Mientras hurgaba entre las cajas de libros que dejé hace unos años en casa de mi madre, me encontré con uno que me dio una de las mejores ideas que he tenido en mucho tiempo. Era La sombra del águila, de Arturo Pérez-Reverte. Es una edición a prueba de agua (sí, te puedes meter a bañar con el libro y no pasa nada), bastante chida, que había estado en una de esas cajas casi 4 años, y mientras lo hojeaba y recordaba la historia de cómo lo obtuve, me vino un destello de genialidad.
Hace unos años me fui a vivir a Chiapas a
trabajar como profesor de Lengua y Literatura. La verdad es que me fui porque
pensaba que sería un profesor rural, que viviría en medio de la selva
Lacandona, y que llevaría una vida sencilla y tendría tiempo para escribir mi
tesis de maestría. Durante el año que viví ahí, lo único que se cumplió fue que
tuve mucho tiempo libre, pero no escribí ni madres de la tesis.
A mis estudiantes, demonios de 15 años, lo
que menos les interesaba en la vida era la literatura, y yo tenía que enseñarles
Siglo de Oro español, así que lo mejor que se me ocurrió fue que leyéramos Las aventuras del capitán Alatriste, de
Pérez-Reverte. En la ciudad había tres librerías y ninguna tenía el libro de
Reverte, así que, como tantas otras veces con otros libros que uso en clase,
decidí fotocopiarlo.
Y aquí surgió un pequeño dilema, pues Reverte
es mi escritor favorito y por primera vez sentí un atisbo de culpa al violar los
derechos de un autor, así que le dejé un mensaje en su página de Internet,
maquillando un poco la situación, por supuesto: Excelentísimo señor don Arturo, blablablá, profesor rural, selva
Lacandona, escasez de libros, estudiantes pobres, etcétera. En fin, le
avisé que iba a hacer 30 copias ilegales de su libro, pero que lo hacía con
mucho respeto.
Unas semanas después recibí un correo
electrónico de una agencia literaria, pidiéndome amablemente mi dirección, ya
que por indicación de don Arturo Pérez-Reverte, me enviarían unos libros.
Adjunto, un breve mensaje del mismo Reverte, diciéndome que fotocopiar su libro
para mis estudiantes no era delito alguno, sino un honor que yo le hacía, y que
aceptara un paquete de libros que me enviaría desde Madrid por medio de su
agente literario.
Le escribí mi dirección, emocionado y
agradecido, aunque también pensaba que bien podría enviarme un par de gorilas a
romperme la madre, no sólo por violar el copyright, sino también por ser tan
imbécil como para anunciarlo en Internet. Pero los gorilas no llegaron, y un mes después
llegó el paquete a mi casa. Era una treintena de libros de Reverte: varios
tomos de la saga de El capitán Alatriste
en ediciones de lujo, dos compilaciones de sus escritos periodísticos que son
muy difíciles de conseguir en México, la edición a prueba de agua de La sombra del águila que mencioné, y
varias novelas más. Sorteé algunos libros entre mis estudiantes y yo me quedé
con los tres o cuatro que no tenía.
Le escribí agradeciéndole el detalle, y no
voy a decir que Reverte y yo nos hicimos amigos, pero sí nos escribimos algunas
veces más, por otros motivos que contaré en otra ocasión.
Pensaba en todo esto mientras hurgaba en las
cajas de libros en casa de mi madre, cuando la chispa de la genialidad me
iluminó. Y pensé en García Márquez, en José Emilio Pacheco, en Carlos Fuentes. ¡Mierda!
Vargas Llosa se nos muere cualquier día de éstos. Tengo que apurarme. Profesor
rural… un pueblo olvidado en el Este de Polonia… escasez de novelas en español…
estudiantes pobres. Perfecto. Copiar-pegar-enviar. Soy un genio.
Estimado García
Márquez:
Estimado Mario
Vargas Llosa:
Estimado Eduardo
Galeano:
Estimado Javier
Marías:
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