La actividad de la clase de hoy va sobre
noticias. Los estudiantes tienen que practicar la voz pasiva y reforzar el uso
de los tiempos pasados. Hablamos un poco sobre la elección presidencial en
Estados Unidos, sobre las nuevas propuestas del gobierno polaco, sobre el Nobel
a Bob Dylan. Al final de la clase, Monika se queda un momento y me pregunta
sobre Ayotzinapa y los 43 normalista desaparecidos.
Me sorprende su pregunta, por supuesto; quizá
por eso, Monika me explica que está en el cuarto año de Estudios
Latinoamericanos en la Universidad Jaguelónica, y que le interesa mucho el tema
de la violencia en México. Hablamos unos minutos, le cuento lo que sé, lo que
pienso a grandes rasgos.
Ella se va y yo entro a mi siguiente clase, pero
durante el resto de la tarde sigo pensando en eso que he querido escribir desde
hace ya más de un mes y no he podido. Sobre Ayotzinapa, sobre la marcha, sobre
mi hermana Carmen.
El pasado septiembre se cumplieron dos años de
la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa. Yo
estaba en México y mi hermana me llamó por teléfono y me preguntó si quería ir con ella a la marcha que se haría
del Ángel de la Independencia al zócalo.
Apenas subirme al metro en la estación El Rosario, sentí un nudo en la garganta; unos cincuenta estudiantes del CCH Azcapotzalco se subieron en el mismo vagón y fueron cantando durante todo el trayecto. Chicos de 16, 17 años, cantando, gritando entre las miradas de indiferencia y hartazgo de los demás pasajeros.
¡Con los huevitos de Peña
voy a hacerme un estrellado
para darles de comer
a los pinches diputados!
¡Con los pelitos de Peña
voy a hacerme un estropajo
para tallarme el ombligo
y una cuarta más abajo!
Me encontré
con mi hermana en la estación Auditorio y fuimos caminando hasta el Ángel. Llegamos
con tiempo, aún no empezaba a marchar el primer contingente. Dimos un par de
vueltas por la glorieta del Ángel, viendo a los distintos grupos que iban llegando, y al poco
rato empezamos a marchar, a unos cien metros de la vanguardia, al lado de un
numeroso grupo de estudiantes de otra escuela rural de Guerrero.
Pancartas, consignas, gritos de ¡Fue el Estado!, ¡Fuera Peña!, ¡No quiero
ser el 44!, ¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos! Mi hermana y yo
marchábamos en silencio, cada uno con sus temores, con sus odios, con su dolor.
Cada uno a su manera.
Ella sacó de su mochila una bandera de México y
se la puso sobre los hombros. La
indiferencia nos afecta a todos, le había escrito con rotulador negro. Yo
hacía algunas fotos, miraba los rostros, leía las pancartas. En la esquina de
Reforma y Juárez nos encontramos con Karol, un amigo polaco que justamente
estaba en México y quería ir también a la marcha. Seguimos hacia el zócalo,
donde se había colocado un escenario para el mitin.
Y ahí estaban. Los padres de los 43 estudiantes
desaparecidos. Hablaron sobre esa noche, la noche del 26 de septiembre de
2014, cuando sus hijos desaparecieron del mundo. Hablaron sobre cómo los han
buscado en fosas clandestinas, sobre los intentos del Gobierno de darles dinero
para que abandonen la búsqueda, sobre las contradicciones en las
investigaciones oficiales, sobre las llamadas telefónicas. Con la voz quebrada,
agradecían el apoyo de tanta gente, le hablaban al presidente, le hablaban a
sus hijos…
Hijo, mientras no te
entierre, te seguiré buscando…
Y aunque trataba de ocultarlo, al oír a esos
padres algo se me quebró dentro, en el pecho, en la garganta. Vi a mi madre
buscándome; vi el nombre de mi hermana entre las estadísticas de los
feminicidios; vi el rostro de mi sobrino entre los desaparecidos; vi a un amigo
ejecutado por no querer pagar la cuota que vienen a cobrarle Los Zetas, La
Familia Michoacana, La Unión de Tepito o quien sea que controle la zona donde
con mucho esfuerzo ha logrado poner su bar; vi a una amiga levantada al salir de la UVM Lomas Verdes; vi a las hijas de mi
primo secuestradas en Coacalco; vi a otro amigo asesinado al visitar a su novia
en Ecatepec; vi a mi padre juntando desesperado cien mil pesos para pagar el
rescate de una de sus hijas, sin saber si aparecerá viva o descuartizada en una
maleta como Karen Equivel o como miles de mujeres en México.
Pero no dije nada. No podía.
Sé que mi hermana no comparte mi visión de
México, sé que le duele que cada vez que yo escribo estas cosas. Lo entiendo,
lo respeto. Y a veces la envidio; envidio su amor por México, su optimismo, su
confianza en que las cosas pueden ser mejores.
Y espero también que ella lo entienda. Aunque
yo no sepa bien cómo explicárselo, cómo decirle lo mucho que me duele.
Lo mucho que puede dolerte tu país desde lejos.