miércoles, 10 de septiembre de 2014

López corriendo









No recuerdo quién o por qué lo empezamos a llamar López. No era ése su apellido, pero desde los primeros días del curso lo llamamos así. Tampoco supe –creo que nadie del grupo lo supo- qué era lo que tenía López. Supimos inmediatamente que era diferente, y a los 12 años ser diferente puede ser una verdadera putada.

López tenía simplemente una especie de ligero retraso mental; lo revelaban sus facciones: su frente demasiado ancha, la forma de su boca, su estatura, la blancura de su piel, su manera de caminar. Parecía frágil. Y nosotros teníamos 12 años y éramos crueles como sólo se puede ser a esa edad.  

Desde los primeros días se mostró temeroso, quizá debido a las burlas acumuladas durante la primaria, y durante todo aquel ciclo escolar –el primer año de la secundaria- López continuó siendo el blanco de burlas, maltratos, intimidaciones. Y aunque yo no empezara alguna broma o alguna humillación, muchas veces me sumé a los demás. No quiero hacer recuento de todo lo que le hicimos a López aquel año, pero estoy seguro de que para él fue un año larguísimo; para nosotros, para los casi 60 niños que compartíamos el salón de clases, fue un año en el que el ingenio para maltratar a López nunca se agotó. Y cuando creíamos que nuestra crueldad no podía ir más allá, siempre había alguien que iba más allá.

Nadie lo defendió nunca, nadie; aquellos que no se sumaban a los maltratos, reían con algo de culpa o miraban hacia otro lado. Y cuando volvimos después del primer verano, listos para iniciar el segundo año y recargados de ánimos para hacerle a López un año aún más largo, nos encontramos con que López ya no estaba. López no volvió, no aguantó, no pudo. Desapareció, y a las dos semanas lo habíamos olvidado.

Nadie volvió a verlo. No supimos a qué escuela se fue, o si continuó estudiando siquiera. Terminamos la secundaria, e incluso un par de años después, cuando algunos de los compañeros de clase nos reuníamos, alguien recordaba a López, tan sólo para volver a reírnos de todo lo que le hicimos pasar durante aquel año.

Con los años, las reuniones de excompañeros se fueron haciendo más esporádicas, hasta que un año ya no nos reunimos más. El recuerdo de López también se fue. Nunca volví a pensar en él hasta hace unos días.

Caminaba entre los pasillos del Mercado del Carmen, entre puestos de comida, ropa, juguetes; un típico domingo abarrotado, ruidoso. Estaba pagando unas jícamas con limón y chile, y justo cuando me daba la vuelta para seguir caminando, sentí un leve golpe en brazo: el típico empujón de alguien que va pasando entre la gente y te toca sin querer. Volteé levemente mientras escuchaba un “perdone”, muy bajito pero muy claro. Sí, era López.

Todo pasó rapidísimo y sin embargo lo recuerdo como en cámara lenta. Me miró apenas medio segundo, y cuando dijo perdone ya había bajado la cabeza, y yo estaba a punto de responder no hay cuidado cuando miré su rostro. Aún cabizbajo lo reconocí (pues fue ésa la forma en que casi siempre lo vi durante aquel año que estudiamos juntos; López mirando al suelo, López con la cabeza gacha, López sin mirar a los ojos a nadie, López escondiéndose), y las palabras se me quedaron atoradas en la garganta. 

Perdone, había dicho López sin siquiera mirarme, así, hablándome de usted, y en el brevísimo instante que le tomó agachar la cabeza y seguir su camino entre la gente, lo vi de nuevo con su uniforme escolar, con 12 años, con el miedo en el rostro; vi a López tratando de alcanzar su mochila que habíamos colgado de un árbol, sobándose la cabeza o el brazo tras recibir algún golpe, cuidando receloso sus cuadernos para que no volaran por el salón, revisando su sándwich antes de morderlo para comprobar que no le habíamos puesto medio kilo de sal, tanteando su butaca de metal antes de sentarse por si se nos había ocurrido poner una vela encendida debajo; vi a López cayéndose porque le habíamos atado los zapatos a la butaca, López con su tarea hecha pedazos, López corriendo, López huyendo, López llorando.

No pude decir nada. No supe qué decir. Me quedé ahí, de pie, helado, viéndolo perderse entre la gente del mercado como tanta veces de perdió apenas terminaban las clases, como se perdió un día cuando terminó aquel primer año de la secundaria. Me quedé ahí un rato, con la puta vergüenza más grande que he sentido en mi vida, odiando a mi yo de 12 años, queriendo seguirlo y decirle algo, lo que fuera, y no pude.

López volviendo a casa lleno de tierra, López buscando su estuche nuevo, López diciendo que él no había sido, López corriendo asustado, López huyendo de la pelota, López cayéndose, callándose, escondiéndose, López llorando. López, 20 años después, diciéndome perdone.










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