Nunca he sabido si aquella historia que hace unos años nos
contó P sobre su sobrina fue cierta. Nunca hemos vuelto a hablar del tema, y sé
que yo nunca se lo preguntaré, nunca tocaremos de nuevo el tema. Hay pláticas
de un día que deben quedarse ahí.
Sin embargo, a veces pienso en la sobrina de P, a quien nunca
conocí. Es difícil ponerle un rostro o una voz, pero aun así pienso en ella de
vez en cuando.
Sin entrar en detalles, pero para que sepan de qué hablo: la sobrina de P tenía diez años,
desaparecida, o mejor dicho secuestrada en una pequeña ciudad cerca de la
frontera con Estados Unidos. Su cuerpo fue encontrado ocho días después. Le
habían extraído un riñón y se encontraron restos de látex y de cocaína en su
sistema digestivo y en otras cavidades.
Alcancías humanas, les llamaban. Niños llenos de droga
que cruzaban la frontera medio muertos. Los pequeños cárteles buscaban nuevas
formas de cruzar la droga, y con esta práctica además se expandían hacia el
mercado de tráfico de órganos, que da muchísimo dinero. Hubo diez o doce casos
registrados –quién sabe cuántos más de los que nunca supimos-. Secuestraban a
un niño, le extraían algún órgano –casi siempre era un riñón- y le metían medio
kilo de coca en su lugar, además de otras pequeñas cápsulas en el estómago o en
el recto. El niño, completamente sedado, aún podía vivir cuatro o cinco horas
antes de sufrir una falla renal grave. Parecía dormido cuando cruzaba la
frontera acompañado por sus supuestos padres. Una vez del otro lado, le sacaban
la droga y botaban el cuerpo.
Afortunadamente esta nueva técnica no se popularizó entre los cárteles. Muy poco se habló de
esto, y nadie investigó demasiado la muerte de diez niños.
Y yo pienso de vez en cuando en la sobrina de P, a quien
nunca conocí. Como hace unos meses, cuando estaba con M en el café Szafe, en
Cracovia, y un par de españoles se acercaron a pedirnos un cigarro. Minutos
después se liaron un porro y vinieron a ofrecernos. M y yo negamos con la
cabeza. ¿De verdad no queréis probarla? –insistió
el chico-, está buenísima, es colombiana.
O hace unos días, cuando hospedé en mi casa a una pareja de estudiantes
alemanes, y una noche después de cenar, el chico me preguntó: ¿Se puede fumar en tu casa? Yo iba por
el tercer o cuarto cigarro, así que entendí que no hablaba de fumar tabaco. Sí, le respondí. ¿Quieres? No gracias, pero volví a pensar en la sobrina de P.
Y es que a veces se cree que la violencia del narco compete
únicamente a los países productores, pobres, tercermundistas donde la gente aún
se mata como en la Edad Media. En Europa se compra y se consume; lo que tenga
que pasar para que el producto llegue es lo de menos, siempre llega (hace
apenas dos meses el Gobierno de Perú decomisó al cártel de Sinaloa más de 7
toneladas de cocaína que tenían como destino Bélgica y España, pero no pasa
nada, ya llegará algo de Pakistán o de Marruecos). Y nos lavamos las manos, y
se nos resbala la culpa. Pero todos, todos los que fumamos o alguna vez hemos
fumado o consumido, todos ponemos nuestro granito de mierda en esa larga y
violenta cadena que es el narcotráfico. Sin embargo la cadena es tan larga que
la culpa no se ve, no se siente. Yo compro y pago, o mi amigo compra y paga y
yo sólo doy una calada, ¿qué hay de malo en eso? Y mi amigo la compra a alguien
más, y ése alguien a otro y a otro hasta que ese otro es quien secuestra a la
sobrina de alguien, otro le saca el riñón, otro le mete medio kilo de coca,
otro se hace pasar por su padre y cruza la frontera…
Eso es lo que el narco le está haciendo a mi país. Ocho años
desde que Felipe Calderón anunció el Operativo
Michoacán en diciembre de 2006 y desencadenó una guerra en la que ha muerto
más gente de la que Estados Unidos perdió en 10 años en la guerra de Vietnam. Eso
es a lo que todos hemos contribuido, por acción, por omisión, por desinterés.
Pero yo sólo fumo marihuana cuando alguien me invita.
No se trata de una cuestión moral. No quiero convencer a
nadie de nada; algunos de mis mejores amigos fuman o consumen y no tengo ningún
problema con eso. Se trata únicamente de entender y asimilar todo lo que a
veces tiene que pasar para que alguien se pueda fumar un porro. De ser
consciente de que algún día puede ser mi sobrina, y de que si eso pasa no
tendría cara para pegar el grito en el cielo y preguntar ¿por qué? ¿por qué a
mi familia?
Pienso de vez en cuando en ella, en la sobrina de P a quien
nunca conocí, y en P, quien nunca se ha fumado un porro en su vida, y deseo con
todas mis fuerzas que nos haya mentido aquella noche cuando nos contó esa
historia.
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