No fui yo el
primero en conocerla. Y a decir verdad, nadie de nuestro pequeño grupo sabe
quién la conoció primero. De pronto estaba ahí entre nosotros; alguien se la
presentó a alguien, o era amiga de un amigo, no importa. Agnieszka se ha
rodeado de sudacas y se le ve encantada, curiosa; por momentos risueña y por
momentos tristísima y pensativa cuando nos hace contarle cosas sobre esa lejana
y exótica tierra que está empeñada en conocer algún día: América Latina.
Y es que
Agnieszka, contraria a muchos estudiantes de español que quieren viajar a
Latinoamérica, no está interesada en conocer Cancún, ni Salto Ángel ni Punta
Cana. Y en cambio nos pregunta cosas de las que normalmente no hablamos entre
nosotros.
Nosotros, cinco
sudacas: Luis, de El Salvador; Víctor, de Medellín; Goyo, de Caracas; Daniel,
de Lima, y yo, del DF. Nos encontramos en Cracovia por accidente, y nos hemos
ido encontrando con cierta frecuencia. Siempre hay más gente, claro: españoles,
polacos, algún inglés perdido, y Agnieszka fue apareciéndose en las reuniones
poco a poco, y siempre que coincidimos los cinco sudacas, ahí está ella,
curiosa, preguntándonos cosas que lee en Internet o ve en algún documental.
¿De verdad hacían eso de la corbata colombiana en
tiempos de Escobar?, le pregunta Agnieszka a Víctor,
a medio domingo mientras comemos hamburguesas. Y Víctor traga el bocado, sonríe
un poco y le dice que sí, que claro, que por supuesto que lo hacían. Los ojos
de Agnieszka se entornan, se pone pensativa unos segundos, y continúa
preguntándole a Víctor cosas sobre Colombia, sobre la inseguridad y la
violencia, sobre el narco y las FARC. Y Víctor cuenta un par de cosas, un par
de anécdotas. Ni Goyo, ni Daniel ni ninguno de los sudacas ahí presentes nos
sorprendemos. Asaltos con navaja, robos a mediodía y en plena calle, o de noche
al volver del trabajo, o en el autobús. Cosas de las que raramente se habla
entre latinoamericanos, pero que Agnieszka nos saca de forma sutil, con genuina
curiosidad, y que le contamos sin reparos porque ella se interesa realmente en
esa otra cara de América Latina que generalmente a la mayoría le importa un
carajo.
Agnieszka se va
y no volvemos a hablar del tema, hasta que semanas después vuelve a aparecerse
en alguna reunión, y entre cerveza y cerveza comienza a preguntarle a Luis si
es cierto lo del derecho de piso y la
extorsión en El Salvador, si continúa la guerra entre las dos principales
pandillas del país, la MS-13 y Barrio 18; le pregunta también por Viejo Lyn, Sirra, El Trece y otros
líderes de la Mara Salvatrucha; sobre los asaltos nocturnos a casas
particulares, y Luis le dice que sí, que claro, que por supuesto, y le cuenta
cómo, cuando vivía en un edificio de 6 pisos en las afueras de San Salvador,
llenaban botellas con arena o rocas y las ponían junto a la ventana, listas
para dejarlas caer en cuanto escuchaban, a medianoche, que alguien intentaba
forzar la reja para entrar a robar. No puedes
tirar cocteles molotov porque puedes provocar un incendio. Las rocas son más
seguras, dice Luis.
La plática
sigue, amena (si es que se puede considerar amena una plática sobre el derecho de piso). Agnieszka pregunta y
pregunta, escucha, se queda en silencio, pregunta de nuevo, mueve la cabeza,
maldice bajito, y pregunta de nuevo sin que su curiosidad llegue nunca a
incomodar. En algún momento me pregunta por Santiago Meza El pozolero, quien trabajó para el
cártel de los Arellano Félix y después para el cártel de Sinaloa, y cuyo
trabajo consistía básicamente en disolver cadáveres en ácido (se calcula que “se
deshizo” de más de 300 cuerpos). Y el
pozole es esa sopa mexicana que tiene pedazos de carne, ¿verdad?, por eso lo de
pozolero, pregunta Agnieszka, y agrega tras unos segundos: como en la película El infierno, ¿no?
Me pregunta
también por El Ponchis, el niño
sicario; un chico de 14 años que trabajaba para el cártel del Pacífico, y que
confesó haber recibido dos mil quinientos dólares por cada víctima que
degollaba. Me pregunta si de verdad aparecen de vez en cuando cuerpos colgados
de los puentes, y yo le digo que sí, que claro, que por supuesto que aparecen
de vez en cuando. Ésas son las cosas que le interesan a Agnieszka: pregunta por
el pago
de vacuna, por los Zetas, por La
Torre de David en Caracas. Sabe que barrios como Petare, El Amparo, La Comuna
13 o Tepito, son también la cara de América Latina, y quiere saber más sobre
ellos. Sabe que nuestro continente es más que playas bonitas, salsa y frutas
exóticas. Pero ni Goyo es de Petare, ni Víctor de La Comuna 13 ni yo de Tepito.
Somos de barrios promedio, aunque tristemente, promedio en Sudacalandia significa
tener junto a la ventana botellas con rocas, o poner trozos de vidrio en la
parte superior de los muros que rodean tu casa, o quitar el cable de la batería
de tu auto cada noche para que no lo puedan robar.
Barrios promedio.
¿O sea que te han intentado robar el coche?, pregunta Agnieszka.
Intentado sí –le respondo-.
Y robado también. Una noche que no le
quité el cable de la batería.
Claro que esto
no quiere decir que todos los latinoamericanos hemos sido afectados por la
inseguridad. Conozco a muchos mexicanos a quienes jamás les han robado nada,
pero bueno, Agnieszka no sólo se ha rodeado de sudacas, sino de sudacas con
mala suerte a quienes sí han asaltado, muchas veces y de muchas formas.
¿Y con pistola? –nos pregunta a todos. ¿También les han robado así?
Daniel nos
cuenta, le cuenta a Agnieszka en realidad, algo que al resto nos es familiar,
pues aunque no lo hayamos pasado lo hemos oído. Pequeñas variaciones de la
misma historia. Un semáforo, de noche. Daniel detuvo el coche, su madre iba con
él. Dos chicos se acercaron, uno por cada lado, pistola en mano. Daniel ya se
estaba bajando del coche sin resistirse, pero su madre se puso nerviosa y tardó
en desabrochar el cinturón de seguridad. El asaltante a su lado se desesperó y
disparó dentro del coche, muy cerca de la oreja de su madre. No la hirió pero
el disparo le reventó el tímpano. Los dos chicos se llevaron el coche y Daniel
a su madre al hospital.
¿Y la policía atrapó a los dos chicos? –pregunta Agnieszka, y todos sonreímos condescendientes. Claro que
no.
Goyo le cuenta
también una historia, y Luis otra, y todas, al final, se parecen un poco. Yo le
cuento sobre el restaurante de mi padre, donde hace unos años trabajaban 2 de
mis hermanas y yo, y un sábado a media tarde, con varios clientes en las mesas –familias
con hijos, parejas, amigos- entraron 4 tipos armados, diciendo que si no
cooperábamos nos iba a llevar la Chingada.
Uno de ellos fue
directo hacia la caja, donde estaba mi hermana mayor, y le apuntó directo al
pecho, a un metro de distancia. No llevaba una pistola, era un arma larga,
automática. Mi hermana dio un grito y comenzó a sacar el dinero de la caja
mientras el tipo continuaba apuntándole al pecho. A mí, el asalto me sorprendió
justo cuando llevaba una cerveza a un cliente, y mientras veía la escena,
mientras mi hermana sacaba el dinero y el tipo le apuntaba directo al pecho,
tuve el impulso de romperle la botella de cerveza a ese cabrón justo detrás de
la oreja. Fue un par de segundos. Sujeté la botella con fuerza mientras miraba
la cabeza del tipo que le apuntaba a mi hermana.
Nunca he vuelto
a sentir esas ganas de matar a alguien. Fueron dos, quizá tres segundos, y
estuve a punto de hacerlo, o por lo menos de intentarlo. A veces me pregunto
qué hubiera pasado si…
Los tipos se
fueron. Robaron el dinero de la caja y objetos personales de los clientes
(carteras, relojes, bolsos, teléfonos, anillos), y se hizo ese breve silencio
que siempre viene después de una situación así, y alguien soltó esa frase tan
típica en Sudacalandia: por lo menos no
nos hicieron nada, gracias a Dios.
Ése fue uno de
los cuatro o cinco asaltos al restaurante de mi padre. A nadie le sorprende esa
historia excepto a Agnieszka, que se queda unos segundos con la mirada clavada
en un plato vacío.
¿Pero por qué la policía no hace nada?, pregunta un poco exasperada.
Y los cinco sudacas
nos miramos con un gesto entre resignado y divertido. Luis suelta una risita, y
Goyo se destapa una cerveza y le dice a Agnieszka:
La policía en Caracas hace mucho. Te voy a contar lo
que hace…
*Término
despectivo/coloquial/irónico con el que se refiere a los inmigrantes
latinoamericanos.
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