sábado, 1 de agosto de 2015

Una ciudad en silencio I-IV







I.




A Katherine Olson


“Es oscura la casa donde ahora vives…”


He tratado de recordar cuándo nos conocimos, aunque a estas alturas sea completamente irrelevante. Habrá sido aproximadamente hace  un año. Lo que sí recuerdo bien es que aquella tarde en el Cafe Latte, donde nos vimos por primera vez, la comida fue terrible, por lo menos para mí; era uno de esos lugares que a ti tanto te gustaban porque tenían ensaladas y comida orgánica, así que yo tuve que rumiar un sandwich de pavo y unas papas frías, pero la charla, la primera de muchas que tuvimos, fue buena. Creí que no volverías a llamarme, pero lo hiciste (hace 3 semanas me confesaste que tú creíste lo mismo de mí), y las cosas comenzaron a marchar bien. Conocí a Matt, tu compañero de piso, y me pareció un chico bastante agradable, aunque sus hábitos de comida eran aún más extraños que los tuyos. Me hablaste un poco de tu familia y de tu pasado, nada de detalles, sólo lo principal. Nos conocimos hasta donde pudimos, nos confesamos hasta donde quisimos. Traté de hablarte siempre con la verdad, aunque debo confesar que no siempre lo hice. Nos conocimos hasta donde nos alcanzó la piel y las palabras, y a finales de octubre, cuando los árboles se tiñen con los tonos más anaranjados que uno pueda imaginar, cuando las calles se cubren totalmente de hojas multicolores, cuando el aire comienza a enfriarse y los ocasos son rojos y amarillos, en fin, justo cuando esta ciudad estaba más bella que nunca, a ti, Katherine, te mataron. Y te mataron como se mata la gente todos los días en este mundo torcido: inexplicablemente, irremediablemente, intencionalmente e incomprensiblemente te mataron. 

Y con ello te mataron también el viaje a Buenos Aires que planeabas hacer en febrero; te mataron las discusiones con tu jefe y el hambre que te daba en las mañanas; te mataron el dolor en el cuello, las lágrimas, las dudas, la infección en la garganta; te mataron todo el cabello, y toda la piel y todos los besos; te mataron la saliva y los deseos, el gusto por la comida egipcia y todos los gestos. Te mataron el pasado, el futuro y todos los tiempos verbales, te mataron los enojos, las decepciones, los ideales, los microbios de las uñas, la posibilidad de construirte una vida o de descubrirte frente al espejo en unos años las primeras arrugas o las primeras canas; te mataron la vejez prematuramente; te mataron también las ganas de ver todas las películas de Javier Bardem. Repentinamente, Katherine, te mataron, y sepa dios o el diablo cuántas otras cosas murieron contigo.

De lo nuestro… de lo nuestro no hay fotos, Katherine, no hay discos ni cartas ni nada tangible que me confirme, en estos días en que nada parece verdad, que en los 24 años que duraste en este mundo, hiciste una breve escala en mi vida. Hay sólo una pequeña nota que pusiste en uno de mis libros: El tiempo parece quedarnos exacto. Nunca nos falta ni nos sobra. Eres como un espiral que desenrollo. Eso es todo, lo demás lo llevo dentro, y en estos días se siente como un taladro detrás de los ojos, como pedazos de vidrio molido frotándome el cráneo, y el ruido de mis pasos nunca me había parecido tan vacío, ni la gente tan ajena ni esta ciudad tan silenciosa como ahora, y aunque este otoño sigue siendo tan bello, hay en él un ligero matiz de irrealidad.

Dice mi madre, y su madre también, aunque no la conocí, y supongo que muchas madres más, que a veces los muertos vuelven a recoger sus pasos, y aunque nunca le he creído del todo, ahí voy, regresando a los lugares por los que pasamos a ver si coincidimos y escucho de tus propios labios –porque aunque todos los demás lo digan nunca he de creerles- que estás bien. Y aunque son pocos, la memoria me falla, como siempre. Me he sentado un buen rato en el sillón del sótano pero no has venido; aunque también hay un supermercado cerca de tu casa al que fuimos a comprar una pasta extraña que cocinaste, un pequeño restaurante en la avenida 11, un par de bares, la orilla del lago Nokomis, la clínica donde trabajabas (aunque no creo que vuelvas por ahí), un tramo de la avenida Summit donde solíamos caminar los martes en la mañana y un café en la esquina de la calle 27 y Lyndale Av., donde te vi por última vez, aunque claro, ese miércoles por la noche cuando nos despedimos, cuando me diste un breve abrazo y yo te besé y tú me dijiste buenas noches y yo dije nos vemos el viernes, yo no sabía que a la siguiente mañana te iban a matar, y el viernes cuando te llamé para preguntarte por la función de teatro a la que íbamos a ir, y te dejé un mensaje en tu celular porque no contestabas, no sabía, tampoco, que ya estabas muerta.

