Tenía una pausa de 15 minutos antes de entrar a
mi siguiente clase. Estaba en la sala de profesores cuando Nelya, otra
profesora, entró y me preguntó con mucha cautela:
-Oye, ¿cómo están tus hermanas? ¿Todo bien?
Yo la miré unos segundos, confundido.
-Sí, todo bien. Bueno, creo que sí. ¿Por?
-Es que el fin de semana me estuve acordando
mucho de ellas. Las dos que vinieron a visitarte hace 3 años, Carmen y… ¿cómo
era, María?
-Marisela, sí.
-¿Has hablado con ellas últimamente?
-Pues… hace como 2 semanas.
-No te quiero asustar ni nada, pero… bueno,
llámalas cuando puedas. No sé por qué pero pensé mucho en ellas estos días.
Y se fue de la sala de profesores. Yo me quedé
ahí, con una cosquillita rara en la panza. Yo había escuchado ya un par de
historias sobre Nelya, maracucha que a pesar de vivir en Polonia desde antes de
la caída del comunismo, no puede evitar que a veces le salga ese acento, esa
alma, ese toque misterioso que tienen las personas nacidas en el Caribe.
Al terminar mi siguiente clase e ir a la sala
de profesores, había ya más compañeros ahí, y el ambiente era como en cualquier
sala de profes: alguien enfrascado en la preparación de su siguiente clase, alguien
preguntando por algún material, alguien peleándose con la fotocopiadora,
alguien buscando como loco unas copias que había dejado en la mesa y ya no
estaban. Lo típico.
Tenía dos horas libres y decidí pedir comida a un
restaurante vietnamita que hay cerca de la escuela, donde atiende un adolescente
chino muy simpático (no piensen que digo chino como genérico del lejano
oriente; este chico sí es chino, chino auténtico, se lo pregunté un día). Esta
actividad en particular –no sólo la de pedir comida por teléfono sino la de
pedir comida por teléfono a ESE restaurante en particular- requiere mis 5
sentidos y absolutamente toda mi concentración, pues el hecho de que un
mexicano y un chino lleguen a un acuerdo comunicándose por teléfono, y hablándose
en polaco, no es cosa fácil.
Tomé el teléfono de la escuela, pues en el
restaurante ya conocen el número y no hay que repetir la dirección, y justo
cuando ordenaba mi sopa china y mi plato chino y mi bebida china, mi teléfono
empezó a sonar. Número desconocido, alcancé a leer en la pantalla, y tratando
de no perder detalle de lo que el chino me preguntaba, le dije a Jairo -un
profesor que estaba a mi lado-:
-Güey, contesta por fa, no sé quién es pero diles que me llamen en
5 minutos.
Hola, sí… ajá.. ajá… sí, no puede ahora, dale,
yo ahora le digo, sí, chao –le oí decir.
Pedí exitosamente mi comida. Cuando colgué con
el chino, Jairo me miraba.
-Era tu hermana Marisela, dijo que ahora te
vuelve a llamar.
Me quedé de piedra. Cuando vives del otro lado
del mundo sabes que si alguien de tu familia te llama por teléfono, en lugar de
mandarte un whatsapp o escribirte por Facebook, no es sólo para saludarte.
Parece cuento pero así pasó. Nelya entró de nuevo en la
sala de profesores 5 minutos después, justo cuando mi teléfono volvía a sonar. Es
mi hermana, le dije antes de contestar, y aún tuve un par de segundos para
mirar con atención a Nelya, que me miraba también en silencio, inexpresiva, con
ese halo de misterio, con ese toque chamánico, garciamarquiano; con ese
misticismo que les ha dado la selva, los años, el sincretismo, la sangre india
y africana; con todo eso inentendible, inexplicable, que tienen ciertas
personas nacidas en el Caribe.
Contesté el teléfono.
-¿Qué pasó, Mari? ¿Todo bien?
-Sí. Bueno… más o menos. Te llamo para decirte
que hace unas horas se murió mi abuelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario