Como siempre que un momento
especial se acerca, las emociones crecen y se desbordan. Desde que compré mi
boleto para venir a México, sólo pensaba en tres cosas: voy a ver a mi familia,
voy a ver a ese puñado de amigos que tanto me hace reír, y me voy a comer todos
los tacos que no me he comido en casi tres años.
Al siguiente día de haber llegado
a Chilangolandia, mi carnal El Gordo –con quien he comido cientos y cientos de
tacos desde hace 20 años- pasó por mí y me llevó a uno de esos clásicos puestos
callejeros de lámina blanca a comer tacos de suadero. Los típicos de muerte
lenta.
Toda la alegría y las ganas por
estar de nuevo frente a ese insalubre manjar que acostumbramos comer en México,
toda la emoción y el placer desaparecieron 15 minutos después, cuando me di
cuenta de que estaba lleno después de haberme comido sólo 8 taquitos (ya saben,
los de tortilla pequeña). Ocho miserables tacos; El Gordo –que me lleva varios
kilitos- se comió nueve, y no podíamos más. Nos retiramos en silencio,
derrotados.
¿Qué pasó con nuestros estómagos?
¿Dónde quedó ese apetito voraz de hace 15 años, cuando El Gordo y yo éramos
capaces de comernos cada uno 20 de suadero y dos refrescos sin inmutarnos? ¿En
qué momento –o mejor dicho, en qué taco- se quebraron nuestros estómagos,
guerreros de mil batallas carnívoras? Esa noche me fui a la cama muy triste, y
un poco preocupado.
A pesar de que a la mañana
siguiente me levanté con ánimos renovados y mucha hambre, las decepciones se
sucedieron una tras otra: fui a comer tacos de canasta, y ocurrió lo mismo: sólo
pude con 3 de papa y 2 de frijol; con los tacos de carnitas, en el negocio de
mi padre, también lo mismo: sólo 2 tacos de tortilla normal, y una gordita de
chicharrón. Ni siquiera me atreví a mirar a mi padre a los ojos.
Llevo tres semanas yendo de
derrota en derrota. La más dolorosa ha sido, sin duda, frente a mis favoritos:
los tacos de pastor. Llegué a la taquería con un hambre inmensa, y sólo pude
comerme 8, y con una tortilla (hace 10 años me comía mínimo 15 y unas donas
Bimbo después). Yo, que me jactaba de mi estómago de neandertal, resistente a
todo; yo, que me pasé los últimos 4 meses soñando con taquerías, cilantro,
cebolla y piña; yo, que me juré comerme mi propio peso en tacos en estos dos
meses… heme aquí, lleno con 8 taquitos de pastor, con un desconsuelo que sólo
un hermano amante de los tacos entendería.
Y aún con todas estas bofetadas,
siento un dejo de esperanza en lo más hondo de mi estómago. Así que voy a
tianguis de los martes, a los infalibles tacos de cecina, con mis dos sobrinos
para darme valor, para no quedar como un pusilánime frente a ellos.
Nada. Tres tacos de cecina
enchilada y estoy lleno.
Qué mierda. Así deben sentirse
más o menos los diabéticos. Qué bueno que me largo. Qué bueno que en Polonia no
hay suadero, ni pastor, ni cecina, ni barbacoa, panzita, canasta, campechanos,
longaniza, chicharrón, carnitas ni birria.
Y entonces mi sobrino de 10 años me
pregunta:
-Enano, ¿no te vas a comer otro?
-Nah, sólo era el antojo –miento descaradamente-.
Qué triste. Aquellos 18 de cecina
con El Gordo son sólo un bello recuerdo; aquellas 3 tortas de pastor con queso
en una sola sentada, es sólo una anécdota más en el baúl de mis glorias
gastronómicas. Ya no somos los estómagos que fuimos.
-¿Otro igual, güero? –me pregunta el taquero, que me vio crecer,
que me ha alimentado durante años, que me conoce desde que era un mocoso capaz
de comerse sólo un taco.
Y yo, con una profunda tristeza, echando
una mirada a la montaña de cecina que se cuece lentamente, y tratando de disfrazar mi vergüenza de dignidad, le respondo bajito:
-No, don, nomás la cuenta.
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