martes, 21 de abril de 2015

Inconsciente sabinesiano






Empecé a odiar a Jaime Sabines mucho antes de leer su poesía, y cuando aún estaba vivo. Era 1998, yo tenía 17 años, no había leído un solo libro por placer, y todos los días tenía clase de Lengua y Literatura a las 7 de la mañana. Y empecé a odiar a Sabines incluso antes de leerlo.

Mi profesora de Lengua y Literatura era una mujer muy alta, muy grande en general, rondaría los 70 años, y aunque el programa del curso no contemplaba el estudio de poetas contemporáneos sino hasta la recta final del año escolar, no había un solo día en que ella no hablara de Jaime Sabines.

Y el problema no era que hablara de Sabines, sino que lo ensalzara hasta el hartazgo, sin darnos nunca un poema suyo para que lo conociéramos, o por lo menos alguna recomendación para acercarnos a su poesía. Durante más de ocho meses escuché hablar de la grandeza de Sabines, de la belleza invaluable, inimitable, inconmensurable de sus versos; Sabines el magnífico, Sabines el extraordinario ser humano, Sabines renovador de la poesía, Sabines el mejor poeta que han visto los siglos pasados y habrán de ver los venideros, Sabines hijo de Zeus, Sabines sentado a la derecha del Padre, Sabines reencarnación de Buda, Sabines más allá del Bien y del Mal, Sabines el inefable, el irrepetible, El Gran Sabines… sí, mi profesora tenía un problema con Jaime Sabines.

Así que yo lo odié con todo mi ser, me prometí no leerlo jamás. Me harté de ese poeta chiapaneco. Y entonces, la madrugada del 19 de marzo de 1999, Jaime Sabines murió en su casa en la ciudad de México. Sobra decir que cuando llegué a clase de Lengua y Literatura, a las 7 de la mañana, ninguno de mis compañeros sabíamos de la muerte del poeta. Mi profesora llegó 10 minutos tarde –por primera vez en todo el curso-, y estaba… devastada. Se sentó en su escritorio, con el rostro desencajado, la mirada ausente, como si no reconociera nuestros rostros o el lugar en el que estaba. Pensamos que la habían echado de la escuela, o que le acababan de diagnosticar cáncer terminal. Nadie habló.

¿Saben qué pasó esta madrugada?, preguntó con la voz entrecortada. Nos miramos, pero nadie habló. Se nos fue, dijo sin poder contener el llanto. ¡Se nos fue Sabines!

¡Por fin se murió ese cabrón!, dije para mis adentros. Y salimos todos en silencio y la dejamos llorando ahí.

Después vino una huelga, terminé el bachillerato, comencé la carrera de Física, la dejé, y sobreviví sin leer nunca un verso de Sabines, hasta que un día escuché a alguien leer en voz alta Luego vuelvo a quererte, y no hay otro lugar en donde yo me venga, a donde yo vaya, mejor que tu cuerpo, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos en la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre, o sueño.

Y comencé a leer su poesía, de a poco, con cierta culpa. Lo fui descubriendo. No, no crean que se volvió mi poeta favorito, lo leí poco, y lo dejé. Un par de años después conseguí trabajo como profesor en Tuxtla Gutiérrez, la ciudad donde Sabines nació. Ahí lo leí un poco más; en el café Los Amorosos, en Sancris, en Comitán, pero tampoco entonces se volvió mi poeta favorito. Me fui de Tuxtla, de Chiapas, dejé de leerlo. Y no pasó nada.






El diablo y yo nos entendemos como dos viejos amigos. A veces se hace mi sombra, va a todas partes conmigo. Cuando estoy en la ventana me dice ¡brinca! detrás del oído. Anda como un maldito, como un loco, adivinando cosas que no me digo.

Me viene pasando desde hace ya unos meses; me encuentro de pronto, a media calle, recitando bajito algunos versos de Sabines. Son sólo fragmentos, pues no recuerdo completo ninguno de sus poemas. Me detengo en algún cruce esperando la luz verde, y murmuro ¡Qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos!, ¡de matarlos, de aniquilarlos, de borrarlos de la tierra! Poner lajas encima, y luego tierra, tras, tras, tras, paletada tras paletada, terrones, polvo, piedras, apisonando, amacizando, ahí te quedas, de aquí ya no sales.

No he vuelto a leer a Sabines desde hace unos años, y sin embargo ahí voy, bajando las escaleras por la mañana, escupiendo los primeros versos de Canonicemos a las putas, o el final de Miss X.

Me gustaría preguntarle a mi amigo psicoanalista por qué de pronto me vienen versos de Sabines a medio bocado, ¿en qué rincón del inconsciente se esconden los poetas chiapanecos que un día odiamos?, y ¿qué putas puedo hacer si no soy santo, ni héroe, ni bandido, ni adorador del arte, ni boticario, ni rebelde? ¿Qué puedo hacer si puedo hacerlo todo y no tengo ganas sino de mirar y mirar?

Será tal vez el frío de Cracovia, aún en estos días de abril. El frío me ha hecho místico y alegre. El frío es bueno para tomar café, para acostarse, para hacer el amor, para que nos digan "tienes las manos frías", para fumar y para no salir del cuarto. Para todo lo demás es malo el frío.

O será tal vez que me dueles, mansamente, insoportablemente me dueles…

O que espero curarme de ti en unos días…

O que te desnudas igual que si estuvieras sola…

Qué mal momento eligió Sabines para volver. Pero qué buen momento eligió Sabines para volver. Qué ciudad tan exacta para ir por ahí, repitiendo, repitiéndole:


¡Qué nostalgia de ti cuando no estás ausente!
(Te invito a comer uvas esta tarde
o a tomar café, si llueve,
y a estar juntos siempre,
siempre, hasta la noche.)












domingo, 5 de abril de 2015

Agnieszka entre sudacas*





No fui yo el primero en conocerla. Y a decir verdad, nadie de nuestro pequeño grupo sabe quién la conoció primero. De pronto estaba ahí entre nosotros; alguien se la presentó a alguien, o era amiga de un amigo, no importa. Agnieszka se ha rodeado de sudacas y se le ve encantada, curiosa; por momentos risueña y por momentos tristísima y pensativa cuando nos hace contarle cosas sobre esa lejana y exótica tierra que está empeñada en conocer algún día: América Latina.

Y es que Agnieszka, contraria a muchos estudiantes de español que quieren viajar a Latinoamérica, no está interesada en conocer Cancún, ni Salto Ángel ni Punta Cana. Y en cambio nos pregunta cosas de las que normalmente no hablamos entre nosotros.

Nosotros, cinco sudacas: Luis, de El Salvador; Víctor, de Medellín; Goyo, de Caracas; Daniel, de Lima, y yo, del DF. Nos encontramos en Cracovia por accidente, y nos hemos ido encontrando con cierta frecuencia. Siempre hay más gente, claro: españoles, polacos, algún inglés perdido, y Agnieszka fue apareciéndose en las reuniones poco a poco, y siempre que coincidimos los cinco sudacas, ahí está ella, curiosa, preguntándonos cosas que lee en Internet o ve en algún documental.

¿De verdad hacían eso de la corbata colombiana en tiempos de Escobar?, le pregunta Agnieszka a Víctor, a medio domingo mientras comemos hamburguesas. Y Víctor traga el bocado, sonríe un poco y le dice que sí, que claro, que por supuesto que lo hacían. Los ojos de Agnieszka se entornan, se pone pensativa unos segundos, y continúa preguntándole a Víctor cosas sobre Colombia, sobre la inseguridad y la violencia, sobre el narco y las FARC. Y Víctor cuenta un par de cosas, un par de anécdotas. Ni Goyo, ni Daniel ni ninguno de los sudacas ahí presentes nos sorprendemos. Asaltos con navaja, robos a mediodía y en plena calle, o de noche al volver del trabajo, o en el autobús. Cosas de las que raramente se habla entre latinoamericanos, pero que Agnieszka nos saca de forma sutil, con genuina curiosidad, y que le contamos sin reparos porque ella se interesa realmente en esa otra cara de América Latina que generalmente a la mayoría le importa un carajo.

Agnieszka se va y no volvemos a hablar del tema, hasta que semanas después vuelve a aparecerse en alguna reunión, y entre cerveza y cerveza comienza a preguntarle a Luis si es cierto lo del derecho de piso y la extorsión en El Salvador, si continúa la guerra entre las dos principales pandillas del país, la MS-13 y Barrio 18; le pregunta también por Viejo Lyn, Sirra, El Trece y otros líderes de la Mara Salvatrucha; sobre los asaltos nocturnos a casas particulares, y Luis le dice que sí, que claro, que por supuesto, y le cuenta cómo, cuando vivía en un edificio de 6 pisos en las afueras de San Salvador, llenaban botellas con arena o rocas y las ponían junto a la ventana, listas para dejarlas caer en cuanto escuchaban, a medianoche, que alguien intentaba forzar la reja para entrar a robar. No puedes tirar cocteles molotov porque puedes provocar un incendio. Las rocas son más seguras, dice Luis.

La plática sigue, amena (si es que se puede considerar amena una plática sobre el derecho de piso). Agnieszka pregunta y pregunta, escucha, se queda en silencio, pregunta de nuevo, mueve la cabeza, maldice bajito, y pregunta de nuevo sin que su curiosidad llegue nunca a incomodar. En algún momento me pregunta por Santiago Meza El pozolero, quien trabajó para el cártel de los Arellano Félix y después para el cártel de Sinaloa, y cuyo trabajo consistía básicamente en disolver cadáveres en ácido (se calcula que “se deshizo” de más de 300 cuerpos). Y el pozole es esa sopa mexicana que tiene pedazos de carne, ¿verdad?, por eso lo de pozolero, pregunta Agnieszka, y agrega tras unos segundos: como en la película El infierno, ¿no?

Me pregunta también por El Ponchis, el niño sicario; un chico de 14 años que trabajaba para el cártel del Pacífico, y que confesó haber recibido dos mil quinientos dólares por cada víctima que degollaba. Me pregunta si de verdad aparecen de vez en cuando cuerpos colgados de los puentes, y yo le digo que sí, que claro, que por supuesto que aparecen de vez en cuando. Ésas son las cosas que le interesan a Agnieszka: pregunta por el  pago de vacuna,  por los Zetas, por La Torre de David en Caracas. Sabe que barrios como Petare, El Amparo, La Comuna 13 o Tepito, son también la cara de América Latina, y quiere saber más sobre ellos. Sabe que nuestro continente es más que playas bonitas, salsa y frutas exóticas. Pero ni Goyo es de Petare, ni Víctor de La Comuna 13 ni yo de Tepito. Somos de barrios promedio, aunque tristemente, promedio en Sudacalandia significa tener junto a la ventana botellas con rocas, o poner trozos de vidrio en la parte superior de los muros que rodean tu casa, o quitar el cable de la batería de tu auto cada noche para que no lo puedan robar.

Barrios promedio.


¿O sea que te han intentado robar el coche?, pregunta Agnieszka.
Intentado sí –le respondo-. Y robado también. Una noche que no le quité el cable de la batería.


Claro que esto no quiere decir que todos los latinoamericanos hemos sido afectados por la inseguridad. Conozco a muchos mexicanos a quienes jamás les han robado nada, pero bueno, Agnieszka no sólo se ha rodeado de sudacas, sino de sudacas con mala suerte a quienes sí han asaltado, muchas veces y de muchas formas.

¿Y con pistola? –nos pregunta a todos. ¿También les han robado así?

Daniel nos cuenta, le cuenta a Agnieszka en realidad, algo que al resto nos es familiar, pues aunque no lo hayamos pasado lo hemos oído. Pequeñas variaciones de la misma historia. Un semáforo, de noche. Daniel detuvo el coche, su madre iba con él. Dos chicos se acercaron, uno por cada lado, pistola en mano. Daniel ya se estaba bajando del coche sin resistirse, pero su madre se puso nerviosa y tardó en desabrochar el cinturón de seguridad. El asaltante a su lado se desesperó y disparó dentro del coche, muy cerca de la oreja de su madre. No la hirió pero el disparo le reventó el tímpano. Los dos chicos se llevaron el coche y Daniel a su madre al hospital.

