domingo, 24 de enero de 2016

"Yo que tú me daría prisa..."






Era el cuarto o el quinto bar de esa noche. Había ido a Ciudad Real a pasar unos días con mi amigo Nacho y su familia, y a conocer de paso un poquito más de La Mancha. Luego de una semana había conocido ya a casi todo el grupo: veinte o veinticinco amigos –Nacho entre ellos- que cada año vuelven a esa su pequeña ciudad natal a pasar la Navidad con la familia y a ver a los viejos amigos. El grupo de amigos de Nacho era bastante heterogéneo y pintoresco: había entre ellos un tatuador, una pareja que vive en Suiza haciendo espectáculos de flamenco, un bartender, dos chicas que viven desde hace un par de años en México trabajando en temas sociales –y una de las cuales tiene la sonrisa más bella y los tatuajes más sexys que he visto en España-, un profesor de tenis, una chica que trabaja como niñera en París,  una pareja de agricultores, un carnicero, una actriz de teatro, una intérprete de signos, camareros, parados, ingenieros y hasta un bombero. Y apenas llegado a Ciudad Real, me hicieron sentir como en casa, y entre anécdotas, bares y tapas, habían pasado mis días en ese bello rincón de Castilla-La Mancha, hasta esa noche en que la mujer se nos acercó a pedirnos prestado un teléfono para llamar a alguien.

Estábamos en el Café del Arte, cerca de la calle Calatrava, donde además de precios asequibles, cada tapa tiene nombre y puedes elegirla con tu bebida, así que pides un Dalí, un Quevedo, un Picasso, un Valle-Inclán. Era el cuarto o quinto bar de esa noche, tomamos un par de cañas, pagamos, nos abrigamos y salimos a fumar un cigarro antes de irnos.

Y entonces apareció la mujer.

Había venido caminando en dirección hacia nosotros por lo menos 15 metros desde la esquina, pero nadie reparó en ella hasta que estuvo a un metro y nos habló. No creo equivocarme si digo que a todos –ese día éramos sólo seis o siete del grupo- nos causó más o menos la misma primera impresión: la mujer parecía estar muy drogada o muy borracha. Rondaría los cincuenta años, se le veía demacrada y tenía ese andar pingüinesco que da la obesidad a ciertas personas; su ropa era un tanto vieja sin darle aspecto de pordiosera, y llevaba un paquete de cigarros en una mano.

-Perdonad, ¿alguno de vosotros podría prestarme un teléfono? Es que tengo que llamar a alguien para que venga a recogerme- su voz era increíblemente rasposa, sabinesca, la de una persona que ha fumado durante más años de los que recuerda.

En un segundo se intercambiaron varias miradas entre nosotros. Dos cosas estaban claras: una, la mujer definitivamente estaba muy borracha, como lo delataba su dificultad para pronunciar correctamente, y dos, era muy improbable –si no es que imposible- que esa mujer intentara cualquier embuste, cualquier treta. Era simplemente una mujer entrada en años, borrachísima y desaliñada, pero a todas luces inofensiva.

Nacho sacó su teléfono y se lo ofreció a la mujer. Ésta le agradeció y marcó un número.

-Creo que no están en casa- dijo la mujer mientras le devolvía el teléfono a Nacho-. Muchas gracias.

En un segundo el semblante de la mujer se había entristecido enormemente, como si el hecho de que no hubiera nadie en la casa a la que había llamado fuera la confirmación de algo terrible.

-¿Quiere que llame a alguien más, o que le pida un taxi?- preguntó Nacho, pero la mujer negó con la cabeza.

-Sólo me sé ese número.

Pero en ese momento el teléfono de Nacho comenzó a sonar.

-¿Hola? Sí sí, un momento. Es para usted –le dijo Nacho a la mujer extendiéndole de nuevo su teléfono.

Tratamos de volver a lo nuestro, de continuar la conversación mientras la mujer hablaba a un par de metros de ahí, aunque inevitablemente escuchábamos partes de lo que decía. Era tan divertido e incoherente que no podíamos evitar ladear la cabeza para escuchar mejor lo que aquella mujer balbuceaba torpemente.


¿Has encontrado el libro de la guerra de los enanos?... que te digo que no me has dejado nada, que no son rojos… vale vale, como quieras, pero dime, ¿qué tal las cremas para la espalda que te puse el viernes, estás mejor?... pues aquí en Las Torrijas, ¿en dónde va a ser, si no?... mmm… vale…                 …         …      no no no, escúchame tú, te dije que te ibas a arrepentir, ¿recuerdas? ¿A que no? Pues yo sí que me acuerdo…     así que yo que tú me daría prisa, porque está sola en casa, y se está desangrando.


-Muchas gracias- le dijo la mujer a Nacho devolviéndole el teléfono. 

No sé si todos escuchamos esas últimas frases pues algunos se estaban ya despidiendo cuando la mujer terminó de hablar, pero Nacho y yo nos miramos, ya no burlones o divertidos sino intrigados. Incluso preocupados.

La mujer se alejó con ese andar pingüinesco, dobló en Calatrava y se perdió, mientras nosotros digeríamos lo que habíamos oído, si es que habíamos oído bien. Nacho miró su teléfono pero la mujer había borrado el registro de la llamada que había hecho. La que había recibido decía simplemente número privado.

Dos días después me fui de Ciudad Real, volví a Cracovia, y me he pasado casi un mes mirando todos los días en Internet los diarios locales, primero de Ciudad Real, después extendiéndome a Puertollano, Valdepeñas, Manzanares, después a casi toda Castilla-La Mancha, buscando no sé qué exactamente.



Y sin saber si realmente quiero encontrar algo.










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