Hubo música en el funeral; Matt dijo que te gustaría. ¿En verdad te gustó? No quise acercarme a tu ataúd, ni tampoco quise ir al panteón; creo que Sabines tenía razón en eso de que enterrar a los muertos es una costumbre salvaje; cubrirte con toda esa tierra, como si temieran que te fueras a salir, como si no se murieran de ganas, igual que yo, de verte regresar. Pues si me permites un consejo, Katherine, no hagas caso a esa salvaje lápida. Yo no quiero que te quedes ahí. Vuelve cuando quieras, ven a tirarme el café sobre la mesa o a apagarme el televisor de vez en cuando, ven y recarga tu boca sobre mi cuello si te dan ganas, hazme tropezar con la pata de una silla y ríete, o apágame la luz si me ves leyendo; vuelve y deja un halo fino cuando pases, y sabré, entonces, que eres tú.

Ya no hubo tiempo, Katherine, y de verdad lo siento. Ya no hubo tiempo de hacer nada más. ¿Recuerdas cuando me preguntaste si me gustaba bailar? Yo te dije que lo único que bailaba era salsa, y tú dijiste que a ti te encantaba la salsa y yo sonreí y te dije bromeando que las gringas no saben bailar salsa, entonces me miraste entre enojada y divertida y me dijiste que me iba a quedar impresionado cuando te viera bailar. ¿De verdad bailabas tan bien como decías? En fin, no hubo tiempo de saberlo; no hubo tiempo tampoco de ver “El amor en los tiempos del cólera” (con Javier Bardem), o de que me enseñaras a esquiar o de seguir explorándonos la piel y las miradas. Ya no hubo tiempo de contarte nada más, de escucharte decir nada más. Y ese tiempo que tú ya no tienes a mí parece sobrarme; me has dejado minutos que parecen interminables.  ¿Qué hacer, Katherine, con tanto silencio y tanta rabia que me ha dejado tu muerte? ¿Qué hacer con esta ciudad que nuevamente me parece inmensa y fría? De repente todo esto me parece la más macabra de las bromas, porque eso que tanto detesto del mundo, esa naturaleza humana, esa maldad pura e incomprensible que veo a diario de pronto se concentra en tres centímetros cúbicos de metal en forma de bala que te perfora la piel y te corta de tajo la existencia.

Dicen que esa bala que terminó con tu vida no salió de tu cuerpo, y sin embargo las esquirlas, tan infaustas, tan incólumes, tan letales, lastiman tanto que me están despedazando los días, y duele tanto esta ciudad, Katherine, y duele tanto este silencio.                                                                                    

                                            

Duele tanto tu silencio…                   



                                                                          duele tanto…







                                                                                                        Minneapolis. Noviembre 2007.

--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------









II.




“La muerte es esa pequeña jarra con flores pintadas a mano
que hay en todas las casas, y que uno jamás se detiene a ver;
la muerte es ese amigo que aparece
en las fotografías de la familia, discretamente,
a un lado, y al que nadie acertó nunca a reconocer;
la muerte, en fin,  es esa mancha en el muro
que una tarde hemos mirado, sin saberlo,
con un poco de terror.”

Eliseo Diego




No voy a mentirte, Katherine, el mundo siguió casi igual después de tu muerte. Aunque a mí no me lo pareciera, el otoño siguió siendo bello, y el invierno llegó tal como hubiera llegado si tú siguieras viva, ni más frío, ni más blanco. Tu muerte ocupó los principales noticieros durante unos cuantos días, y después de comentar fugazmente tu funesta suerte, el conductor del noticiero nocturno, tan profesional como siempre, comentaba con la misma voz la grandiosa temporada que Adrian Peterson estaba dando con los Vikingos de Minnesota. 


Y yo seguí esperando. Esperando que vinieras, aunque fuera solamente para derramarme el café.


