos cinco chicos, mi hijo nunca haría una cosa así. Mi Victoria y mi Fer jamás, jamás lastimarían a otro niño. ¿Y sus amiguitos? ¿Jamás lo harían? Los padres estamos ciegos, Alejandro, ciegos de amor por nuestros hijos, y todo lo bueno que podamos enseñarles se puede ir al carajo en un momento, así es aunque nos neguemos a creerlo, a considerarlo siquiera. No, mi hijo nunca lo haría, decimos todos los padres.

¿Has escuchado eso de que no hay nada más grande que el amor de un padre por sus hijos? Pues como padre te lo digo: es mentira. Claro que hay algo más grande, mucho más grande: el miedo a perderlos, el terror de imaginar siquiera que algo así pueda pasarles. Y sé que Daniela siente ese miedo también, y yo necesito decírselo a alguien y a ella no puedo. Amamos a Victoria y a Fer juntos, a todas horas y sin tapujos, pero tememos por ellos avergonzados, a solas y en silencio.

No sé si este miedo por mis hijos ha estado siempre ahí, desde que nacieron, y al ver la foto y la historia de Christopher simplemente se ha hecho más evidente, más claro. Tampoco sé si se puede acabar. Sé que los amo, y que tengo miedo.

Y sé perfectamente que no hemos tocado fondo ni de lejos. No regreses, amigo. Esto apenas está empezando.


Te mando un gran abrazo.



J. A.











sábado, 16 de mayo de 2015

Un regalo por media Europa





El libro que Ochoa me compró es uno de los mejores regalos que alguien me ha comprado. No sólo por el libro en sí, sino por el lugar donde lo compró y por todas las peripecias que tuvo que pasar para traérmelo hasta Polonia.

Ochoa salió de México hacia Madrid, y tras un par de meses de viaje se reuniría conmigo en Cracovia. No viajaba muy holgado, llevaba apenas una mochilita al hombro, una libreta, su cámara con la que trabaja y unas ganas enormes de atravesar media Europa. Y Madrid lo deslumbró, y Barcelona lo enamoró tanto que quiso quedarse ahí. Y se perdió en París, y se llenó de París, y se enfermó de París.

Y fue precisamente ahí, a orillas del Sena, en el 37 Rue de la Bûcherie, donde Ochoa se topó con Shakespeare and Company, la librería más emblemática y con más historia y tradición literaria de todo el mundo. Uno de esos rincones que todo lector sueña conocer algún día; una librería de fachada pequeñita, escondida, pero que lleva casi un siglo siendo un punto obligado para los amantes de la literatura.

T. S. Elliot, Joyce, Fitzgerald, Hemingway, Pound… todos estuvieron aquí. La editora y primera propietaria de Shakespeare and Company, Sylvia Beach, fue quien publicó la primera edición del Ulysses de Joyce, en 1922. Años después, en el 41, Beach se negó a venderle a un oficial nazi una copia de Finnegans Wake, la encarcelaron y la librería cerró. Después, en los 50, George Whitman, hijo de un tal Walt Whitman, reabrió la mítica librería, y entonces vinieron Sartre y Beauvoir, Breton, Miller y Borges, Jack Kerouac y la generación beat, Kundera y Cortázar. Ninguna otra librería en el mundo puede jactarse de eso.

Ahí entró Ochoa, curioseó entre las viejas estanterías, entre las pilas de libros que se amontonan y apenas dejan espacio para caminar. Y compró un libro que sabía que me gustaría, una novela de soledad y de baseball, La chica que amaba a Tom Gordon. Supo que me gustaría desde que abrió el libro y leyó el epígrafe:

The world had teeth
and it could bite you with them
anytime it wanted.


Al pagar, le pusieron al libro el característico sello de Shakespeare & Co, y apenas salió de la librería tuvo que guardárselo entre la ropa, pues comenzaba a llover y no podía meterlo en su pequeña mochila sin que se maltratara (no se puede meter un libro en una backpack sin que se le arruinen las esquinas o se doble, y menos aún con media Europa por delante y a mochilazo). Lo envolvió en una bolsa de plástico y allá fue con él, paseándolo por París celosamente.

Y desde que salió de Shakespeare and Company, Ochoa no descuidó un momento el libro que compró para mí; lo trajo bajo el brazo, bajo la ropa, contra el pecho. Y mi libro salió airoso, venció adversidades y malos agüeros: le llovió en Amsterdam y en Berlín, y cada vez que lo intentaban aplastar –a las puertas de la galería Uffizi en Florencia o en el museo del Vaticano- Ochoa lo levantaba sobre su cabeza como quien salva a un niño de la multitud-. En Venecia, mientras Ochoa hacía una foto, estuvo a punto de caérsele mi libro en un canal, pero no cayó; noches después, unos facinerosos estuvieron a punto de asaltar a mi amigo cerca de la estación Sewanstraße, en Berlín, pero un segundo antes de caerle a Ochoa por la espalda, los facinerosos vieron un halo extraño en mi amigo y se marcharon en silencio. Era el espíritu  shakespeariano que protegía mi libro.


Cansado de caminar ciudades, empapado, más delgado y ojeroso llegó Ochoa a Polonia. Por fin pudo dormir seis horas seguidas a bordo de un autobús de Wrocław a Katowice, su última parada antes de Cracovia. Fue en ese autobús donde, harto de preocuparse más por mi libro que por él mismo, comenzó a leerlo, y a las 40 páginas se dio cuenta de que había hecho una buena elección.

 

Apenas estuvo un par de horas en Katowice, y de ahí tomó su último autobús a Cracovia. Se acomodó en su asiento y se dispuso a continuar la lectura cuando se dio cuenta de que había dejado el libro en el autobús anterior, pero era ya muy tarde para volver.

 

 

 


Tengo la bolsa de papel de Shakespeare and Company junto a mí mientras escribo estas líneas, mientras algún conductor de Polskibus estará, tal vez, leyendo esa novela de soledad y baseball, y mientras yo me dispongo a leer, en PDF, la novela que un buen amigo me compró.