domingo, 26 de febrero de 2012

Putas lavadoras



Comenzar a ver películas italianas se ha vuelto rutinario, automático, aunque no obsesivo; si puedo, si hay una a la mano, la veo. Eso sí, tienen que ser películas que se hayan filmado entre los 60 y los 80. Nunca más recientes. O casi nunca.

Sin exagerar, he visto el comienzo de más de doscientas películas italianas. De ésas, solo  quince o veinte las he terminado. Me bastan algunos minutos para saber si lo que busco está en esa película. Por lo menos doscientas, y sigo buscándola.

Hace unas semanas, un amigo puso en su muro de Facebook algunas fotos de cuando íbamos en la secundaria. En una de ellas aparezco yo, hace diecisiete años, con ese horrible pantalón gris y suéter verde, y encima, una chamarra de los 49ers de San Francisco que nunca me quitaba, aunque hiciera calor. Hoy daría uno de mis riñones por lo que olvidé en el bolsillo de esa chamarra.

Una noche –yo tenía doce años- mientras me aburría cambiando los canales de la televisión, que no eran muchos porque en mi casa nunca tuvimos cablevisión ni nada así, me topé con una mujer desnuda caminando en la pantalla. Debió ser en el canal 22, donde pasaban películas raras, aburridas y largas, y claro, con doce años, yo era un hervidero hormonal, así que al ver aquel par de senos al aire dejé el control remoto a un lado, bajé el volumen y miré que nadie estuviera en el comedor, desde donde también se podía ver la tele. Era casi medianoche y comprobé que todos estaban arriba en sus habitaciones. Ese horrible y cultural canal 22 por fin me ofrecía algo interesante; era una película italiana, a color, subtitulada en español –algo raro en la televisión abierta-, y durante los siguientes cuarenta minutos, hasta que terminó, la protagonista apareció siempre desnuda, y siempre en el mismo departamento. Aún hoy pienso que debe ser uno de los desnudos más largos en la historia del cine mundial.

Era una chica rubia, de cabello ondulado y ojos azules. Parecía joven –menos de 30 años-, era delgada y no tenía un cuerpo de playmate, sino senos pequeños y caderas apenas pronunciadas. Cocinaba desnuda, y desnuda se sentaba a la mesa, y escribía cartas desnuda, y mientras su amante, vestido con un traje café, tomaba el desayuno, ella le contaba chistes desnuda. Toda la película transcurría en el departamento de la chica, y su pareja, un oficinista cincuentón y bastante gris, la visitaba cada dos o tres días, hablaban un poco –en ningún momento había el menor contacto entre ellos, él apenas decía algunas palabras-, y luego él regresaba al trabajo o a casa con su esposa, y la chica rubia se quedaba otra vez sola en el departamento, esperando un nuevo encuentro. Y estuviera sola o acompañada, lavando los platos o leyendo desnuda en el sofá, la chica siempre, absolutamente siempre se veía alegre.

No fue precisamente excitación lo que sentí, no me provocó una erección ni me hizo entregarme a las artes de Onán. No era la primera mujer desnuda que veía en la pantalla (por aquel entonces yo ya conocía a Savannah, Janine Lindemulder y algunas otras chicas Vivid, pero ninguna de ellas se comparaba con la chica italiana que en ese momento aparecía). No, no fue excitación, fue el mismísimo síndrome de Sthendal en toda su pureza. Fue vértigo y maravilla, fue colapso, quietud, eclosión y Epifanía. La vi hablar por teléfono y lavarse los dientes, discutir con su pareja y luego arreglarle la corbata, reírse y asomarse por la ventana; desnudez y alegría eran exactamente lo mismo en esa chica. Me quedé inmóvil el resto de la película, sin entender un carajo de lo que decían y sin leer ni un solo subtítulo, babeando ante la mujer más bella que he visto en toda mi puta vida.

Esas películas raras del canal 22 no tenían comerciales, lo cual por primera vez me pareció una pena, pues al ir a un corte solía verse en la pantalla: En un momento regresamos con… o Estás viendo… regresamos, por lo que nunca supe el título. Cuando aparecieron los créditos finales, leí el nombre de la actriz y lo escribí de inmediato en un trocito de papel. Lo doblé y lo guardé en el bolsillo interior de la chamarra que llevaba puesta. La de los 49ers de San Francisco.

Durante un par de meses dejé de ponerme mi chamarra favorita, pero por lo menos una vez a la semana confirmaba que el trocito de papel seguía ahí, con el nombre de la mujer más bella del mundo escrito en él. Sin embargo, no había mucho que hacer; no podía pedirle ayuda a mis hermanas mayores o a mis padres, me daba vergüenza; no conocía a ninguna persona experta en cine italiano (en realidad no conocía gente experta en nada), y tampoco existía google, ni chats ni todas estas mierdas tecnológicas que nos resuelven la vida en 3 segundos. No había mucho que hacer, así que no hice nada.

