sábado, 12 de septiembre de 2015

El enano y el Bola





En realidad Osvaldo nunca fue mi mejor amigo. Fuimos juntos un par de años en la escuela primaria, y a veces jugábamos canicas en un terreno baldío cerca de la escuela. No más. No recuerdo dónde vivía, y no lo volví a ver después de la primaria, pero en una ocasión me salvó de una golpiza inminente y colosal, y durante más de 25 años no recordé el incidente, hasta hoy. Llevo un rato mirando su foto en el periódico; me cuesta reconocerlo después de tantos años, la foto es muy mala aunque su rostro se puede apreciar bien, y ahí está su nombre: Osvaldo Soria R. Una breve nota dedicada a él y a su hermano.

Ahora que lo pienso, Osvaldo verdaderamente me salvó de esos rufianes que, con toda razón, se disponían a darme una madriza de proporciones épicas. Recuerdo con detalle la escena, sin embargo no logro atinar el motivo por el que apreté el botón de la máquina de videojuegos. Cosas de niños, supongo.

Ahí estaba yo a los diez años. Viernes a las 2 de la tarde, aún con mi horrible uniforme verde puesto y mi enorme mochila en la espalda, entrando con cierto temor en aquel  antro maloliente y oscuro donde los chicos mayores se disputaban con destreza el título de amo y señor del videojuego más sangriento que se hubiera visto en los años noventa: Mortal Kombat II.

El Bola, un tipo gordo como una morsa que rondaría los 16 años, con un cigarro entre los labios, se desenvolvía con maestría descuartizando enemigos. La pantalla de la máquina de videojuegos se cubría de sangre, volaban cabezas, cortaba extremidades, quemaba vivos a sus oponentes. El Bola era, sin duda, el amo y señor del lugar. Todos conocíamos al Bola; se contaban leyendas sobre por qué lo habían expulsado de la escuela años atrás: que si había golpeado a un profesor, que si había apuñalado a un chico que lo insultó, que si había amenazado al director con quemar su coche si no aprobaba el año, que si criaba en su casa perros de pelea y otras tantas cosas.

Una decena de curiosos se agrupaba alrededor de la máquina de videojuegos, admirando en silencio la frialdad con la que El Bola despedazaba enemigos. Y  yo, aprovechando mi escuálida figura, me escabullía entre los mayores hasta quedar con la cara a 30 centímetros de la pantalla. Nadie se atrevía a retar al Bola, sin embargo algún valiente introducía una moneda en la máquina, apartando así su lugar para cuando El Bola terminara su carnicería personal. Ni el más osado se hubiera atrevido nunca a retar al Bola cuando éste iba ganando, sin embargo yo, en un impulso incomprensible que tantos años después no logro entender, presioné el botón de inicio. El juego se detuvo un segundo. Tenemos un retador, apareció en la pantalla con letras sangrantes, y yo supe de inmediato el problema en el que acababa de meterme. La confusión fue momentánea. Los amigos del Bola me miraron un instante, incrédulos de que un enano con uniforme escolar -pues ninguno de ellos estudiaba- hubiera retado al campeón de Mortal Kombat II. El estómago se me contrajo y los testículos se me subieron a la garganta en medio segundo; di un ligero paso hacia atrás, preparando la huída, cuando el potente brazo del Berry, amigo del Bola, me tomó del cuello dispuesto a romperme la madre por haber usado la moneda que él había puesto en la máquina. Fueron menos de 3 segundos en esto que cuento, y cuando el puño del Berry comenzaba a trazar su trayectoria hasta mis dientes, Osvaldo, otro enano con uniforme escolar, apareció Dios sabe de dónde, empujando gorilas y sacando varias monedas de su bolsillo, diciéndole al Berry que me soltara de inmediato, y que ahí estaba el doble, el triple del importe de su pinche moneda, y que estaban por ver todos los presentes cómo un chico de quinto de primaria paraba de culo al Bola. Así lo dijo, lo va a parar de culo, mientras se acomodaba junto a mí, diciendo juega, juega, gánale a ese pinche güey.

Yo había pasado tanto tiempo en ese lugar viendo jugar al Bola, que había memorizado cada uno de sus ataques, cada defensa y cada truco que usaba. Conocía su estilo y sus golpes favoritos, así que sabía de sobra cómo ganarle. Osvaldo miró al Bola, que sin mover un músculo había contemplado toda la escena, y le dijo muy serio: te va a partir toda tu madre, pinche gordo mamón, y yo pensé: o se la parto, o ni Osvaldo ni yo vamos a llegar a sexto de primaria.  Elegí a mi peleador, y comenzamos a jugar.

Y bueno, por supuesto, en menos de dos minutos, el Bola me propinó la madriza más encarnizada y humillante que se hubiera visto en videojuego alguno. Salí corriendo del lugar. Nadie intentó detenerme.  Cuando por fin volteé, vi la silueta de Osvaldo corriendo calle abajo.

No recuerdo si al siguiente lunes le agradecí a Osvaldo lo que hizo. Hicimos el último año de la primaria en grupos distintos, y no sé qué pasó con él después. Osvaldo fue una de tantas caras que desaparecen de nuestras vidas sin que lo notemos. Y hoy veo su foto en un periódico local del municipio donde crecí.


Pasajeros furiosos intentan linchar a dos asaltantes, dice el titular de la nota.

Los hermanos Daniel y Osvaldo Soria R., de 30 y 32 años, fueron golpeados y atados a un poste por una veintena de pasajeros de un autobús de la ruta Cuautitlán-Huehuetoca, a quienes los hermanos intentaron asaltar. Uno de los pasajeros (varón, 55 años), que se resistió al asalto, recibió un disparo en el cuello y falleció casi inmediatamente; esto provocó la furia del resto de los pasajeros, quienes lograron desarmar a los asaltantes y comenzaron a golpearlos. Elementos de la policía municipal llegaron al lugar y evitaron que la multitud continuara golpeando a los criminales, a quienes ya habían atado a un poste.


La policía cree que los hermanos Soria son parte de una de las numerosas bandas criminales que operan en esta zona.








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