¿Y la policía atrapó a los dos chicos? –pregunta Agnieszka, y todos sonreímos condescendientes. Claro que no.

Goyo le cuenta también una historia, y Luis otra, y todas, al final, se parecen un poco. Yo le cuento sobre el restaurante de mi padre, donde hace unos años trabajaban 2 de mis hermanas y yo, y un sábado a media tarde, con varios clientes en las mesas –familias con hijos, parejas, amigos- entraron 4 tipos armados, diciendo que si no cooperábamos nos iba a llevar la Chingada.

Uno de ellos fue directo hacia la caja, donde estaba mi hermana mayor, y le apuntó directo al pecho, a un metro de distancia. No llevaba una pistola, era un arma larga, automática. Mi hermana dio un grito y comenzó a sacar el dinero de la caja mientras el tipo continuaba apuntándole al pecho. A mí, el asalto me sorprendió justo cuando llevaba una cerveza a un cliente, y mientras veía la escena, mientras mi hermana sacaba el dinero y el tipo le apuntaba directo al pecho, tuve el impulso de romperle la botella de cerveza a ese cabrón justo detrás de la oreja. Fue un par de segundos. Sujeté la botella con fuerza mientras miraba la cabeza del tipo que le apuntaba a mi hermana.

Nunca he vuelto a sentir esas ganas de matar a alguien. Fueron dos, quizá tres segundos, y estuve a punto de hacerlo, o por lo menos de intentarlo. A veces me pregunto qué hubiera pasado si…


Los tipos se fueron. Robaron el dinero de la caja y objetos personales de los clientes (carteras, relojes, bolsos, teléfonos, anillos), y se hizo ese breve silencio que siempre viene después de una situación así, y alguien soltó esa frase tan típica en Sudacalandia: por lo menos no nos hicieron nada, gracias a Dios.

Ése fue uno de los cuatro o cinco asaltos al restaurante de mi padre. A nadie le sorprende esa historia excepto a Agnieszka, que se queda unos segundos con la mirada clavada en un plato vacío.

¿Pero por qué la policía no hace nada?, pregunta un poco exasperada.

Y los cinco sudacas nos miramos con un gesto entre resignado y divertido. Luis suelta una risita, y Goyo se destapa una cerveza y le dice a Agnieszka:


La policía en Caracas hace mucho. Te voy a contar lo que hace…









*Término despectivo/coloquial/irónico con el que se refiere a los inmigrantes latinoamericanos.




viernes, 3 de abril de 2015

Azares y coincidencias






Y si un día cualquiera te encontré

(por azar, coincidencia o destino),

por la razón que queramos creer,

si al final un día te encontré,

tal vez te vuelva a encontrar.


O tal vez te pierda.

Puede ser.


Tal vez te me pierdas

(por azar, coincidencia o destino).


Quizá esto es sólo el comienzo,

el primer soplo de un viento compartido,

o quizá esto ha sido todo,

el destello de algo que pudo haber sido.



Pero si al final un día te encontré,

tal vez un día de éstos tú me encuentres también.


No quiero decir en otra vida

(no, no te quiero en otra vida),

no en una transitada calle de Tokio

-y quizá no en una mañana de abril-,

no 15 años después, llenos de nostalgia.



Te encontré aquí,

y aquí espero

(por azar, coincidencia o destino),


y aquí te quiero y aquí te llamo,

aquí sonrío mientras te pienso,

y aquí camino esperando un día verte.



Y si al final un día te encontré,

tal vez no haga falta volver a encontrarte

                                                                (ni por azar, ni por coincidencia ni por destino),


quizá no haga falta encontrarte porque en el fondo

-me gusta pensarlo así-


        tal vez aún no nos hayamos ido.