“Yo
de mayor siempre he querido ser niño.
Pero
aquí, en este país convertido en estercolero,
de
niño quiero ser mayor.
Para
poder escapar rápido.”
Ni su nombre, ni su edad, ni su historia. Lo único que supe
de él fue de dónde era y a dónde iba. Habíamos viajado en el mismo autobús
desde ciudad de Panamá, pero no cruzamos palabra durante las 10 horas del
viaje, ni siquiera cuando un control militar nos detuvo cerca de Penonomé, casi
a media noche, y tuvimos que bajar del autobús, medio dormidos, y abrir las
maletas y vaciarnos los bolsillos mientras los perros nos olfateaban los
zapatos y los soldados preguntaban una y otra vez nuestro origen, destino,
motivo del viaje, profesión, etc. Pero no crucé palabra con él, creo que ni
siquiera lo vi. Llegamos a Paso Canoas, en la frontera con Costa Rica, a eso de
las 4 am, así que nos echaron del autobús y tuvimos que esperar a que abrieran la
frontera (sí, algunas fronteras sólo están abiertas en horario de oficina). Aún
estábamos a oscuras y el pueblo parecía deshabitado. Era julio y el calor y la
humedad eran insoportables.
-¿Colombiano?- me preguntó acercándose con cierta timidez.
-Mexicano- le respondí, y al ver que no encontraba su encendedor,
saqué el mío y se lo ofrecí. El hombre asintió con la cabeza, agradeciéndome. Le
calculé unos 50 años.
-¿Y va para allá? ¿A la capital?
-Sí, al DF. ¿Usted de dónde?
-Panameño. De Pacora.
-¿Y a dónde va?- pregunté.
Y entonces el hombre hizo algo que sé que recordaré mucho
tiempo. No respondió a mi pregunta. Sonrió muy lentamente y ladeó un poco la
cabeza. Una sonrisa cómplice, divertida. Una sonrisa ilusionada como la de un
niño. Entornó los ojos y levantó las cejas, aún con la cabeza ladeada, como
señalando algo encima de él. Uno o dos segundos duró su gesto. Y no hubo
necesidad de decir nada más, ni de que yo preguntara nada más. Su gesto
señalaba arriba. Al Norte. Más, más al Norte. Ese Norte al que tantos
centroamericanos quieren ir. Ese Norte que, si se alcanza, les promete
salvarlos de la miseria y la barbarie en la que viven. Nunca he visto en un adulto una sonrisa de tanta ilusión, tan pura, tan inocente.
No dijo nada más, no hacía falta.
-Aún está lejos- fue lo único que se me ocurrió decir.
-Bue, si paso ésta, sólo son 5 fronteras más- respondió,
todavía con un poco de esa sonrisa infantil y emocionada.
Al final ni él ni yo cruzamos Paso Canoas. El coyote que iba a cruzarlo a él y a otros
tres iba a llevarlos unos kilómetros al Norte, hacia Breñón, y de ahí cruzarían
por la selva. A mí me negaron la entrada a Costa Rica por una vacuna que, según
yo, no necesitaba. Según ellos, sí. Pero con las ventajas que da tener un
pasaporte, yo pude volver a ciudad de Panamá y tomar un vuelo para evitar Costa
Rica. De él no supe más.
Una semana después yo estaba entrando a México por La Mesía,
en Guatemala. Él tenía planeado entrar a México por Tecún Umán, cruzando el río
Suchiate, e ir a Tapachula para subirse al tren que llaman La Bestia. También me dijo que calculaba estar en Atlanta a finales
de noviembre.
Tres días después yo ya estaba en la ciudad de México. Y ahí,
en la estación Lechería, apenas a unos kilómetros de la casa donde crecí, están
ellos.
Decenas, quizá cientos. Al lado de las vías del tren o junto
a la autopista. Hombres, niños, familias enteras, adolescentes con bebés en
brazos. Son los nadies de los que
hablaba Eduardo Galeano. Los hacelotodo, los vendelotodo, los comelotodo. Los
eternos indocumentados. Y en ninguno de ellos volví a ver la sonrisa ilusionada
de aquel panameño. Claro que no, han viajado ya muchos kilómetros, y saben lo
que aún les espera. Saben que van a sufrir aún más antes de llegar. Si es que
llegan. Saben que a muchos de ellos los van a extorsionar, a secuestrar, a matar.
Lo saben, o lo van sabiendo durante el trayecto. Y esa sonrisa ilusionada se
les va borrando hasta que desaparece por completo.
Y están ahí, junto a las vías o entre los coches, pidiendo
algo, lo que sea para continuar su viaje. Y te agradecen igual una moneda que
una fruta o una botella de agua. No quieren quedarse en México. ¿Quién de ellos
querría?
En el mejor de los casos, aquel panameño de la sonrisa
ilusionada estará ya en Atlanta, y quién sabe qué habrá tenido que hacer para
llegar. En el peor de los casos, en el más común, será un número más en las
estadísticas. Un nadie más a quien se
le apagó la sonrisa. Un nadie más a
quien le despertaron del sueño.
:(
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