viernes, 14 de marzo de 2014

Ruidos que no sé




La muerte, la única cosa que desde que damos el primer berrido y nos llenamos de aire los pulmones por primera vez está destinada a ser nuestra y de nadie más; lo único que realmente nos pertenece, intransferible, inequívoca, insoportable; la muerte que es tan nuestra es a veces canalla, imperdonable; una auténtica hija de puta. Y tu muerte; ésa que era sólo tuya; que te siguió los pasos desde siempre, que te vio dar tu primer beso, que te escuchó llorar y maldecir, y que alguna vez se sintió tentada a darte un buen empujón mientras esperabas el autobús en pleno invierno; tu muerte que se divertía de lo lindo escuchándote hacer planes, que durmió junto a ti tantos años sin decir una palabra, que te conocía mejor que nadie, fue tan abyecta que cuando por fin llegó su hora, dudó y tuvo que acercarse a ti de la forma más cobarde: por la espalda. Y tú, que nada sabías de ella, un par de minutos después de reírte habías palmado. Y nada más. Se acabó. Estabas del otro lado.

Esa misma muerte, la tuya, también fue cobarde para conmigo; vino a mí por teléfono. La verdad es que desde hace tiempo es su modo favorito de llegar a cualquier familiar, amigo o amante de ése que, hasta hacía unos momentos, estaba vivo. Y ese familiar, amante o amigo, toma casi siempre el teléfono sin esperar, sin pensar siquiera, que le digan que le han matado a alguien.

Y es que, poniéndonos sinceros, te me moriste tan contundentemente, tan de tajo, que me quedé frío. No sabía qué pensar, qué decir; en un principio creí que volverías de una u otra forma, pero bastaron unos meses para saber que no, que cuando uno se muere, como tú, se muere de verdad, a lo grande, y que no hay nada de volver sobre tus pasos y todas esas tonterías; uno se muere y se muere bien, y ahí se acaba todo; se acaba la lluvia y los desayunos, la soledad y los días festivos; se acaban las guerras, el insomnio, el vino, las deudas; se acaba también la esperanza y el color azul, los perros, la música y todas las ciudades en las que nunca estuviste, se acaban los amigos, la risa y las enfermedades. Se acaba para siempre el miedo, las resacas y las malas noticias. Se acaba tu casa, el planeta, todo el universo. Cada muerte es el fin del mundo.

Me fui de aquella ciudad. Te eché de menos, te esperé. Y hubo también días en que te odié. Te odié por morirte, y te odié por no volver a decirme que todo estaba bien. Y finalmente dejé de esperar cualquier cosa. Y pasaron los meses, y los años, y todo fue medianamente bien. Y si he vuelto a pensar en ti, ha sido solamente con nostalgia, mas nunca con la esperanza de verte o sentirte. Ya no.

 Pero están los ruidos.

Los ruidos que comenzaron, precisamente, hace seis meses, cuando volví por primera vez a aquella ciudad, y que se han venido repitiendo, allá y aquí.

Los ruidos a los que, de alguna forma, me había venido acostumbrando, sin preocuparme, sin asustarme, sin pensar que podrían ser otra cosa que los ruidos que se escuchan por la noche en todas las casas, propios de edificios viejos, de cambios de temperatura o presión. Y claro, escéptico como soy, me inclino a creer que es simplemente la madera vieja que se contrae por las noches y cruje; algún ratón en el ático o entre las tuberías; las vibraciones de alguna puerta del edificio que se cierra. Claro que es eso. No puede ser otra cosa.

Y sin embargo, no son solo los ruidos. Están también los objetos que de vez en cuando aparecen donde no deberían estar; la radio que, una noche al volver a casa, está sonando; la luz de la cocina o de la habitación que se enciende cuando estoy en la cama a punto de dormirme.

Será una corriente de aire. Seguro, una corriente de aire que suena como pasos, pero al fin y al cabo una corriente de aire, o madera vieja, o una paloma que se quedó atrapada en el ático.

O será que eso de volver sobre tus pasos y todas esas tonterías a veces son verdad. 
No lo sé. No tengo idea. Ni miedo.


Así que déjate de rodeos y dime algo, o déjate de ruidos.









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