Hace ya más de cien días que estás muerta. Ha sido tiempo suficiente para pasearme con pasmosa lentitud por la orilla del lago Nokomis, que ahora luce casi completamente congelado, para volver a aquel café donde te vi por última vez  y darme cuenta de que aquella mesa y sus dos sillas siguen exactamente iguales; tiempo suficiente para sentarme junto a tu insoportable silencio, para sentir el eco de tu muerte. Más de cien días para pensar, incluso, que simplemente te largaste a Buenos Aires como habías planeado, sin despedidas; más de cien días para perdonarte por haberte muerto a la mitad del otoño más bello que yo haya vivido; más de cien días en los que he tenido que tragarme tu muerte como he podido, a solas, con frío, con miedo; lidiando con ella como si fuera un incómodo inquilino. La escondí, la repasé, la deshice, la escribí, y al final, Katherine, al final tuve que quedarme con ella, y empaparme hasta el vómito con su hedor, y preguntarme, y preguntarle, ¿qué se hace con la muerte de alguien?, ¿qué se hace con una muerte tan absurda, tan voraz, tan hija de puta?


Y es el tiempo nuevamente tan extraño, porque tu muerte parece tan lejana durante el día, y tan inmediata por las noches, cuando la escucho trepar por mi cama, paciente, sigilosa; y la siento lamerme las orejas, y la reconstruyo, Katherine, aun sabiendo que eso me hiere más, la reconstruyo una y otra vez; y te imagino con esa sonrisa diáfana y ese tono de voz inocente, con el cabello suelto y desordenado, emocionada tocando el timbre de esa casa desconocida, y después, Katherine, después hay un vacío que no puedo llenar, que ni siquiera imagino, una nada absoluta, hasta que te veo nuevamente, minutos después, en esa misma casa extraña, oscura, corriendo desesperada, bajando a tropezones las escaleras, llevándote una mano a la espalda y sintiendo la tibieza de tu propia sangre –la misma que días después encontraría la policía-, preguntándote qué sucedía, qué era ese dolor en tu costado, quién era ese hombre, preguntándote por qué todo se volvía difuso; te imagino así, Katherine, con la mirada llena de miedo porque no comprendías qué pasaba, no entendías que ya llevabas una bala dentro y que se te iba la vida, que ese era el final de todo, no entendías cómo ni por qué; querías salir de aquella casa pero ya no tenías fuerzas, todo se desvanecía, y todo pasó tan rápido que quizá ni siquiera tuviste tiempo de entender que te morías, que no cenarías con tus padres esa noche, que no habría obra de teatro ese fin de semana, ni viaje a Buenos Aires en febrero, ni maestría, ni boda, ni hijos, ni nada.


Nada.



Más de cien días, Katherine, y yo me he convencido más de que la muerte debería ser voluntaria, que cada quien debería elegir el lugar y el momento preciso para abandonar este mundo, que a los gobiernos les ahorraría indemnizaciones; a los familiares, llanto; a los muertos, tiempo. Más de cien días para repasar una y otra vez tu muerte, para escupirla, para pensarla, y deshacerla y regresarla, y maldecirla y encarcelarla; más de cien días para preguntarme hasta el cansancio por qué me llamaste aquella noche, una noche antes de que te mataran, por qué me llamaste, Katherine, por qué tan tarde, y preguntarme también hasta el cansancio por qué no contesté, por qué me quedé mirando el teléfono, sabiendo que eras tú, y decidí llamarte después y olvidé hacerlo. ¿Qué ibas a decirme esa noche, Katherine? Me lo he preguntado hasta hartarme, y hoy, más de cien días después de tu muerte, entiendo amargamente que nunca he de saberlo, y que no vale la pena preguntármelo más.






Hay tantas piezas que no encajan en el rompecabezas de tu muerte...  Tal vez no me corresponde a mí ponerlas, tal vez mi parte, aunque sea mínima, está hecha. Yo seguiré haciendo lo que se pueda, y tú Katherine, tú simplemente ya no estás. Y si no cumplimos lo dicho, y si dejamos pendiente alguna palabra, o si nos quedamos con un manojo de dudas o de besos, todo está saldado.



Nada me debes, Katherine.

Nada te debo.






Estamos en paz.





                                                                                                                Minneapolis. Febrero 2008.









-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------



III.








IV.




Es inevitable buscarte en estas calles

aunque no disfrute

aunque ya no duela.



Vuelvo cada tanto a esta ciudad

y encuentro fragmentos

                                         -cada vez más difusos-

de aquel yo que te conoció

y de aquella tú que se desvaneció.



Me pierdo entre calles que conocíamos bien

paso de largo ante un cine

después volteo

lo miro un momento

¿era este cine donde...?

¿fue en esta calle en la que...?

¿aún estabas viva cuando...?



Y aun con todo este olvido atravesado

es inevitable que esta ciudad te devuelva por momentos.



Aunque no lo disfrute

aunque ya no duela

aunque no lo busque

aunque ya no seas.





                                                                                                                 Minneapolis. Agosto 2015.
















No hay comentarios:

Publicar un comentario