El libro que Ochoa me
compró es uno de los mejores regalos que alguien me ha comprado. No sólo por el
libro en sí, sino por el lugar donde lo compró y por todas las peripecias que
tuvo que pasar para traérmelo hasta Polonia.
Ochoa salió de México
hacia Madrid, y tras un par de meses de viaje se reuniría conmigo en Cracovia.
No viajaba muy holgado, llevaba apenas una mochilita al hombro, una libreta, su
cámara con la que trabaja y unas ganas enormes de atravesar media Europa. Y
Madrid lo deslumbró, y Barcelona lo enamoró tanto que quiso quedarse ahí. Y se
perdió en París, y se llenó de París, y se enfermó de París.
Y fue precisamente
ahí, a orillas del Sena, en el 37 Rue de la Bûcherie, donde Ochoa se topó con Shakespeare and Company, la librería más
emblemática y con más historia y tradición literaria de todo el mundo. Uno de
esos rincones que todo lector sueña conocer algún día; una librería de fachada pequeñita,
escondida, pero que lleva casi un siglo siendo un punto obligado para los
amantes de la literatura.
T. S. Elliot, Joyce,
Fitzgerald, Hemingway, Pound… todos estuvieron aquí. La editora y primera
propietaria de Shakespeare and Company, Sylvia
Beach, fue quien publicó la primera edición del Ulysses de Joyce, en 1922. Años después, en el 41, Beach se negó a
venderle a un oficial nazi una copia de Finnegans Wake, la encarcelaron y la
librería cerró. Después, en los 50, George Whitman, hijo de un tal Walt
Whitman, reabrió la mítica librería, y entonces vinieron Sartre y Beauvoir,
Breton, Miller y Borges, Jack Kerouac y la generación beat, Kundera y Cortázar. Ninguna
otra librería en el mundo puede jactarse de eso.
Ahí entró Ochoa,
curioseó entre las viejas estanterías, entre las pilas de libros que se
amontonan y apenas dejan espacio para caminar. Y compró un libro que sabía que
me gustaría, una novela de soledad y de baseball, La chica que amaba a
Tom Gordon. Supo que me gustaría desde que abrió el libro y
leyó el epígrafe:
The
world had teeth
and
it could bite you with them
anytime
it wanted.
Al pagar, le pusieron al
libro el característico sello de Shakespeare & Co,
y apenas
salió de la librería tuvo que guardárselo entre la ropa, pues comenzaba a
llover y no podía meterlo en su pequeña mochila sin que se maltratara (no se
puede meter un libro en una backpack sin que se le arruinen las esquinas o se doble,
y menos aún con media Europa por delante y a mochilazo). Lo envolvió en una
bolsa de plástico y allá fue con él, paseándolo por París celosamente.
Y desde que salió de Shakespeare and Company, Ochoa no
descuidó un momento el libro que compró para mí; lo trajo bajo el brazo, bajo
la ropa, contra el pecho. Y mi libro salió airoso, venció adversidades y malos
agüeros: le llovió en Amsterdam y en Berlín, y cada vez que lo intentaban
aplastar –a las puertas de la galería Uffizi en Florencia o en el museo del Vaticano-
Ochoa lo levantaba sobre su cabeza como quien salva a un niño de la multitud-.
En Venecia, mientras Ochoa hacía una foto, estuvo a punto de caérsele mi libro
en un canal, pero no cayó; noches después, unos facinerosos estuvieron a punto
de asaltar a mi amigo cerca de la estación Sewanstraße, en Berlín, pero un
segundo antes de caerle a Ochoa por la espalda, los facinerosos vieron un halo
extraño en mi amigo y se marcharon en silencio. Era el espíritu shakespeariano que protegía mi libro.
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