Estábamos por terminar el tercer año de secundaria, el papelito seguía ahí después de más de dos años, aunque ya no le daba tanta importancia. Algún día le preguntaré a alguien que sepa, pensaba, y volvía a guardarlo en el bolsillo interior. Un día en una fiesta le presté mi chamarra de los 49ers a un chico de mi grupo llamado Alfonso -que también aparece en la foto-. Se la llevó a su casa y yo me olvidé de ellas (de la chamarra y de la mujer más bella del mundo). Dejamos de vernos, y varios meses después, cuando me la devolvió, me dijo muy amable: mi mamá la echó a la lavadora porque estaba re sucia, pinche Merino, ¿que nunca la habías lavado?


El trozo de papel, obviamente, se había disuelto. Intenté con todas las hormonas de mi quinceañero cuerpo recordar el nombre de la actriz, y me fue fácil: María. María… ¿Antonioni?, ¿Albertini?, ¿Tallarini?, ¿Tallarota?, ¿Pagliuca?, ¿Apolloni?, ¿Maldini? No, pendejo, ésos eran futbolistas. ¡Puta madre!, ¡puto Alfonso!, ¡puto canal 22!, ¡puto papel!, ¡putas lavadoras!

Pero Dios es tan canalla que hace que la esperanza reaparezca de vez en cuando, y en la prepa conocí a un par de chicos que decían saber mucho de cine “de autor”, “independiente”, “no comercial”. Pinches mamones, pero era lo que había, así que comencé a explorar un poco sobre cine italiano (seguíamos sin tener Internet así que tenía que ir al tianguis del Chopo a conseguir películas raras). Fui siguiendo recomendaciones de todo el que parecía saber algo sobre cine italiano, o simplemente sobre cine, o de todo aquel que pareciera saber algo sobre cualquier cosa. Comenzaba a ver alguna cinta –literalmente eran cintas, en formato VHS- y a los 20 minutos la quitaba si no aparecía la mítica actriz. En la escuela me mandaron un par de veces a la Cineteca Nacional y aproveché para preguntar a los viejos que vendían pelis usadas, pregunté a los comerciantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, a los viejos lobos del CUEC, pregunté en el tianguis afuera del metro Balderas, y fui siguiendo cualquier referencia que alguien me diera sobre cine italiano. Lo hice durante mis tres años de la prepa (incluyendo cuando estuvimos en huelga), lo hice durante mi único año en la Facultad de Ciencias en C.U., durante mis vacaciones y siempre que me topé con alguien que supiera un poco de cine.

Si mi madre me hubiera encontrado viendo Saló o los 120 días de Sodoma, de Pier Paolo Pasolini, u Holocausto caníbal, de Ruggero Deodato, habría quemado en el acto las 3 televisiones de la casa. Veía cualquier película italiana. Cualquiera; de Mario Bava a Rossellini, de Lucio Fulci, de Nanni Moretti; más de diez películas de Marco Ferreri; he visto el inicio de todas las películas de Fellini y no he terminado ni una sola; he visto el inicio de todas las de Tinto Brass, y las he terminado todas (solo por curiosidad).

Pero no todos fueron fracasos, pues descubrí a Dario Argento –y de paso a Asia Argento-, a Dominique Sanda y a Gloria Guida. Con eso debería bastarme. Con Gloria Guinda a cualquiera debería bastarle, pero ni siquiera ella, ni siquiera –y que me perdone Dios por decir esto- Stoya Doll, o Martina Warren, Lexi Belle, Stormy Daniels o Silvia Saint  me han quitado el aliento como lo hizo María Pavarotini o como carajos se llame.

En la calle Grodzka, muy cerca del centro de Cracovia, está el Instituto Italiano de Cultura. Cada miércoles hay películas, y hoy ponen Un uomo in ginocchio, de Damiano Damiani. No me suena, pero es del ´78, así que igual hay suerte. Además, las películas italianas casi siempre duran veinte minutos.

La posibilidad de recordar el apellido de aquella mujer cada vez me parece menos probable. Desde hace un par de años comienzo a sopesar la idea de que tal vez ni siquiera se llamaba María; tal vez ni siquiera era italiana la película, pues pensándolo bien, a los 12 años yo no sabía cómo sonaba el italiano; pudo ser francés, o checo, y yo he buscado todos estos años en doscientas películas del país equivocado.

En tres segundos, en tres malditos segundos google me diría lo que no he podido encontrar en diecisiete años.

Y todo por una puta lavadora.




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1 comentario:

  1. Si amigo, ese canal 22 proveía las primeras iniciaciones en los desnudos. Yo recuerdo que los viernes en la noche, después de las 10, anhelaba que la clasificación de la película fuera C y no apta para adolescentes...
    Buena anécdota, leerte es casi estar escuchándote hablar...

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